A comienzos de la oscura era covídica, algunas historias se viralizaron por las redes sociales: cisnes adueñándose de los canales venecianos… ¡y delfines! Elefantes en una aldea china que se emborrachaban, libres y felices, con vino de maíz y se dormitaban juntitos en un jardín de té. Circulaban videos con calles vacías donde las cabras y los monitos merodeaban alegremente, y también un meme que rezaba: «La Tierra se está recuperando, nosotros somos el virus».
Estas historias se presentaron de forma coordinada en los principales medios de comunicación del mundo, haciendo referencia al triunfo de la bondadosa vida silvestre cuando la humanidad era confinada. El lado positivo de la pandemia, se nos decía, era que los animales estaban recuperando el espacio usurpado por el hombre. «La naturaleza nos está enviando un mensaje», decía Inger Andersen, la jefa del área de Medio Ambiente de la ONU.
Pero más allá de la escabrosa argumentación malthusiana que encierra esta idea, lo cierto es que nada de eso fue real. Los cisnes aparecen regularmente en los canales de Burano, los delfines «venecianos» fueron filmados en un puerto de Cerdeña, a cientos de kilómetros de distancia, y los elefantes son frecuentes en la aldea de Yunnan, pero ni estaban borrachos ni se fueron a hacer de hippies al campo de té. No obstante, esta narrativa mentirosa fue enormemente útil para lograr que la humanidad aceptara mansamente el mayor ejercicio de control social, físico y psicológico jamás conocido. No fue la única herramienta, claro está, pero fue una de las más determinantes, porque sus raíces estaban insertadas ya en nuestro paradigma cultural desde hace décadas, incrustadas a base de mentiras, repeticiones, romantizaciones y manipulaciones. La sentencia que sostiene que «los humanos somos un virus» ya residía en el fondo de nuestra acomplejada conciencia progreburguesa.
La idea de lo «natural» como sinónimo de lo «sagrado», y de que lo «humano» es mera profanación, viene de lejos. Se trata de una divinización de la naturaleza que es exclusivamente producto de la autocondescendencia. Sólo quienes están suficientemente protegidos de la naturaleza y dan por sentadas la electricidad, la comida siempre fresca y disponible, la intercomunicación infinita y barata, la protección del frío, del calor, de la lluvia y de las plagas, el agua potable o los medicamentos, pueden idealizarla. Cuando lo «natural» no es una opción frívola sino una imposición, la cosa cambia.
Durante el trágico apagón histórico que vivió la península ibérica el pasado lunes 28 de abril, se escucharon múltiples análisis y reflexiones que reflejan cuán arraigado está el concepto de divinización de la naturaleza y de criminalización del progreso. Incluso se multiplicaron las voces que se congratulaban por la «posibilidad» de reconectarse con el entorno y con sus pares gracias a que no tenían otra conexión disponible, como si los teléfonos celulares prohibieran el contacto humano, como si no se pudieran apagar.
El gobierno socialista y su delirante e irresponsable política energética —a la que estúpidamente se llama «verde»— tardó horas en dar la cara para explicar lo ocurrido. Cuando lo hizo, ni siquiera fue una explicación real, sino un conjunto de oraciones sin sentido, como que la energía volvería cuando volviese la energía (sic), y de paso repartió culpas al viento. Jamás el Sr. Sánchez reconoció lo que quienes entienden del tema explicaron fácilmente: que se trataba de una pésima planificación energética, pensada con los pies para acoplarse al falsario relato ecologista, permeable a este y otros futuros incidentes, cuyas posibilidades de ocurrencia habían sido advertidas y que debía ser revisada con urgencia.
Ni ciberataque, ni guerra híbrida, ni explosiones solares, ni Franco. Mala praxis pura y dura.
El socialismo es el peor sistema de gobierno que pueda existir; sus resultados están a la vista del que quiera mirar. Pero es un gran sistema de propaganda. Si el gobierno se tardó tanto tiempo en hablar, debe haberse tomado esas horas para sacar punta al lápiz de la manipulación, que maneja con destreza. El apagón no fue una catástrofe natural, como la DANA, así que la narrativa usada en aquel momento no servía ahora. Pero el resultado al que tenía que llegar era el mismo: poner la culpa del evento y de sus resultados afuera, o llevar la conversación hacia algún carril confortable e infantilizado como la revalorización de la interacción humana, el valor de la experiencia colectiva y la alegría del pueblo resiliente. Un «salimos más fuertes» 2.0.
Conclusión: un evento que ha resultado devastador y mortal para muchos, y que es absoluta responsabilidad de quienes gobiernan (y gobernaron), logró ser apaciguado, dulcificado, justificado y naturalizado para una importantísima porción de los afectados, con tal de no admitir que han puesto al sistema energético del país en manos de chapuceros y que su ideología los hace retroceder. Para poder plasmar este tipo de argumentos, es necesaria una plataforma mental, una cosmovisión compartida acerca de que hay algo malo, culposo, perverso en el avance y el confort. Algo «saludablemente» sacrificable si se quiere estar en paz y armonía. Esa plataforma ideológica se llama decrecimiento.
