En el mismo mes de mayo de 1931 comenzó la quema de conventos. Prevaleció el ala más radical y jacobina del movimiento republicano.
El 14 de abril de 1931 se proclamó la II República española. Un par de meses antes, el 10 de febrero, se había publicado en el diario “El Sol” el manifiesto de la Agrupación al Servicio de la República. El régimen de la monarquía de Alfonso XIII había naufragado. ¿Qué pasó?
Retrocedamos un poco. En 1930, y a pesar de que España conoce ese año el mejor momento económico de su Historia, el Rey decide prescindir del general Primo de Rivera, que gobernaba el país en régimen dictatorial desde 1923: la “dictablanda”, como se llamaba. ¿Por qué? Porque, al margen de los buenos datos económicos, en las elites del país había un intenso clima de inquietud, de desazón.
La crisis de la dictadura
¿Por qué se desmoronó el régimen de Primo de Rivera? Más por razones internas que por razones externas. Desde su proclamación en 1923, la dictadura había tenido que hacer frente a demasiadas asechanzas. Y las más peligrosas para el general no eran las de la izquierda, pues ésas había sabido combatirlas, sino las que venían del propio ámbito castrense. El éxito militar del desembarco de Alhucemas, que puso fin a la guerra de Marruecos, calmó las cosas, pero sólo aparentemente: un año después de Alhucemas, los militares volvían a conspirar y esta vez nada menos que con el vetusto general Weyler, el de la guerra de Cuba. ¿Y por qué conspiraban los militares contra Primo de Rivera? Porque éste se había propuesto institucionalizar el régimen: creación de la Unión Patriótica en 1924 como partido del sistema, nombramiento de una asamblea nacional en 1927, redacción de una constitución de corte corporativista y neo-tradicional en 1929… Y todo eso, que molestaba sobremanera a las izquierdas, no molestaba menos a los sectores privilegiados del sistema de la Restauración, que de ningún modo querían cambios en su status. La crisis mundial de 1929, que triplicó el valor de la peseta respecto a la libra esterlina, focalizó el malestar.
El propio rey Alfonso XIII manifestó a Primo de Rivera la conveniencia de que se marchara. El dictador presentó su dimisión al rey en enero de 1930. Alfonso XIII le dejó caer. Pero casi al mismo tiempo, comienzan las agitaciones. Los socialistas, que habían colaborado con el dictador, conspiran junto a los republicanos para cambiar el régimen. En agosto de 1930 se forma un comité en San Sebastián donde están los pesos pesados del republicanismo: Miguel Maura, Alcalá Zamora, Azaña, Lerroux… Entre otras cosas, traman un golpe de Estado que termina quedándose en una sublevación militar en Jaca.
El rey Alfonso XIII, por su parte, encomienda el Gobierno al general Berenguer, primero, y al almirante Aznar, después. El filósofo Ortega y Gasset escribe entonces un sonado artículo titulado: “El error Berenguer”. Lo que España necesita –sostiene el filósofo- no es un mero cambio de gobierno, sino un cambio de espíritu: víscera cordial, energía nacional, altura histórica. Ortega funda con Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala la Agrupación al Servicio de la República. Será la cobertura intelectual del comité que, en el plano de la maniobra política, ya está trabajando para derribar a la monarquía: Miguel Maura, Manuel Azaña, Niceto Alcalá-Zamora… El comité termina dando con sus huesos en la cárcel después de la intentona golpista de Jaca, pero sólo recibirá penas muy suaves.
Alfonso XIII, a la desesperada, intentó volver a la monarquía parlamentaria. El rey creía que para eso necesitaba a la izquierda y a los republicanos, así que intentó por todos los medios congraciarse con ellos. Decidió sustituir a Berenguer y buscó entre sus amigos, los políticos de la vieja situación, a alguien que pudiera presidir el Gobierno. Todos le dijeron que no: ni Romanones, ni García Prieto ni ninguno de los viejos cacicones de la Restauración. Hasta ese punto la monarquía había perdido pie. Sólo un hombre aceptó el encargo del Rey: el periodista y político Sánchez Guerra. Y lo primero que hizo fue acudir a la cárcel donde estaban Maura y Alcalá Zamora, los líderes republicanos, y ofrecerles entrar en el Gobierno. Éstos no aceptaron. Finalmente se constituyó un nuevo Gobierno encabezado por un almirante, Juan Bautista Aznar. Era el 18 de febrero de 1931. Una semana antes se había publicado el manifiesto de la Agrupación al Servicio de la República. La situación ya era irreversible.
Elecciones al revés
El 12 de abril de 1931 se celebran elecciones municipales. Ganan claramente las candidaturas monárquicas. Los monárquicos vencen en 42 provincias con 22.150 puestos de concejal. Los republicanos y socialistas ganan en ocho provincias con 5.875 concejalías. Los republicanos han perdido y lo saben. Pero han ganado en las capitales de provincia y eso les da esperanzas para las próximas elecciones generales. Ninguno de ellos piensa que pueda hacerse con el poder al día siguiente. Los monárquicos, por su parte, han ganado, pero están aterrados al ver que las capitales de provincias están en manos republicanas.
