«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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5 de diciembre de 2022

Sabemos cómo acabará esto

El presidente de la Junta de Andalucía, Juanma Moreno, ha animado a reivindicar el andalucismo (E. Briones / EP)

Convengamos, porque es cierto, que regionalismo y separatismo son fenómenos diferentes que exploran de manera distinta la autoconciencia de identidad de las personas que viven en un determinado territorio. Pero convengamos, porque también es verdad, que ningún nacionalismo secesionista surge de manera espontánea, sino que es una ampliación soberanista y antinacional —antiestatal, para mayor claridad— del regionalismo. En este sentido, ese mantra repetido de que hay un regionalismo sensato, no deja de ser una mantira.

El nacionalismo secesionista que padecen ciertas regiones de España no podría haber nacido si no fuera porque alguien, en un momento dado, por cualquier interés espurio -en el caso catalán— o una grave psicopatía —en el caso vasco— aprovechó una conciencia de etnicidad de base lingüística para inventar la idea de sometimiento y opresión y exaltar así un sentimiento creado de la nada que acaba por negar la legitimidad del Estado, además de que sirve a los intereses del líder regionalista/nacionalista que se presenta como el defensor de la nueva nación. Un líder que se sacrifica, que es lo que todos los separatistas dicen ser.

Junto a esos artificios, todos los nacionalismos separatistas inventaron símbolos —banderas, himnos, escudos y demás—, y los dotaron de significados profundos, no importó lo falsos que fueran, al tiempo que reescribieron la Historia para acomodarla al nuevo invento. Crearon fiestas, efemérides y homenajes para que sirvieran de días de afirmación de la identidad. Cambiaron nombres y fechas, derribaron estatuas que servían de recuerdo permanente de sus mentiras; imaginaron mártires donde sólo había traidores y todo lo pusieron por escrito para solaz del débil mental y beneficio del aprovechado.

El lector conoce el camino que siguieron aquellas identidades étnicas con las que unos iluminados crearon naciones culturales para luego reclamar estados plurinacionales, referendos de autodeterminación, mesas de diálogo y republiquetas. Conocemos el camino y ha sido malo para España y pésimo para la libertad de cientos de miles de españoles. Los resultados de los hiperregionalismos convertidos con el tiempo en secesionismos no sólo han traído dolor y fractura, sino una notable miseria moral a buena parte de la sociedad que habita esos territorios y que tragó invento tras invento sin oposición crítica.

Por todo lo anterior, y lo más importante, por todo lo que podríamos seguir escribiendo, no entendemos qué hace el PP de Andalucía inventando hechos diferenciales, una lengua inexistente —el andalú— y valores comunes que promocionan identidades ficticias.

Si ya sabemos a qué nos conduce todo esto. Si lo tenemos bien estudiado. Si sabemos cómo acabara dentro de un tiempo —corto o largo—, ¿para qué exaltar mentiras y etnicidades? Si esto es todo lo que tiene que ofrecer el PP para regenerar la vida pública del cortijo socialista que fue Andalucía durante casi 40 años, es que sólo le interesa el poder por el poder. Y eso, sin duda, supone una enorme decepción. En realidad, otra enorme decepción.

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