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MÁS DE MEDIA DOCENA DE TESTIMONIOS AVALAN EL SALUDO ENTRE AMBOS

El encuentro entre Franco y Miguel Hernández en Sevilla

Miguel Hernández.
Miguel Hernández.

Abril de 1939. Franco elige Sevilla para conmemorar por todo lo alto el triunfo del bando nacional con un desfile por la Avenida de la Palmera; primer escenario. Segundo, Miguel Hernández, el poeta de Orihuela y afiliado al Partido Comunista, teme por su vida. En Madrid Eduardo Llosent, director del Museo de Arte Moderno, esposo de una falangista de primera hora, camisa vieja, Mercedes Formica, le ha dado una carta para que se la entregue a Joaquín Romero Murube con el fin de que le proteja en su huida a Portugal. Llosent había sido compañero de Hernández en las Misiones Pedagógicas. ¿Se llegaron a encontrar y saludar el general triunfante y el poeta derrotado en los jardines del Real Alcázar donde Romero Murube era su alcaide? Más de media docena de testimonios así lo avalan.

Joaquín Romero Murube, (Los Palacios y Villafranca, provincia de Sevilla, julio de 1904-Sevilla, noviembre de 1969), un espíritu liberal, en el sentido artístico y cultural del mismo -si es que lo tiene-, un personaje difícil, serio y poliédrico, había abrazado la bandera de Falange, quizás más influido por la faceta literaria del movimiento que por su revolución nacional-sindicalista. Nació y creció en el seno de una familia rural acomodada. Su padre, abogado liberal, llegó a ser presidente de la Diputación de Sevilla y de la Sociedad Económica de Amigos del País. Las primeras vivencias infantiles en el pueblo, su enorme capacidad para la observación, el amor por la tradición y por Sevilla, son temas a los que recurre con frecuencia en su literatura. Inició las carreras de Filosofía y Letras y Derecho, teniendo que abandonarlas a los diecinueve años tras la muerte de su padre para ponerse al frente de su familia. A pesar de esta circunstancia, siguió en contacto con sus compañeros y profesores de la Facultad, entre los que se encontraban Luis Cernuda, Pedro Salinas o Jorge Guillén. Frecuentó las tertulias literarias de la ciudad y entró en contacto con sus círculos intelectuales. Romero Murube fue fundador y redactor-jefe de la revista literaria Mediodía y autor de su manifiesto, al que tituló Nuestras normas. Como consecuencia de las actividades que generaba la publicación, se relacionó con la pléyade de artistas que colaboraban en la revista con sus artículos: García Lorca, Aleixandre, Manuel de Falla, Gerardo Diego, Villalón, Dámaso Alonso y otros tantos. A instancias del Ateneo hispalense y de los donceles de Mediodía se fraguó el denominado «mayor mitin poético dado en la historia de la literatura», el llevado a cabo en la capital andaluza en 1927 para conmemorar el tercer centenario de la muerte de Góngora. El destino del poeta quedó definitivamente marcado en 1934 al ser nombrado director del Alcázar, cargo en el que permaneció hasta su muerte. El palacio se convirtió en marco idóneo de inspiración y en lugar de encuentro con sus compañeros de letras. Este nombramiento le permitió conocer a las personalidades más relevantes de la sociedad de su tiempo: jefes de gobierno, científicos, intelectuales, etc. Entre este mundo rutilante de estrellas, Murube siempre manifestó una especial predilección por sus amistades literarias, según la biografía de la Real Academia de la Historia.

