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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

La agenda de Sánchez: ideología de género, eutanasia y memoria histórica

Pedro Sánchez

¿Cómo es posible que un partido que posee el Guinness europeo de golpes de Estado se permita actuar de fiscal de aquellos cuya culpa no radica sino en haber triunfado allá donde él fracasó?


Desde el principio del gobierno de Sánchez había dos cosas claras: una, que la convocatoria de elecciones no era más que una coartada argumental para justificar la trapacería parlamentaria cometida; y otra, que a falta de verdaderas posibilidades políticas de gobierno, los temas ideológicos iban a presidir el tránsito gubernamental socialista.

Leyes ideológicas

Entre esos temas – particularmente dañinos – están la ideología de género, la eutanasia y la memoria histórica. De este último ha venido haciendo bandera el PSOE desde hace largos años, y no está dispuesto a compartirlo ahora con Podemos.
Esa es quizá la razón clave por la que había presentado un proyecto sobre la memoria histórica aún en la oposición. A su vez, esa necesidad impulsaba la radicalización de dicho proyecto; tanto, que hubo quien supuso que los socialistas aspiraban a no dejarse arrebatar por su izquierda el discurso de la memoria histórica al tiempo que hacían inviable en la práctica la aprobación de un texto tan flagrantemente inconstitucional.
El propio PSOE, una vez en el gobierno, ha debido refrenar los ímpetus iniciales y, en algunas cuestiones, revisar el tono del mensaje. Esta pasada semana ya anunciaba que la cuestión del traslado de los restos de Franco no era asunto sencillo y que llevaría su tiempo.
La postura de la Iglesia al respecto – que es obviamente importante en este asunto – ha sido tibia, aunque no exenta de concreción: no se opone a la operación, si bien contando siempre con el visto bueno de la familia. Condición que no se cumple ahora ni tiene visos de cumplirse en un futuro cercano.

Una incontestable hegemonía cultural

Nada ilustra mejor el absoluto dominio cultural de la izquierda española a través del control de la educación y los medios de comunicación, que su insistencia en la memoria histórica. Sobre todo dado el pasado del propio PSOE, que le debería impedir erigirse en maestro de ninguna higiene moral.
¿Cómo es posible que un partido que posee el Guinness europeo de golpes de Estado se permita actuar de fiscal de aquellos cuya culpa no radica sino en haber triunfado allá donde él fracasó?
Porque el PSOE se sublevó contra la legalidad en 1917, a partir de una huelga de ferroviarios en Valencia que desembocó en una huelga general de abierto carácter revolucionario, en la que se reivindicaba la república y el socialismo (con el balance de 71 muertos y 200 heridos). De nuevo conspiró contra la legalidad en 1930, cuando alentó el golpe militar de diciembre en Jaca, tras haber organizado el Pacto de San Sebastián para derrocar la monarquía el anterior mes de agosto. El argumento de que la monarquía de Alfonso XIII había caído en la ilegitimidad al sancionar la dictadura de Primo de Rivera difícilmente puede ser esgrimido por un PSOE que colaboró abiertamente con el general.
En cuanto a la izquierda anarquista o comunista, no creo necesario hacer un repaso siquiera somero de sus fechorías en contra de toda legalidad, de su absoluto desapego a toda consideración de legitimidad o ilegitimidad, como corresponde a su declarado carácter revolucionario.
La coyunda a cuatro bandas – marxistas, anarquistas, republicanos y nacionalistas – cristalizó en la revolución de 1934 y en los crímenes de 1936, episodios ambos que invalidan cualquier pretensión de superioridad moral por parte de la izquierda española. Y, sin embargo, esa izquierda ha sido bien capaz de desarrollar una gigantesca trama de hiperlegitimización; y lo ha sido a través de esa hegemonía cultural que le asegura la impunidad frente al acomplejamiento – devenido en complicidad – de la parte contraria.

Haciendo trampas

La transición significó dos cosas: una, que el régimen naciente no se identificaba con ninguno de los bandos de la guerra civil, porque el vencedor había tenido la generosidad de renunciar a ese triunfo; dos, que la guerra no sería utilizada políticamente por nadie, de modo que la historia no formase parte del debate público. Y así fue hasta Zapatero.
Porque cuando, en 2004 José Luis Rodríguez Zapatero accedió a la Moncloa, todo su empeño fue el de desenterrar una guerra civil que hacía décadas había quedado para la historia, y que no jugaba papel alguno en la política nacional. Zapatero recogió las más extremas tesis izquierdistas que hasta entonces limitaban su influencia a ámbitos universitarios muy caracterizados, y alentó una reinterpretación de la historia de España que rompía el pacto de la Transición, al identificar falazmente el régimen democrático de 1978 con la II República. La consecuencia fue una grosera manipulación histórica en beneficio político de la izquierda, claro.
Impuso una ley de memoria histórica que consagraba una visión puramente maniquea de la historia; y lo peor es que esto fue aceptado por todas las fuerzas parlamentarias, que asumieron – a falta de ideas propias – la versión que de nuestro pasado español proyectaba la extrema izquierda desde hacía décadas.
El presidente socialista incumplía, de este modo, un compromiso adquirido en 2002 con el PP por el que se acordaba dejar fuera del juego político la cuestión de las dos Españas.

¿Y el PP?

