El Poder Ejecutivo, como institución del Estado, tiene el deber de velar por la seguridad de los nacionales de un país no sólo intramuros de la nación, sino también en el exterior. Velar, por supuesto, no significa salvaguardar. Velar significa observar con atención las amenazas potenciales y cuidar, en la medida de lo posible, de que los nacionales reciban la información precisa sobre los riesgos a los que se exponen para su mejor protección, así como coordinar con las autoridades de otra nación el desplazamiento de decenas de miles de personas con motivo de la celebración de, por ejemplo, un partido internacional de fútbol.
Más de tres días después de la final de la Liga de Campeones celebrada en París, en la no-go zone de Saint-Denis, constatamos que el Gobierno de Pedro Sánchez hizo dejación de sus funciones al no advertir a las decenas de miles de aficionados madridistas de los riesgos que conllevaba su presencia en las calles de Saint-Denis. También constatamos que no ha habido la menor reclamación del Gobierno por el trato que recibieron los aficionados españoles en ese paraíso inclusivo, multicultural y kumbayá que es Saint-Denis. A estas horas, ni las autoridades francesas ni la UEFA a través de la Federación Española de Fútbol —una de sus asociaciones colegiadas, y que es, parece mentira que tengamos que repetirlo, un agente gubernamental por cuanto ejerce funciones de carácter administrativo ejercidas por delegación de los poderes públicos— tienen constancia alguna de que haya un malestar en el Gobierno de España. Quizá porque no hay malestar alguno, sólo exaltación de la multiculturalidad.
El Ejecutivo de Sánchez, tan preocupado con inexistentes emergencias climáticas, transiciones digitales urgentes y políticas feministas inaplazables y carísimas, es incapaz, no ya de alertar —como sí que hace el Departamento de Estado de los EEUU— de los riesgos que corren los españoles al entrar en zonas deprimidas de las grandes ciudades europeas donde el islam ha sustituido a la ley, sino ni siquiera de pedir explicaciones a la administración francesa (las relaciones entre poderes son responsabilidad del Gobierno) o a la organización de la final en beneficio de la confianza de los españoles en las instituciones del Estado. Confianza ridícula, es verdad, después del fracaso sanitario, económico y social de la gestión de la pandemia.
Y esto es así, no porque el Gobierno de Sánchez sea una caterva de inútiles, aunque desde luego algo de eso hay, sino porque están dispuestos a obviar su obligación de velar por la seguridad para salvaguardar (ahora, sí) el discurso de que el reto demográfico se soluciona con inmigrantes —welcome, refugees y asaltavallas— y no con políticas activas de fomento de la natalidad que el socialcomunismo detesta.
También es verdad que no esperábamos menos de un mal Gobierno que frente al reto demográfico fomenta el aborto de una manera estúpida. Pero lo que esperamos de Sánchez por los pésimos antecedentes acumulados es una cosa, y otra bien distinta a lo que debemos exigir al Gobierno de la Nación. En este caso, que demande responsabilidades a los organizadores del desastre multicultural que vivieron los aficionados madridistas en París.
No olvidar esta distinción entre el ser y el deber ser es esencial. Olvidarlo y no exigir al Gobierno, al de Sánchez o al de quien sea, que cumpla con sus obligaciones —y no hablamos, que también podríamos, de otras ineptitudes como la presentación de la excepción ibérica sobre el precio del gas de la que no tenemos noticias— es aceptar que nos gobierne un dejado disfuncional.