«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

'Apología del fascismo', por Carlos Esteban

Nunca oiremos calificar de «comunista» un desmán perpetrado por la extrema derecha… De pequeño me enseñaron que si A = B, entonces B = A.

Quien tenga curiosidad por seguir a esta nueva hornada de políticos surgidos de las cloacas, que sólo se distinguen de los de siempre en optar invariablemente por todo lo malo, lo feo y lo falso, de Podemos a las CUP pasando por cuantas formaciones usan un verbo en primera persona del plural como nombre, habrá observado dos curiosos fenómenos.
El primero es que, en su atorrante abuso de la palabra ‘fascista’, los esperpénticos revolucionarios de facultad olvidan por completo las bases ideológicas de ese fugaz movimiento político de entreguerras para atizar con el término a cualquiera que esté a la derecha de Lenin.
Y, el segundo, más peligroso, es la idea de que ser fascista es delito, y no un delito cualquiera, sino uno de tal gravedad que justifica cualquier castigo aplicado por cualquiera al margen del proceso jurídico habitual, incluyendo la muerte.
No me crean: léanlo. Igual que ser rojo es, cuando no un eximente, sí un atenuante en caso de delitos graves, ser facha es, en sí mismo y sin que tenga que hacerse nada más, un crimen que justifica cualquier respuesta justiciera.
Las ideas dominantes de cada época, las verdaderamente clave, no son las que se debaten, ni siquiera las que se imponen explícitamente, sino las que se dan por supuestas, las que no hay que mencionar porque forman parte del aire ideológico que respiramos, el marco en el que nos movemos.
Están fuera del debate, del discurso, porque no han entrado en él por razonamientos, sino por un condicionamiento remachado sin cesar desde todas las instituciones relevantes: enseñanza, medios, cine, canciones, novelas… Por las emociones y la narración más que por el argumento racional.
La prueba de lo que digo está en que incluso los más acérrimos enemigos ideológicos de la izquierda aceptan implícitamente este marco. Por ejemplo, calificando invariablemente de «fascista» a los rojos (o, últimamente, a los nacionalistas periféricos) para dar mayor contundencia a sus reproches.
Ahora, fascismo no es comunismo. Parece tonto incluso plantearlo, pero es necesario porque se incurre continuamente en esta estúpida confusión, además como si se estuviera diciendo algo muy ingenioso.
Que el fascismo y el comunismo se opongan a la sociedad abierta no les hace la misma cosa, igual que un lobo no es lo mismo que un león por el hecho de que ambos son depredadores de la gacela.
El fascismo es, para empezar, nacional -frente al internacionalismo comunista-, abomina de la lucha de clases y del marxismo en general, y ni siquiera aboga por la nacionalización de toda la industria, como saben bien las familias Agnelli o Thyssen-Bornemisza. La propiedad privada, es cierto, se supeditaba al interés nacional, algo que está consagrado, por cierto, en nuestra propia Constitución.
Pero incluso si, como repiten para justificar su uso hasta la saciedad, fueran «lo mismo», ¿por qué jamás hemos oído calificar de «comunista» un desmán perpetrado por la extrema derecha? ¿Por qué nadie llamó «rojos» a los falangistas que asaltaron Blanquerna?
De pequeño me enseñaron que si A = B, entonces B = A. En tal caso, ¿por qué recurrir siempre a la versión que menos tiempo duró y a menos gente afectó y de la que no quedan más que restos despreciables, en preferencia a la que se ha prolongado durante un siglo, trayendo invariablemente miseria, opresión, represión y mentiras a cientos de millones, la que todavía tiene representantes ‘respetables’ e influyentes en los parlamentos democráticos, las universidades y la cultura?
Porque el fascismo, a todos los efectos relevantes, no existe, mientras que el comunismo goza de excelente salud. No hay nada como perder una guerra mundial para quedar sepultado bajo una montaña de cadáveres y ruinas humeantes. ¿Pueden citarme un solo político que se defina fascista? ¿Un empresario, un novelista o cineasta de éxito? En cambio, no creo que sea difícil eso mismo con comunistas.
Pablo Iglesias hablaba tranquilamente de «salir a cazar fachas», pedía disculpas a sus ‘gruppies’ por no haber partido la cara a los ‘fachas’ con los que ha debatido en tertulias y más de una vez se ha quejado en las redes de que a tal o cuál vándalo o facineroso de izquierdas se le detenga mientras «tantos fascistas pasean impunes».
En el caso de la muerte brutal de Víctor Laínez a manos de un tipejo condenado previamente por dejar parapléjico a un guardia con cuatro hijos lo hemos podido comprobar.
Pues tengo noticias para don Pablo: no sólo se puede ser liberal, de derechas, conservador o democristiano (es decir, ‘fascista’ en el lenguaje de esta gente) «impunemente» en una sociedad abierta; también se puede ser realmente fascista, partidario del corporativismo de Benito Mussolini.
Porque, señor Iglesias, quizá lo haya oído antes, el pensamiento no delinque ni está prohibido expresarlo. Puede no gustarle; sé, de hecho, que no le gusta, pero de acuerdo con el ordenamiento jurídico en vigor, es así.
El problema es que lo que es cierto en teoría cada vez lo es menos en la práctica. Es difícil luchar contra esa atmósfera inasible lograda a partir de una repetición machacona durante décadas, con esta derechita que ni siquiera sueña con condenar con la misma amplitud, celeridad y contundencia los males de unos y los de los otros.
Lo resumía así Antxón Sarasqueta en ‘El proyecto de la Izquierda para España’, citado por Javier Barraycoa en un reciente artículo: “Desde hace más de 25 años la política española está dominada por una hegemonía de izquierdas. Intelectual y política. Esa hegemonía se concreta en un privilegio: el país en su conjunto asume que la izquierda puede hacer cosas que al centro-derecha no le están permitidas”.
Mientras no acabemos con ese privilegio tácito, mientras la derecha siga tácitamente reconociendo la supremacía moral de la izquierda, siquiera teniendo que recurrir a lo que sabe que no es para calificarla, el caldo de cultivo para un aumento de la violencia ‘antisistema’ seguirá en su punto.
 
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