Los gobiernos del Partido Popular han sostenido una política oscilante entre la cobardía y la complicidad. Característicamente, en un principio se opusieron alegando razones de practicidad e inconveniencia; la verdad es que, empeñados en remozar su imagen como una derecha “moderna”, le tenían miedo al debate y les horrorizaba ser acusados de connivencia alguna con el franquismo.
Pero ya antes de Zapatero, el gobierno de Aznar había condenado el franquismo, entrando en el juego de las condenas y de legislar sobre cuestiones históricas o ideológicas. Era noviembre de 2002 cuando Aznar prometió una “rehabilitación moral a todas las víctimas de la dictadura franquista” así como condenó la rebelión de 1936.
Y fue, exactamente en ese momento y con esa causa, cuando Aznar pactó con el PSOE dejar fuera del juego político la guerra civil y el franquismo. Con los resultados conocidos.
Naturalmente, una década más tarde, el Partido Popular hacía suya la memoria histórica y no solo no derogaba dicha ley, sino que su ministro de Justicia, Rafael Catalá se mostraba “muy orgulloso” de ella. Huelga recordar que Mariano Rajoy había prometido, en 2011 abrogarla una vez que llegase al gobierno.

Contra la libertad y la verdad

De modo que, como en tantos otros temas, el nuevo gobierno socialista se encuentra hoy con la situación en el punto en que la dejó, presto a un nuevo giro de tuerca. Giro de tuerca que anuncia la ley que elaboró hace unos meses.
Se trata de una ley que requiere de una notable capacidad de perversión moral e intelectual, en la que en el nombre del pluralismo se pretende imponer una versión unilateral de la historia, y en el de la reconciliación persigue implacablemente a unos mientras colma de honores a los otros.
La ley del PSOE es radicalmente contraria a la libertad y muestra palmariamente que, para quienes la redactan, esta no es más que una coartada para conseguir sus objetivos ideológicos. En ella se prevé la quema de libros y cualesquiera materiales que contradigan sus falaces supuestos. Para los que crean esto una exageración: “El juez o tribunal acordará la destrucción, borrado o inutilización de los libros, archivos, documentos, artículos y cualquier clase de soporte.”
Igualmente, prevé el encarcelamiento y multa de todo aquel que se oponga a la doctrina oficial, e incluso priva de su condición docente a los profesores que no acaten el último de sus extremos, no recatándose siquiera en hablar de “proporcionarles las herramientas conceptuales adecuadas”, es decir, el adoctrinamiento al que deben someterse.
Al tiempo que “serán ilegales las asociaciones que hagan apología del franquismo”, todo un canto a la libertad de expresión, en obvia referencia a la Fundación Nacional Francisco Franco, uno de sus objetivos básicos. Algo semejante acaece al respecto del Valle de los Caídos: la ley toma una determinación radical, aunque dudosa, al ordenar la exhumación forzosa de todas las víctimas con independencia del suelo en el que se encuentren, y cita a tal efecto el suelo religioso.
En una escalada represiva sin precedentes, la ley establece que el funcionario que vote contra la aplicación de un supuesto de la ley y por ello resulte en su bloqueo, tendrá pena de prisión de un año y seis meses a cuatro años, y una inhabilitación especial para empleo o cargo público de doce a veinticuatro meses y para el ejercicio del derecho de sufragio pasivo por tiempo de nueve a quince años.
Una ley, en definitiva, que establece hasta extremos inconcebibles los límites de las creencias, que impide la investigación, que rehúye la búsqueda de la verdad y que se empecina en dividir a los españoles en medio de hipócritas proclamas lacrimógenas acerca de la restitución del mal causado.
Es verdaderamente increíble que quienes aprueban la ley se deshagan en efusiones sentimentales acerca de la existencia de penas impuestas durante el franquismo por motivos ideológicos…cuando esto es exactamente lo mismo que ellos pretenden imponer.

Un corolario inmoral

La ley elaborada en su día por el PSOE exige la absoluta supresión de la menor referencia al bando nacional durante la guerra, individual o colectivamente, no importa la dificultad que ello suponga. Habrá de retirarse toda simbología incluso en cementerios e iglesias, sin excepciones.
Al mismo tiempo, se destinarán espacios para los “lugares de memoria”. Traducción: todo vestigio de los unos (nacionales) desaparecerá al tiempo que se realizarán homenajes a los del otro bando (frentepopulistas). El objetivo es el de terminar con el “silenciamiento de los vencidos” (sic). Todo ello en el nombre de la “protección de las víctimas” que son, por supuesto, solo las de un lado.
Las víctimas son un recurso clásico para emprender los mayores ataques a la convivencia y a la verdad histórica; así con la excusa de su reparación, el proyecto socialista muestra su disposición a hacer caso omiso de la ley de amnistía de 1977.
El remate de todo este vengativo desatino es el establecimiento de una orwelliana Comisión de la Verdad, conformada por profesionales de distintas disciplinas, como juristas, historiadores, psicólogos, investigadores universitarios, expertos en violencia de género, defensores de derechos humanos y miembros de grupos memorialistas, entre otros, que “cuenten con una amplia trayectoria personal y reconocido prestigio”. Esta comisión habrá de cumplir con la cuota paritaria, no faltaba más.
A los efectos de que se cumplan todas sus resoluciones, se creará un sinfín de organismos que vigilen, como ahora lo hacen el Consejo de la Memoria en algunas autonomías y el Centro Documental de Memoria Histórica.
Esto es lo que nos ofrece el nuevo gobierno socialista: leyes ideológicas que nos digan cómo tenemos que pensar, que obrar, que expresarnos. Su incumplimiento conllevará durísimas multas, penas de cárcel e inhabilitaciones.
En el nombre de las víctimas, eso sí. Ah, y en el de la libertad…

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