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22 de marzo de 2021

Telebasura y basura política

E. Parra. POOL / Europa Press

Ayer, diez millones de españoles se pusieron en algún momento delante de sus televisores para seguir las declaraciones de la hija de una tonadillera y un boxeador que llevaba 20 años sin conceder declaraciones. Parafraseando a Chesterton, parece ser que ahora mismo el periodismo consiste esencialmente en contar que la hija de una folclórica y un boxeador lleva 20 años sin hacer declaraciones a gente que no sabía que la hija de una folclórica y un boxeador llevaba 20 años sin hacer declaraciones.

No censuramos en absoluto a esos millones de españoles que entre tanto rastro de muerte y desastre económico provocado por una mezcla de virus y socialismo, se acercan a ciertos espectáculos como forma de evasión de la realidad. Ni siquiera aunque esa evasión consista en contemplar espectáculos frívolos e insustanciales como algunos programas antes llamados del corazón que más bien parecen de los restos mal barridos de una casquería. Pan y circo. Grotesco, pero circo. Basura, pero mediática.

Sin embargo, ayer ocurrió un hecho de una cierta gravedad en aquel show en el que se entrevistó a la hija de la folclórica y el boxeador. Sus declaraciones consistieron en acusar a su exmarido —por lo que parece un exagente de la guardia civil devenido en celebridad de tertulias de chismorreos— de un delito de maltrato continuado del que en su tiempo ya fue exonerado por la Justicia por falta de pruebas.

Nada nuevo bajo el sol. Todos conocemos que del amor al odio, y sobre todo en los procesos traumáticos de separación, el sueño de la razón, del sentido común y de la protección de los menores produce monstruos de forma humana con los que es difícil lidiar.

La gravedad, en este caso, no recae en el despecho ni el uso de la televisión para exponer la intimidad de las personas a cambio de dinero, sino en la reacción de una ministra del Gobierno del Reino de España, en concreto de Irene Montero, pareja sentimental de un vicepresidente segundo comunista fanático de las series de televisión y que ha dimitido en diferido para poder hacer de Madrid la tumba del fascismo, o algo así, y que usó su cuenta de twitter —la ministra, no el vicepresidente sepulturero—, para asegurar, desde su atalaya perdiguera moral de ministra del Gobierno de la nación más antigua de Europa, que lo que decía la hija del púgil y la cantante era «el testimonio de una víctima de violencia de género», reduciendo al exmarido, por lo tanto, a la condición de criminal sin presunción de inocencia.

Causa un enorme sonrojo observar el temerario desprecio de la prudencia exigible a tan alta autoridad del Estado a la hora de condenar a linchamiento popular a un hombre absuelto dos veces por la Justicia. Pero el sonrojo se traduce en indignación al observar que tamaña irresponsabilidad proviene de una ministra de un Gobierno que da lecciones de «moral ciudadana» mientras mira de reojo las montañas de muertos, crisis, colas del hambre y hastío levantadas por su catastrófica gestión de la pandemia.

Que la cadena de televisión privada haya decidido cancelar todas las colaboraciones del exmarido por la palabra, sin prueba alguna —como ya determinó la Justicia—, de la exmujer, es el remate imperfecto a toda esta historia y nos coloca en el punto exacto de hasta dónde ha llegado, por desgracia, la cultura de la cancelación que hemos importado de la mentalidad progre que gobierna Estados Unidos y que tanto daño ha hecho a reputaciones, carreras y familias. Que ocurra, es malo. Pero que la ministra de un Gobierno colabore en la destrucción de un ser humano por la disposición de sus genitales, merecería una respuesta automática en forma de destitución.

El problema es que Pedro Sánchez está de acuerdo con su ministra.

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