«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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EDITORIAL
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2 de noviembre de 2021

Reunión de pastores climáticos

El 18 de septiembre de 1995, científicos del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPPC, siglas en inglés) aseguraron que  «la mayoría de las playas de la costa este de los Estados Unidos desaparecerán en 25 años. Ya están desapareciendo a un promedio de 60 a 90 centímetros por año». A fecha de hoy, las playas de la Costa Este de los Estados Unidos no han desaparecido y gozan de buena salud. Los últimos datos aseguran que en el último siglo, se han perdido 30 centímetros de costa, a un ritmo de unos cuatro milímetros anuales. A este ritmo, las playas de la Costa Este desaparecerán sin remedio en poco más de 46 siglos. 

El 29 de junio de 2017, la entonces jefa de clima de la ONU, Christiana Figueres, junto a tres destacados científicos del clima y dos expertos en sostenibilidad del sector empresarial, firmaron un documento en el que aseguraban que «Cuando se trata de clima, el tiempo lo es todo», alertando a los líderes que se iban a reunir  en la cumbre del G20 en Hamburgo, en julio de 2017, que 2020 era el punto de no retorno para tomar medidas contra el cambio climático. Anteayer, repitieron que los próximos años serán decisivos para evitar el punto de no retorno. Puede que en la próxima reunión del G20 haya otra apelación al punto de no retorno.

El 25 de julio de 2019, el príncipe de Gales, Carlos de Inglaterra, en declaraciones recogidas por la BBC, aseguró que «Soy de la firme opinión de que los próximos 18 meses decidirán nuestra capacidad para mantener el cambio climático a niveles de supervivencia y restaurar la naturaleza al equilibrio que necesitamos para nuestra supervivencia». Más que cumplido el plazo, anteayer, Su Alteza Real declaró —si no querías porridge, toma dos platos— que «La escala y el alcance de la amenaza que afrontamos llama a crear una solución global basada en transformar radicalmente nuestra economía fundamentada en los hidrocarburos a otra que sea auténticamente renovable y sostenible”.

Tenemos más ejemplos, como la alerta por la desaparición de las nieves de los montes Cámbricos de Gales estimada para 2017 y ahí siguen; o el derretido mundial de los glaciares de montaña para 2020 (cuando despertamos, los glaciares todavía estaban ahí), o la desaparición profetizada para 2016 del agua del lago Mead junto a la presa Hoover (el nivel del agua ha bajado 10 metros desde entonces, pero se mantiene muy por encima de los 300 metros a pesar de la sequía del último verano).

Por supuesto, tampoco hemos tenidos noticias de las supertormentas que iban a barrer los Estados Unidos profetizadas en el documental de Al Gore «Una verdad incómoda» (del que el Gobierno de Zapatero compró 30.000 ejemplares a 19 euros cada uno con nuestro dinero). Sí que sabemos algo más sobre la fortuna personal de Al Gore, mina de oro contaminante aparte, que se ha multiplicado por 50 gracias a sus inversiones sostenibles y sus conferencias climáticas por todo el mundo para las que exige, aparte de sus honorarios, unas dietas de alrededor de 800 dólares al día y vuelos contaminantes en primera clase.

Cada día desayunamos con las noticias de un apocalipsis climático que el tiempo se encarga de anular. Pero los políticos y la prensa, inasequibles al desaliento, elevan sus soflamas medioambientalistas en cada conferencia climática y en cada titular con una perseverancia que ya nos gustaría ver para la protección efectiva del mundo rural, la autosufiiencia energética, el combate contra el invierno demográfico, el desempleo, la soberanía de las naciones, el cuidado de nuestros mayores o la lucha contra la inmigración ilegal.

En tiempos de grave crisis económica provocada por un virus exportado al mundo desde China, esta pomposa reunión a la que han dado en llamar Cumbre del Clima se ha convertido en un aquelarre de millonarios elitistas y activistas de izquierda con la connivencia de esos políticos que promulgan leyes carísimas para las personas normales. Reunión de pastores climáticos, ovejas contribuyentes a las que suben los impuestos mientras cargan sobre sus conciencias el futuro del planeta.

Occidente se ha vuelto loco. La conservación de la Tierra, que es una labor encomiable y a la que estamos llamados todos, se ha convertido en una religión laica antropocéntrica y temporalista que haría las delicias de Marx. Una religión carísima que exige una fe ciega y un sentimiento de culpa permanente que recae solo en los sufridos contribuyentes que bastante tenemos con tratar de sortear la crisis económica, pagar la factura de la luz y llenar el depósito de nuestros automóviles. Que la Cumbre del Clima haya terminado sin una sola palabra sobre el desarrollo de la energía nuclear y con la exigencia de la Unión Europea de gravar las emisiones de CO2 en determinados productos, incluida la generación de electricidad, es un dislate impositivo, un más a más en una política equivocada que acabaremos pagando todos.

Todos, menos los políticos europeos y americanos que el pasado fin de semana se rasgaron las vestiduras climáticas antes de subirse a sus coches blindados movidos por combustibles fósiles y a sus reactores contaminantes para volver a sus palacios a subirnos los impuestos por nuestro bien. Y para que no se enfade la niña Greta, claro.

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