Ahora que el lector está solo frente a este editorial, le rogamos que responda con sinceridad a la pregunta de si sabría decir quiénes fueron los autores de la matanza de la mañana del 11 de marzo de 2004, cuando la explosión de diez bombas en cuatro trenes de cercanías en diferentes estaciones de Madrid mató a 193 personas e hirió a cerca de 2.000.
Si la respuesta es sincera —un no lo sé es suficiente—, el 11M no es sólo la fecha del mayor atentado terrorista jamás habido en España, sino un escándalo de desinformación, mentiras, impericia y confusión interesada sostenido desde entonces y hasta nuestros días.
No está en nuestro ánimo convertir este editorial en un recuerdo de todo lo que se hizo y, sobre todo, lo que no se hizo a partir del segundo posterior al estallido de la última bomba. Baste decir que el escenario del crimen desapareció enseguida, los trenes fueron desguazados de inmediato; cualquier prueba, incinerada, los supuestos autores, suicidados a posteriori, y todo el proceso penal, construido en torno a una única mochila que contenía una bomba diferente a las que, según las autopsias, causaron la matanza.
Diecinueve años después, con el recuerdo imborrable de aquel día infame y de los penosos acontecimientos políticos que lo siguieron, podemos concluir que aquel atentado supuso —o fue— la mayor obra de ingeniería social jamás vista en España con unos efectos políticos extraordinarios que todavía hoy padecemos y que tienen una evidente vocación de perpetuidad.
Podemos citar alguno de esos efectos que a buen seguro están en la mente del lector. Citaremos sólo tres. El primero, la transformación de la cobardía en virtud política. La antigua y heroica nación histórica recurre desde entonces sin disimulo al recurso al miedo para justificar cualquier concesión, proceso de rendición y derrota en nombre de una paz deshonrosa. Es el elogio y hasta la exaltación de la moderación melindrosa frente a cualquier enemigo interior y exterior.
El segundo es el de la instauración de la mentira como forma permanente de gobierno. Esto conduce a la crisis profunda del concepto vital para una democracia de la representatividad. Ya no hay ni rastro de respeto por la promesa electoral y el contrato con el elector. Los partidos del sistema basan su capacidad de llegar al poder en el ejemplo de los tres días que siguieron al 11M, cuando la agitación y la propaganda demostraron ser los factores esenciales para que la izquierda ganara las elecciones en una sociedad acobardada y desinformada que todavía hoy acepta, con alguna notable y esperanzadora excepción, que su voto sea manipulado sin rubor.
El tercero, que prosigue a los dos anterior, es el proceso de demolición de la antigua derecha española. El Partido Socialista ha exprimido a conciencia el abandono de la batalla de las ideas por parte de un noqueado y hoy irreconocible Partido Popular, metamorfoseado pocos meses después de los atentados en un partido socialdemócrata más a la izquierda que el mismísimo PSOE de Felipe González a quien rinde homenaje permanente como demostró Alberto Núñez Feijoo cuando acudió al congreso del PP que lo aclamó como presidente presentándose como un ex votante felipista.
Nada de todo lo anterior hubiera sido posible sin el atentado del 11 de marzo de 2004. Tampoco nuestra irrelevancia internacional, el abandono de una beneficiosa política atlántica, la vuelta a la sumisión al eje europeo franco-alemán, la aceptación de agendas extranjeras o nuestra política suicida de fronteras desprotegidas frente a la avalancha inmigratoria islamista que llega procedente de desiertos no tan lejanos. Sin el 11M tampoco entenderíamos el declive del periodismo de los grandes medios que aceptan sin protestas, como comprobamos durante la pandemia, algo tan peregrino como la verdad oficial. Y vale ya.
Al final, aquellos atentados se resumen en que desde el 11M, todo es 11M. Aquel día infame de muerte, destrucción y mentiras que cambió España. A bombazos y para mal.