«Ser es defenderse», RAMIRO DE MAEZTU
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20 de noviembre de 2022

Un Mundial sin defensa posible

El presidente de la Fifa, el suizo Gianni Infantino (Robert Mitchell / dpa)

El fútbol es, solía ser, una pasión común compartida por un porcentaje elevado de personas que durante un buen rato —noventa minuti sonno molto longui, en definición del malogrado Juanito—, sin importar de dónde fueran, a qué partido votaran, por qué cama pasaran y a qué Dios rezaran, se adherían con entusiasmo a los colores de una camiseta y un escudo y echaban la tarde del domingo y el pospartido en las discusiones de oficina del lunes.

Esto, como es notorio, ya no es así. Los efectos perniciosos del Caso Bosman que consintió el tráfico de jugadores y los avances tecnológicos que han arruinado los domingos y otras pasiones, han convertido al fútbol profesional en un fabuloso negocio.

Desde que el negocio, que por definición es la negación del ocio, sobrepasó los límites de los palcos, el poder político ha tratado por todos los medios de usarlo para aprovechar esa pasión y convertirla en ideología con la colaboración necesaria de los dueños de los clubes —no de sus aficionados—, que aceptan la pantomima de los valores para disfrazar el negocio (y sus millonarias comisiones) y hacer pasar un partido entre soldados de fortuna —nunca mejor dicho— por algo respetable, democrático, inclusivo y sostenible.

Todo lo anterior, con un fondo de wokismo al que lo mismo le da arrodillarse ante una estafa demostrada como el movimiento Black Lives Matter, llevar brazaletes del lobby LGTB, serigrafiarse el save the children de una organización abortista en los riñones… que vender camisetas sostenibles y respetuosas con el medio ambiente made in el mayor contaminador de la Tierra, a la venta a partir de 90 euros (140 versión stadium), gastos de envío aparte.

Que todo es una embuste wokista no lo ejemplifica, como alguno pueda pensar, decir o hasta escribir, la decisión corrupta de conceder a una dictadura islamista como Qatar la organización del Mundial de selecciones que hoy comienza. No hace falta irse al desierto a finales de noviembre para saber que el mundo del fútbol jamás se ha arrodillado para detener, por ejemplo, la matanza de cristianos en Nigeria, promocionar los derechos humanos en Cuba o saltar al campo con un brazalete con el nombre de Masha Amini, la joven que fue asesinada por la Policía Moral iraní por no llevar bien puesto el velo.

Esto, y no Qatar, es la evidencia de que los valores que dice defender ahora el negocio del fútbol son una farsa. Lo que comienza hoy en Qatar, esa satrapía artificial, esclavista, donde rige la ley islámica, banco de crédito del desastre de las primaveras árabes y que consiguió la organización de este mundial sobornando a los delegados de la Fifa, sólo es un abundamiento.

Que el jefe de la FIFA, el suizo Gianni Infantino, decidiera ayer que la mejor defensa contra las críticas de la mayoría de los medios wokistas (eso sí que es hipocresía, colegas) es un ataque a Occidente «que debería pedir perdón durante los próximos 3.000 años», sólo revela la inconsistencia moral de los dueños del negocio del fútbol que por dinero dicen y hacen lo que sea. Incluso el ridículo más espantoso.

El Mundial en Qatar no tiene defensa posible. Es una vergüenza. Pero sólo es la enésima vergüenza de unos desvergonzados. Recordémoslo la próxima vez que se arrodillen por la justicia racial, se pongan un brazalete con la bandera arcoiris o tengan la desfachatez de hablarnos de valores (valors, en catalán) y sigamos cantando en los estadios el «diles que se vayan». Ahora, también, dirigido a Infantino.

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