El wokismo —este carnaval de absurdas pasiones identitarias en contra de la razón— ha recalado en los países anglosajones norteamericanos con una intensidad cuanto menos anormal. De todas las naciones de Occidente, y aunque es verdad que hay una competición feroz por ver quién incorpora antes la mayor memez woke, los Estados Unidos y Canadá llevan ventaja. No hay más que darse un paseo por cualquiera de sus campus universitarios para darse cuenta de que la generación que hoy estudia —más o menos— y que a medio plazo está llamada a mandar vive en un mundo irreal de ofensas y sentimientos inventados que nada tiene que ver con el mundo real y con el que chocará de una manera frustrante y es posible que catastrófica.
Estados Unidos y Canadá, insistimos, llevan ventaja. O mejor dicho, llevaban. Un nuevo competidor, Gran Bretaña, ha entrado en el juego woke de la diversidad y la justicia racial con una fuerza desatada.
No nos referimos, aunque también, a la profusión de productos audiovisuales en los que determinadas minorías, muy en especial la minoría negra y LGTBI están siendo exaltadas hasta el ridículo de la tergiversación histórica o literaria. Por fortuna, estas modas raciales o sexuales de alteración absurda del rigor histórico necesitan tanto el favor del público como financiación privada que busca el beneficio económico. Sin lo primero, no hay lo segundo. No hay que ser el Oráculo de Delfos para predecir que los tiempos de una Ana Bolena de tez oscura serán efímeros y el wokismo cinematográfico y televisivo sólo sobrevivirá, si es que lo consigue, en el mundo de los guiones de fantasía. Aquí, en España, ya se ha visto el ridículo que se consigue cuando alguien toma a una figura histórica ajena por completo a la contienda política como un marino castellano de Guetaria de principios del siglo XVI como Juan Sebastián Elcano, y lo convierte en un izquierdista… doscientos años antes de que naciera el concepto de derecha e izquierda Juramento del Juego de Pelota de por medio.
El temor de todos los que nos oponemos al wokismo es que los poderes públicos y los partidos políticos del consenso, por lo general débiles, pusilánimes y aterrados ante la idea de ser señalados como enemigos de la corrección política, acepten convertir la sinrazón y la mentira en ley, como sucede al decretar la fluidez del sexo —género, lo llaman ellos— y la inhumación de la Biología, es decir, de la Ciencia, a la misma profundidad que el cadáver de Montesquieu.
Esa sublimación de la mentira tiene, por ahora y por fortuna, unos efectos dañinos limitados en el mundo real y apenas rozan las instituciones esenciales de las naciones. O apenas rozaban.
Ayer, varios medios ingleses informaron de que la RAF, la Fuerza Aérea británica, había paralizado el reclutamiento de varones de raza blanca ante la imposibilidad de cumplir con los objetivos marcados de diversidad e inclusividad que exigen una determinada proporción de mujeres (el 40 por ciento) y de personas de minorías étnicas (20 por ciento) entre los nuevos reclutas y cadetes de aquí a 2040. Así como suena.
Repetimos: como por diferentes motivos no especificados, pero que también tienen que ver con la libertad de cada persona a elegir su futuro según sus apetencias, no hay suficientes mujeres y personas de otras razas que quieran unirse a la RAF para que pueda cumplir con su compromiso con la diversidad, sus mandos detienen los llamamientos y bloquean la entrada en la Fuerza Aérea a varones blancos.
Aparte del espanto moral, a la altura de las leyes canadienses que exigen —bajo amenaza de despido— que los profesores universitarios usen los pronombres que elijan los alumnos, el wokismo ha conseguido que una nación orgullosa como pocas de su tradición militar como Gran Bretaña ponga la diversidad y la inclusividad por encima de la Defensa y la seguridad. Máxime, si es que hay un máxime, en estos tiempos convulsos e inseguros en los que la operatividad de las Fuerzas Armadas es un valor fundamental.
Esto es, como ejemplo perfecto, lo que temíamos que pudiera llegar a pasar. De la sublimación de la mentira que cada día observamos en los parlamentos occidentales, hemos pasado a la exaltación de la estupidez en una institución esencial del Estado como es su milicia. Parece todo un desternillante sketch de Monty Python de los años 70, salvo por el hecho de que no lo es y tampoco tiene gracia.