Asomarse a la inmensa mayoría de los periódicos españoles este fin de semana y leer el paupérrimo tratamiento que han ofrecido a sus lectores a propósito de la toma de posesión de la nueva primera ministra de Italia, Giorgia Meloni, ha sido como asistir a una fiesta de la posverdad celebrada en el funeral de la información.
Las palabras ultraderechista, neofascista, mussoliniana y un etcétera de términos extraídos del manual del perfecto periodista mainstream español del siglo XXI, han dominado los titulares y los mejores párrafos de la, llamémosla así por caridad, información. Hasta hemos tenido que leer cómo ha habido quien, en un doble tirabuzón carpado ideológico hacia la izquierda, ha interpretado que el traje de chaqueta de Meloni era un homenaje a la marcha de los camisas negras sobre Roma hace justo un siglo. Este es el periodismo de la posverdad que padecemos y que basa su éxito no en los hechos, sino en las interpretaciones disparatadas y en la excitación del las emociones de los lectores a los que desinforman y atemorizan.
Los hechos nos cuentan una verdad bien distinta. Giorgia Meloni, la primera mujer que es jefe de Gobierno en Italia, recibió la campanilla —el símbolo del poder en el Palacio Chigi— de manos de su antecesor, el débil funcionario bruselense Mario Draghi, en una ceremonia de una normalidad aplastante y en la que, para desgracia de la prensa española del consenso progre, no hubo squadristi de camisas negras recorriendo las calles romanas.
La verdad es también que Italia se levanta hoy, lunes laborable, en calma y gobernada por una persona cuyo partido, Fratelli d’Italia, detectó como ningún otro, y de ahí su éxito, todo lo que está mal en la nación italiana y en Europa y que se ha comprometido a gobernar sobre dos pilares esenciales dinamitados desde hace décadas por los partidos del consenso. La Familia y la Patria, que son dos palabras bien nacidas.
Dos cimientos indispensables que Meloni ha promerido que estarán presentes en todas y cada una de las decisiones que sus vicepresidentes y ministros tomen para salir de la crisis de valores y de la pérdida de la identidad nacional que ha golpeado con dureza a Italia y que golpea con ensañamiento innoble a otros países como España.
Con estos dos principios se puede gobernar una nación. Cualquier decisión, decreto o ley —los partidos de la coalición de Gobierno tienen mayoría absoluta en las cámaras— en cualquier materia, desde Educación a Sanidad, sin olvidarnos de la crisis energética o la defensa de las fronteras italianas, que se tome en beneficio conjunto y exclusivo de la muy europea nación italiana y de las familias que dan sentido y futuro a su sociedad, tan parecida a la nuestra, supondrá un cambio reaccionario (en el sentido más hermoso de la palabra), y beneficioso para Italia y para Europa.
Es verdad que otros países del norte y del este europeo, sobre todo aquellos que padecieron el terror comunista, emprendieron ya hace algún tiempo, y con magníficos resultados, el camino de la recuperación de la soberanía nacional y la preservación de la identidad frente a las fuerzas globalistas que tratan de dominarnos. Pero también es cierto que Italia es una nación que está en un escalón superior por su potencia ecónómica, su posición geoestratégica e histórica y por su influencia en la extensa comunidad italiana del otro lado del Atlántico. Italia, en resumen, no es un Estado que pueda ser avasallado.
Italia se ha convertido desde este fin de semana en una nación cuyo Ejecutivo tiene el reto mayúsculo de enseñar al mundo que un país puede recuperar los principios y los valores que algunos se dedican a destruir con malvada obstinación para arruinar la prosperidad moral y material de las naciones de Occidente.
No podemos más que desearle toda la suerte del mundo al nuevo Gobierno de Giorgia Meloni. Su éxito, que sólo llegará con un trabajo duro y honrado de desmontaje de décadas de perverso buenismo socialista y de sumisión atolondrada del centrismo funcionarial al globalismo, será el nuestro. Y al final, el de todos.