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Hughes, de formación no periodística, es economista y funcionario de carrera. Se incorporó a la profesión en La Gaceta y luego, durante una década, en el diario ABC donde ejerció de columnista y cronista deportivo y parlamentario y donde también llevó el blog 'Columnas sin fuste'. En 2022 publicó 'Dicho esto' (Ed. Monóculo), una compilación de sus columnas.
Hughes, de formación no periodística, es economista y funcionario de carrera. Se incorporó a la profesión en La Gaceta y luego, durante una década, en el diario ABC donde ejerció de columnista y cronista deportivo y parlamentario y donde también llevó el blog 'Columnas sin fuste'. En 2022 publicó 'Dicho esto' (Ed. Monóculo), una compilación de sus columnas.

Por supuesto que Franco no es un personaje histórico

24 de abril de 2024

Mientras el discurso político de ETA se imponía en el País Vasco en la «más absoluta normalidad democrática», el PSOE, con el altavoz de sus muchos medios, pedía la dimisión de Elisa Núñez, consejera de Vox en Valencia, por decir que Franco es «un personaje histórico».

Parece una locura más, pero por una vez la propaganda era coherente. Porque, por supuesto, Franco no es un personaje histórico. Franco está sacado de la historia y colocado en un plano distinto, político pero de otro modo. En un plano cuasi-religioso. Franco ahora mismo es un personaje cuasi-religioso.

Se puede decir así porque su estatus participa, en cierto sentido, de lo «sagrado», lo sagrado en los términos primitivos que se conservaban aun en la antigua Roma, donde lo sagrado tenía un doble sentido: era lo cercano a la divinidad y, por tanto, digno de la mayor protección, pero también lo contrario: lo atacable, lo maldito.

Sacer se decía de lo que el Estado llevaba de la región de lo profano a lo sacro (sacrum), ahí participaba del carácter de lo divino y tenía la consideración de lo intocable. Pero lo sagrado conservaba también ese sentido antiguo que se relacionaba con la deidad de otro modo. Se consideraba consagrado también lo declarado tabú, maldito, y su prohibición revelaba la devoción a una determinada deidad.

Lo sacralizado era, por tanto, algo por encima: algo intocable (Franco no participa de este tipo de sacralidad) o algo por debajo, inferior a la ley, algo que se podía atacar. Lo execrable o maldito era dejado así en manos de la deidad para que se vengara a placer, para que ejerciera su forma de justicia.

En este sentido, la figura de Franco sí participa de algo que es político de un modo distinto, más que político, de unas vibraciones lejana y primitivamente sagradas.

Franco ha sido llevado por el Estado a una región de lo sagrado en la que no está por encima, inviolable y adorado, sino en un ámbito distinto e inferior: Franco está sacado de la Historia, no se puede visitar o celebrar y sus restos están en poder del gobierno, que decide sobre ellos.

El Estado oculta a Franco y dispone el lugar de entierro (esto en cierto modo es una forma de destierro) y sobre esa forma de destierro interno póstumo hay, además, una proscripción general.

Franco, sacado del debate histórico, proscrito y ‘desterrado’ póstumo, disfruta de un estatus distinto al resto. Por debajo de la ley. No hay nadie, ni vivo ni muerto, que esté ‘así’. Ese estatus especial, único, en lo que tiene de rebajamiento, de agravio, de apertura al escarnio eterno, es lo que participa de la vieja consideración sagrada. Su prohibición es prohibición por devoción a algo, y se deja a la acción de divinidades infernales. El Estado actual le otorga la primitiva consideración de lo sacer/sagrado al declararlo maldito, tabú y peligroso. Esa ‘sacralidad’ primitiva de lo religioso-estatal pasa por: 1) la execración (ya hay, por imitación, una relación con lo sagrado en ese lanzamiento) 2) ejercer sobre él una venganza, la constante derrota simbólica, y 3) declarar así  un culto a algo (el régimen progresista pero ahistórico, antinacional, y antiespiritual obtiene así un agarre metapolítico).

