Poner una pica en Flandes es una locución verbal que va mucho más allá de lo que el diccionario de la Real Academia Española define como «conseguir algo de especial dificultad».
Su origen viene del reto de constancia y tenacidad que para los mandos de los Tercios suponía llevar un soldado español a combatir a los Países Bajos. Había que alistarlo, entrenarlo, equiparlo, conducirlo a lo largo de aquella magna obra de intendencia que fue el camino español y darle órdenes de combate. Sólo alistarlo ya era una hazaña. El resto era un derroche de carísimos esfuerzos hasta poner al piquero en los sitios de Flandes a vencer o a morir por la gloria de España. De esa descomunal perseverancia de unos mandos obligados a hacer malabares con un exiguo presupuesto, nació hace siglos una expresión en español que hoy, en este editorial, necesitamos para poder escribir que el Grupo Parlamentario VOX en la Asamblea de Madrid puso ayer una pica en Flandes.
Siete años después de que el Partido Popular estimulara y después consintiera con una abstención claudicante la aprobación de una aberrada Ley Trans autonómica, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, anunció ayer el apoyo del Grupo Popular a la propuesta de Vox de derogar esa ley ideológica.
Es cierto que Flandes, perdón, Ayuso, ha retrasado la derogación hasta la próxima legislatura alegando falsas razones de tiempo ante la inminencia de las elecciones autonómicas. Pero Flandes quedó ayer sitiado por los trece piqueros de Vox en la Asamblea madrileña en demostración de que una fuerza pequeña pero de moral gigante e irreductible es útil para la defensa del Derecho, del imperio de la ley justa frente a la tiranía de la ley injusta y para la protección esencial de los menores arrebatada por una ley ideológica nacida de la tiranía del consenso que tanto le gusta al PP. Ley que Ayuso, si hubiera querido, habría podido derogar hace tiempo con el aplauso de Vox, del feminismo clásico y de la inmensa mayoría sensata de los madrileños, incluidos sus propios votantes.
Este es el punto central del éxito que obtuvo ayer el partido que preside en Madrid Rocío Monasterio. Vox consiguió lo que Ayuso no quería conceder, como queda reflejado en esa chiquillada impropia de la presidenta de no votar lo que ella misma acababa de ordenar a su grupo que aprobara.
La verdad está en los diarios de sesión de cada pleno de la Asamblea de Madrid. Ayuso, la campeona de un raro anticomunismo, no ha hecho nada en toda su legislatura triunfal para derogar una ley neomarxista. Y no sólo no ha hecho lo necesario, sino que en diciembre de 2021, mientras despreciaba el más que notable proyecto de Ley de Igualdad propuesto por Vox que incorporaba una disposición derogatoria de las leyes ideológicas de género, Ayuso expresó su voluntad en voz alta: «No vamos a derogar ninguna de estas leyes». Punto pelota.
Hoy, gracias a Vox, no será así. Entre la alegría, nos queda el lamento del tiempo perdido y el que todavía perderemos por la inacción interesada de la presidenta Ayuso que, sin duda, debería disculparse. No ante Vox (aunque no estaría de más que Ayuso pidiera perdón por tanto insulto y tanto ninguneo a los votantes de Monasterio), sino ante sus propios votantes a los que convenció de que «libertad» como antónimo de «comunismo» significaba no hacer nada para derogar una ley que cede a la presión del lobby LGTBI para aceptar de manera incondicional y acrítica que un menor confuso pueda llegar a dañar, con el concurso de la Administración, su salud física y mental de manera irreparable.
Ayer, con excusas de mal perdedor, el Partido Popular, a través de una joven diputada de Nuevas Generaciones que se ha ganado repetir en listas por el papelón que le obligaron a hacer, justificó la legislatura perdida de Ayuso en que había que esperar a conocer la Ley Trans del Gobierno de Sánchez. Como si le hubiera costara mucho a esa joven diputada encontrar y leer el anteproyecto que, con minúsculas modificaciones, ha acabado aprobado por la mayoría frankenstein en el Congreso del Tito Berni. Si lo hubiera estudiado, quizá habría observado que la ley nacional sólo perfecciona el horror aprobado en 2016 en la Asamblea de Madrid y ante el que se abstuvo, claudicante, el PP. Aquel Partido Popular de la cancelada Cifuentes del que ya formaba parte la diputada Ayuso.
Ahora, a Isabel Díaz Ayuso sólo (gracias, Real Academia Española, por demostrar que las malas normas, incluso las ortográficas, también pueden ser derogadas) le queda cumplir con la palabra dada gracias a la perseverancia de los diputados de Vox y desactivar esa peligrosa ley que ella misma ha mantenido contra todo sentido común. Hay tiempo antes de que acabe la legislatura. Claro que lo hay. Sólo es cuestión de trabajar duro para bien de los madrileños. Porque de eso se trata. Del bien.