El movimiento decrecentista tiene sus raíces en la ecología política del sesentayochismo, con cuestionamientos al progreso tecnológico/industrial y al capitalismo. Sus precursores marcaron los inicios de una corriente que planteaba una ruptura de paradigma entre el socialismo y el crecimiento, desafiando la idea de que el desarrollo socialista pudiera reemplazar al desarrollo capitalista manteniendo su lógica expansiva. A diferencia del malthusianismo tradicional, que pregonaba el colapso por agotamiento de recursos y sobrepoblación, esta nueva izquierda «verde» nació como una síntesis de socialismo y ecologismo, y concibió el decrecimiento como una resistencia al productivismo capitalista.
El decrecimiento es una crítica a la ideología del progreso material, al que considera destructivo para el equilibrio ecológico y la equidad social. Esta teoría es, al igual que el malthusianismo antiguo, inmune a los datos.
En el siglo XXI se convirtió en un ítem político crucial, que atraviesa partidos y es omnipresente en la discusión pública. El decrecimiento ha determinado las políticas públicas de los organismos supranacionales durante las últimas décadas, y en consecuencia ha diseñado una especie de supraética mundial que se ha expandido por todo el occidente libre como «teoría del todo» y como explicación a las crisis económicas y financieras, la violencia, las crisis de salud mental, las guerras o cualquier otra cosa.
Enmascarado en el buenismo progresista, el decrecimiento se articuló como una ideología poscapitalista, que propone redistribución sin productividad creciente y una austeridad solidaria. Claro que este modelo no tiene lógica, es profundamente irresponsable y podría condenar al hambre o la enfermedad a grandes cantidades de personas que hoy no padecen estas inclemencias, pero sería el precio a pagar por la «armonía conseguida» y por sosegar la ira de la Pachamama ultrajada. Por cierto, es la misma narrativa que, ante un terremoto, un volcán en erupción o una peste, sostiene que se trata de un mensaje de la naturaleza advirtiendo sobre lo molesta que está con el progreso humano. Le rezan a una diosa vengativa.
Paradójicamente, el movimiento decrecentista no ha parado de crecer. Actualmente combina la acción corporativa (los «días de la Tierra» de las empresas, el marketing ecofriendly, la retórica «verde» de artistas) con la actividad político-partidaria (políticos y partidos que abrazan las consignas ecológicas de intervención gubernamental como la PAC, la Agenda 2030, etc.) y el activismo directo de gran eficacia, como los ataques a obras de arte de Just Stop Oil. A esto se suma la difusión machacona de estilos de vida alternativos como las «economías solidarias», el trueque, la agricultura «sustentable, ecológica y de proximidad», la ocupación de viviendas y un largo etcétera. El imaginario político decrecentista no pregona el antiguo socialismo, sino cambiar la idea misma de desarrollo, al que consideran pecaminoso.
Es una ruptura brutal de paradigmas, basada en una revalorización deificada de la «Madre Tierra», que propone «no molestar» al entorno natural. Inspirado en supuestas cosmologías indígenas, convierte a la figura de la Madre Tierra en una entidad moralizante. Cuando la ideología se transforma de esta forma en dogma, lleva a la justificación de cualquier cosa, y el civismo está condenado. La apuesta enloquecida por las «energías renovables» ya ha demostrado ser un sofisma hipócrita y vacío, y sin embargo una parte importante de la población —no sólo de España, sino del mundo— lo sigue abrazando porque es parte fundacional de su ideología. El romanticismo acerca del gran apagón es un ejemplo reciente del problema.
La perversión ideológica del decrecimiento es tan profunda que resulta muchas veces indetectable y está naturalizada. Aunque del otro lado abunde la evidencia empírica, nada aparta a los fanáticos del dogma. Es una forma de corrupción moral el hecho de que el sesgo ideológico impida que el dato llegue a la mente e impacte en ella. Son años y años de tejer esa maraña de ideas falsarias. El decrecimiento es una plataforma tan poderosa que no sirve exclusivamente para montar el ecologismo socialista de tipo «sandía» (verde por fuera, rojo por dentro), también es fundamental para justificar el indigenismo o el animalismo, por ejemplo.
En este sentido, el decrecimiento es un movimiento de regresión no sólo material, sino intelectual y espiritual. Genera una población incapaz de plantarse frente al poder para impedirle que lo confine, que lo persiga o que le quite el confort conseguido en base al trabajo y a la ciencia y tecnología creadas por quienes nos precedieron. Es una corriente de ingratos y resentidos que desconocen que lo natural en la especie humana es dominar la naturaleza para vivir más y mejor.
El gobierno de Pedro Sánchez y su interminable lista de desastres gubernamentales va a terminar, ojalá más pronto que tarde, pero él no es responsable de este tipo de pensamiento ni de su auge. El movimiento decrecentista es un drama mucho más profundo y extendido y, posiblemente, una forma de religiosidad antropológica que ve en la Madre Naturaleza la contención espiritual perdida. Mientras no se denuncie la raíz profunda de esta ideología nefasta, el decrecimiento seguirá siendo el atajo eficaz de todos los gobiernos que buscan el control social y el poder a cualquier costo, pase lo que pase. Aunque lo que pase sea devolver a los ciudadanos a las cavernas.