Por algún motivo que no acertamos a comprender, nuestros gobernantes, todos los que han pasado por La Moncloa hasta la fecha y la mayoría de los que hoy se preparan hoy mirando vídeos de tik-tok para ser presidentes en un futuro, no han acabado de creerse que España sea una nación y que la Constitución es consecuencia de esa condición nacional —proyectada hace mucho más de mil años y concluida hace más de 500 años— y no al revés.
Las instituciones y los poderes del Estado que debieron haber corregido a los partidos nacionalistas el primer día que el corrupto Jordi Pujol sacó los pies del tiesto constitucional, no lo hicieron. Quizá si hubiéramos hecho caso a Tarradellas…
Que hoy el presidente de la Generalitat catalana sea Pere Aragonés, el líder de un partido golpista como ERC que hace menos de cinco años (y junto a como se llamara la formación del fugado Puigdemont), desafió al Estado, a la Nación y a la Historia con un referéndum ilegal y con una proclamación —exprés, pero proclamación— de la quimera catalana (cabeza de león, cuerpo de cabra), es la constatación de que el Gobierno del Reino de España sigue perdiendo el tiempo y, lo que es peor, nos hace perder el nuestro escribiendo estas líneas.
Deberíamos estar ocupados en la lectura de tablas de gasto inútil, en la vigilancia del muro de la Frontera Sur con la descomposición del Sahel y en alertar de la combinación peligrosísima de recesión económica, invasión migratoria, estanflación y, demonios, un Gobierno socialcomunista. Pero no. Aquí estamos. Con el cansino conflicto catalán. Otra vez.
Ayer, como si dos jefes de naciones diferentes fueran, Pedro Sánchez recibió al representante de la soberanía nacional española en Cataluña para desbloquear una mesa —bilateral— de negociación a finales de julio, cuando nadie mire. Una mesa que cuenta desde ayer con el compromiso de Sánchez de avanzar en la desjudicialización de las conflictos entre España y una de sus regiones, no sea que quede alguna ley y algún juez por ahí que digan que estudiar en español en España es un derecho y una obligación o que la convocatoria de una consulta sobre la unidad de la nación es un grave delito.
Vienen tiempos oscuros, por no decir una palabra gruesa. El enemigo está a las puertas y España está instalada en una estanflación no declarada por la demostrada incompetencia de nuestros gobernantes y por un sistema administrativo autonómico que sólo lo soporta, como dijo con sabiduría el presidente francés Giscard D’Estaing, un país muy rico.
Tenemos por delante retos defensivos, económicos y de reorganización administrativa de una magnitud descomunal que deberían ocupar todo el trabajo de un Gobierno, aunque sea inepto, incompetente y, por supuesto, socialista. Y, sin embargo, aquí estamos y aquí seguimos, desjudicializando la traición y el mal gobierno en 2022. Hoy como ayer.
Lo volverán a hacer. Vaya si lo volverán a hacer.