Franco, como lo sacer romano, queda en manos del Poder, del Estado actual (la deidad) para su venganza (resignificación, condenas periódicas, damnatio…). En esa revancha simbólica constante, como un generador de energía, obtiene la legitimidad el régimen, conectando con una II República que estaría constantemente vengando, empalme sobre el que pivota el nuevo consenso. La legitimidad no es tanto ya el abrazo del 78 como la revancha simbólica que se hace al régimen madre de la II República.

Por eso, no es casualidad que este tema se estirara en las horas en las que el discurso de ETA estrenaba hegemonía (ETA siempre estuvo, pero el cambio sucede ahora con el discurso de ETA; no es que el discurso se blanquee, es que nos ensuciamos los demás; el discurso es asumido por el resto, se hace incluso indistinguible).

Funciona estos días una comparación: ETA=Franco y si Bildu condena a ETA, Franco debe ser condenado. Esto parte de una equiparación tramposa, la de la violencia de un grupo terrorista con la del Estado (que también se quería de derecho), pero es seguida de una falacia mayor. Porque el discurso de Franco, si lo hubiere, fue depurado en la Transición. Pero en su pasar de ETA a Bildu, el discurso no solo no ha sido depurado, es que ha sido primado por el acto ‘moral’ de dejar las armas. Son dos falacias consecutivas que están en el día a día de los medios y que operan junto a la homologación política del discurso etarra.

Pero ni siquiera esas dos claras trampas conceptuales son lo más importante. Es, sobre todo, junto a ello, el carácter fundamental, instrumental y legitimador del franquismo o más bien antifranquismo que ETA refuerza (¡ellos aportan el antifranquismo que los otros no pueden acreditar! ¡Ellos dan verdad narrativa y legitimadora haciendo más ‘creíble’ la impostura del 78!).

Pero ETA, una vez ‘acabada’, se adentra en el discurso político, en la paz oficial y en la historia. Situación que no tiene Franco, que no puede ser considerado, sin más, un simple personaje histórico y cuyo destierro (regulación necropolítica infralegal de su figura) y  tabú prohíben, distorsionan, censuran y criminalizan un discurso. Esa figura nefanda es objeto por el Estado de un rebajamiento (ultra-je) legal y político que no recibe nada ni nadie, ETA inclusive. La Ley y su supuesta igualdad, que no lo es, se asienta sobre la sublegalidad de Franco, su estar-por-debajo-de la ley. Y sobre ese Franco sacer , sacralizado Franco, se ejerce una constante acción de revancha, venganza, y derrota simbólica.

Los beneficios que obtienen el PSOE y sus socios de esto son evidentes. Y para ello necesitan que Franco siga no siendo un personaje histórico sino otra cosa. Para ello necesitan que Franco continúe en esa situación de «primitiva sacralidad» a la romana. Ahí se fundamenta metapolíticamente el régimen en la nueva torsión del consenso. Así que, por supuesto, Franco no es un personaje histórico. Le pertenece al Estado actual, no a la Historia.

(No se trata, con esto, de determinar si Franco sí o Franco no. De realizar una defensa o un debate. No se trata de franquismo o nostalgia. Ese es otro asunto. Pero el franquismo es fundamental en este régimen, que no puede soltarlo, que está, en realidad, atado a Franco. Y sobre ello puede haber tres opciones: que continúe lo actual y el régimen siga depurando el consenso antifranquista (su Industria Cultural tendría que seguir produciendo incesantemente obras artísticas sobre ello, generando una especie de barroco antifranquista); otra posibilidad, ahora lejana, casi inverosímil, es que sobreviniese otro régimen que recuperara su figura, la restituyera de honores y conectara su legitimidad, por encima de la Transición, con el Estado del 18 de Julio; y otra tercera opción (acción probablemente revolucionaria) que atacara la máquina de legitimidad actual y el bucle guerracivilista por la vía de devolver a Franco de lo sacrum a lo profanum.

Profanado ya fue, pero ahora se trataría de instalarlo en lo profano, de sacarlo del templo, de sacarlo de las manos de la deidad/Estado. De devolverlo a un espacio político normal. Exactamente legal y perfectamente histórico).

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