A partir de aquí se desata una febril actividad entre bastidores, detrás de las cortinas. Hay tres fuerzas que empiezan a actuar a la vez. Por un lado, una parte de los republicanos decide agitar la calle: en el Ateneo de Madrid –centro de operaciones de la masonería- y en la Casa del Pueblo socialista en la capital se forman “espontáneas” manifestaciones que se dirigen hacia el Palacio de Oriente, residencia del rey, y la Puerta del Sol, portando pancartas y aireando un supuesto telegrama –en realidad, una intoxicación- en el que el Rey renuncia a la corona. La segunda fuerza que empieza a actuar es la de los propios monárquicos en rendición: el conde de Romanones, ministro de Estado, y el general Sanjurjo, director de la Guardia Civil, se acercan a los republicanos y presionan para que el rey abandone. Y la tercera fuerza es la decisiva: Miguel Maura, una de las cabezas del movimiento republicano, que empieza a maniobrar a toda velocidad.
En la casa del doctor Marañón, Maura y Alcalá Zamora se entrevistan con el Conde de Romanones. Éste les dice que el rey está convencido de que el país va a una guerra civil y que sopesa dejar el poder. La Corona está dispuesta a que haya cuanto antes elecciones constituyentes. Maura corre a ver a sus compañeros del comité revolucionario. Sin perder un minuto, se dirige al Ministerio de la Gobernación, en la Puerta del Sol, donde ya está la muchedumbre movilizada por el Ateneo y el PSOE. La mayoría de los líderes republicanos no se creen lo que están viendo. Azaña teme que en cualquier momento llegue la guardia civil y los meta a todos en la cárcel. Y la guardia civil llega, sí, en la persona de su jefe, el general Sanjurjo, pero no para detener al comité revolucionario, sino para ponerse a las órdenes del nuevo Gobierno. Los republicanos han ganado. Ese mismo día, Alfonso XIII se marcha. El 14 de abril, los socialistas Besteiro y Saborit proclaman por su cuenta la República desde los balcones del Ayuntamiento de Madrid. ¿Quién lleva a Besteiro al Ayuntamiento? Un jovencito llamado Santiago Carrillo, en el coche oficial de Saborit.
No era esto, no era esto
El discurso republicano, en boca de gentes como Ortega, se vestía con ropajes regeneradores: se proclamaba la República para salvar a la nación, remozar el país, resucitar la Historia de España. La monarquía había demostrado que ya no vale: es un régimen parcial, de facción, que no atiende a los intereses nacionales. Por eso hacía falta una República concebida como una gigantesca empresa histórica. El proyecto orteguiano era típicamente liberal. Había que establecer una separación clara de los poderes ejecutivo y legislativo. Quería implantar un Parlamento de una sola cámara, elegido por las regiones y asistido por comisiones técnicas. Aspiraba a construir una estructura regional (pero no federal) del Estado, en grandes provincias gobernadas por asambleas y gobiernos locales. Se proponía proclamar un estatuto general del trabajo, con sindicación obligatoria de los trabajadores. Apuntaba a adoptar una economía organizada, con cierto grado de planificación económica por parte del Estado, para construir un Estado social. Por supuesto, predicaba la separación de Iglesia y Estado.
Pero la “línea Ortega” no era la única en liza, e incluso puede decirse que era minoritaria. Al lado, y por encima de ella, estaba la posición mucho más radical que venía marcando Manuel Azaña, que hasta ese momento no había pintado gran cosa en la vida pública española, pero que desde la descomposición de la dictadura había empezado a cobrar enorme peso desde su tribuna en el Ateneo. Para Azaña, los cambios que España necesitaba tenían que afectar a la médula misma de la nación; se trataba de amparar una revolución “burguesa” como la que hizo Francia en 1789. Azaña no ahorraba vocabulario: “Demolición”, “Destrucción creadora”, etc. “Concibo la función de la inteligencia en el orden político –decía- como empresa demoledora. En el estado presente de la sociedad española, nada puede hacerse de útil y valedero sin emanciparnos de la historia. Igual que hay gente que hereda la sífilis, así España ha heredado su Historia”. España estaba enferma de su historia y Azaña se proponía acabar con ella, “extirparla como un tumor”. El programa radical de Azaña tenía desde el principio tres objetivos muy claros: acabar con la Corona, extirpar la religión y aniquilar al ejército.
No todo el ámbito republicano estaba en las posiciones de Azaña. Niceto Alcalá Zamora, por ejemplo, anunció solemnemente en la Plaza de Toros de Valencia el advenimiento de una República de derechas “bajo la advocación de la Virgen de los Desamparados y con la bendición apostólica del cardenal arzobispo de Toledo”, nada menos. De hecho, la Iglesia se mostró conciliadora desde el primer momento e incluso castigó a los prelados que se habían manifestado hostiles al nuevo régimen. Sin embargo, prevaleció el ala más radical y jacobina del movimiento republicano. En el mismo mes de mayo de 1931 comienza la quema de conventos. La II República distará de ser un régimen ejemplar.
¿Y qué fue de la Agrupación al Servicio de la República? Se disolvió entre manifestaciones de desencanto. Ortega y Gasset, publicó muy pronto, el 9 de septiembre de 1931, un artículo muy crítico titulado “Un aldabonazo” donde decía:
“Una cantidad inmensa de españoles que colaboraron con el advenimiento de la República con su acción, con su voto o con lo que es más eficaz que todo esto, con su esperanza, se dicen ahora entre desasosegados y descontentos: «¡No es esto, no es esto!» La República es una cosa. El «radicalismo» es otra. Si no, al tiempo”.
El tiempo le iba a dar enseguida la razón. El mejor balance de la amarga experiencia de la II República fue el que hizo un ilustre liberal, Salvador de Madariaga, y decía así: “¡Qué bella era la República en tiempos de la Monarquía!”.