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EL TRIUNFO DE LA ESPIRAL DEL SILENCIO

¿Dónde está el Tucker Carlson español?

Tucker Carlson, presentador de Fox News

El despido de Tucker Carlson de la FOX nos da una pista del futuro mediático que aguarda, a uno y otro lado del Atlántico, a ese espectro de la sociedad que no comulga con el discurso oficial, que no cree que formar una familia sea una nueva forma de fascismo o un atentado al medioambiente, que comer carne es mejor que los grillos o el tofu, que ir en coche es progreso y la bici o el patinete una tomadura de pelo. 

Estas ideas que representan a la inmensa mayoría de la sociedad —aunque paradójicamente muchos voten opciones contrarias a las mismas— en Estados Unidos o España después no tienen acomodo ni visibilidad en las grandes cabeceras, cadenas de televisión o radio. No hay proporcionalidad, ni de lejos, entre la opinión pública y la publicada. Una brecha gigantesca, un abismo, separa a quienes difunden las consignas oficiales y esos receptores que ven con asombro la velocidad a la que imponen una revolución antropológica que obliga a negar cosas tan irrefutables como la biología.

De todo ello ha alertado Tucker Carlson al abandonar la FOX, a cuyo éxito contribuyó de manera notable. Su voz no es sólo la de un gran comunicador, sino la del líder de la disidencia al régimen de partidos y las élites políticas, económicas y culturales de Washington, Nueva York y Hollywood. El único que ha cuestionado lo que ocurre en Ucrania y denuncia la influencia de la industria armamentística en la política exterior norteamericana. 

Decir estas verdades tan incómodas le han convertido en un auténtico outsider, categoría que tantos fingen con pose canallita pero que, a la hora de la verdad, se cuentan con una mano los voluntarios dispuestos a asumir el estigma de apestados. Su salida, en definitiva, supone la decapitación del icono más contestatario —incluso para vestir, que siempre lo hacía de manera impecable— del panorama mediático estadounidense.

Para bien o mal todo lo que ocurre en Estados Unidos tiene su réplica aquí. Los últimos años atestiguan el recrudecimiento de la censura en España, donde el periodismo hace buena cada día la frase de Alfonso Guerra de que el que se mueve no sale en la foto. La misma censura sufrida por Carlson la han padecido plumas como Ussía (La Razón), Sánchez Dragó (El Mundo) y Hughes (ABC). Todos fulminados por llevar sus opiniones más allá de la línea editorial y arremeter contra la corrección política, algo inasumible por estos medios regados con dinero público. En el caso de Dragó, recientemente fallecido, la impostura alcanzó un cinismo insuperable al recibir elogios que hablaban de libertad por parte de quienes le habían echado del periódico. 

Estos despidos delimitan la línea roja de la libertad de expresión que en la práctica es capaz de soportar el régimen. Además, tienen un efecto disuasorio como aviso a futuros navegantes: si quieres firmar en un gran medio debes tragar con determinados sapos. Y en la medida en que la censura avanza apenas quedan espacios de libertad en los grandes medios, sean escritos o audiovisuales. 

Habrá quien llame libertad de expresión a que nunca haya habido más medios de comunicación en la historia que ahora. Una ilusión, pura pose, cuando esa orquesta bulliciosa no es más que la coartada que camufla el mensaje único difundido bajo mil logos distintos. El silenciamiento, por supuesto, persigue un objetivo muy concreto: hacer sentir mal a quienes disienten del dogma hasta el extremo de no atreverse a opinar en público. Es el triunfo de la espiral del silencio.

Este aplastamiento de la libertad de expresión ha tenido su réplica en las redes sociales, único lugar donde el discurso oficial es cuestionado y a veces hasta derrotado. El poder lo sabe, por eso sentó al dueño de Facebook en el Senado de EE.UU. bajo la acusación de haber permitido que el discurso de Trump campara a sus anchas por la red. La obsesión por controlar el mensaje es tan asfixiante que no permite que otras ideas se cuelen por rendijas inesperadas.   

Carlson, de momento, amaga con crear su propio canal y, vista su primera aparición, no parece que le vaya a ir mal. Estas nuevas formas de comunicación señalan el camino por el que la disidencia caminará frente al establishment. También en España, donde resulta un milagro mantener una gran televisión sin el amparo de la ubre pública. Por eso si las grandes sobreviven no es porque sus directivos sean más brillantes, es por otra razón más sencilla: son los altavoces de las élites que apuntalan la ideología oficial

Frente a ese rodillo ideológico sólo quedan las redes aunque, como vemos, también son intervenidas. Se trata de quién condiciona la agenda y decide cuáles son los temas de los que se puede hablar. Esto lo desarrolla Carlson cuando lamenta los debates estériles que se libran -seamos generosos- en las mesas de tertulia siempre a beneficio del pagador. De ahí que haya un hilo conductor entre el argumentario del partido y el busto parlante que vomita las consignas.

Mientras se pierde el tiempo en debates estériles y emergencias ficticias los asuntos que marcarán -ya lo están haciendo- el devenir de Occidente se ignoran deliberadamente. La deslocalización de empresas, la inmigración masiva, la soberanía energética o mantener el modo de vida tradicional no forman parte de las escaletas de los informativos.

«Estados Unidos se parece mucho a un Estado de partido único», dice Carlson. Este fenómeno también lo apreciamos en España donde, a día de hoy, no tenemos ni por asomo a un líder televisivo o radiofónico capaz de influir y representar lo mismo que él en América.

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