Miguel Hernández, de filiación comunista, estuvo muy influenciado en su compromiso político-social, por Rafael Alberti y María Teresa León, quienes como la mayoría de intelectuales de la República permanecieron en la retaguardia, bien acomodados en la Alianza de Intelectuales Antifascistas. Miguel Hernández, como zapador se va a manchar de barro cavando trincheras y entrará en acción con su fusil defendiendo Madrid, hasta que es nombrado comisario político del llamado Batallón del Talento, de la 11ª División, centrado en actividades culturales y de propaganda. Todo esto será determinante en su condena a muerte. Él se considera un miliciano de la cultura, acudiendo a varios frentes para elevar el ánimo y la moral de quienes están luchando por la II República. Su compromiso es tal que no entiende cómo los intelectuales de la retaguardia dan fiestas y nutridos banquetes mientras la juventud comprometida pasa hambre y muere combatiendo. Increpa a Alberti y a María Teresa León, sus antiguos amigos valedores en el PCE y organizadores de una de esas ostentosas fiestas, lanzando la famosa frase «aquí hay mucha puta y mucho hijo de puta» y aun se atrevería a escribirlo en una pizarra cuando Alberti le pidió que rectificara. Fue entonces cuando Alberti rompió su amistad con Hernández y no son pocos los que piensan que marcó el destino del poeta alicantino, al ignorarlo en su huida, cuando no lo incluyó como refugiado en la lista que entregó en la embajada de Chile.

Según el exdirector de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras, Enrique Ybarra, la anécdota del posible y fugaz encuentro «se lo he oído a personas que trabajaron en el Real Alcázar, entre ellas, uno de sus directores-conservadores, Rafael Manzano. Además, este extremo lo he contrastado con los herederos de Romero Murube y no lo han desmentido». Otro de los datos claves que justifican, según Ybarra, esta tesis, la encontró este estudioso de la literatura en «un librito editado hace unos años, titulado Miguel Hernández prisionero en Rosal. Miguel Hernández poeta de la libertad, de Augusto Tacio, que vivió en aquellos años en la zona de Rosal de la Frontera». Este volumen aclara, según este académico, que «Miguel Hernández llegó al lugar procedente de Sevilla», así como los datos concernientes a su frustrada huida. También recogía unas declaraciones de Miguel Hernández, que se mostraba muy preocupado por la suerte que correría en España su mujer y su hijo, mientras se encontrara exiliado en Portugal. Así lo dijo en un ciclo de la Universidad Pablo de Olavide en noviembre de 2001 dedicado a los directores-conservadores del Alcázar y recogido por la Prensa como el ABC de Sevilla. 

En la biografía de Juan Lamillar, Joaquín Romero Murube. La luz y el horizonte, de la Fundación José Manuel Lara, se recoge el paso por Sevilla. «Acabada la guerra el 1 de abril, llega la victoria y Sevilla es la ciudad elegida para celebrarla. Un Franco triunfante reside varios días en la ciudad, que comenzaba la posguerra con una agitación parecida a los primeros días de la contienda. En muy distintas condiciones, derrotado y desorientado, aparece por Sevilla Miguel Hernández. En el asunto Murube/Hernández hay teorías diversas: dos extremos, desde el testimonio de su viuda de que en Sevilla no encontró la ayuda que esperaba hasta la fantasía murubesca de que llegó a presentar al poeta y al general. Lo más probable es que la verdad esté en un término medio».

Miguel Hernández buscaba a Jorge Guillén en Sevilla, pero Eduardo Llosent le informa de que ya no está en la capital hispalense y le entrega algún dinero y la carta de recomendación a Joaquín Romero Murube. «El día 23 [abril de 1939] Hernández escribe a su familia desde Alcázar de San Juan de paso para Sevilla, donde probablemente apareció el día 24 y lo primero que haría es presentarse a Murube, así que en vez de un encuentro en los jardines, lo que pudo suceder es que Hernández llegara al Alcázar cuando Franco era despedido por Murube. Pero el episodio ha sido contado de muy distinta forma: unos afirman que Hernández no sabía que Guillén se había marchado ya, y ante su ausencia, fue a buscar a Murube, que lo escondió en el Alcázar, disimulándolo como jardinero o albañil hasta que pudo salir de la ciudad, camino de Portugal, donde lo detuvieron», relata Lamillar en el libro citado.

Agustín Sánchez Vidal, ensayista, deja de manifiesto que Miguel Hernández se presentó a Murube cuando esperaba a Franco, que iba a hospedarse en el edificio. «En el momento en que Miguel le explicaba al poeta la situación, Franco entraba por la puerta principal del Alcázar, dirigiéndose a los recintos del edificio, mientras Miguel Hernández salía por otra puerta a toda prisa». Sin embargo, más adelante, el propio escritor en 1992 afirma que Murube no le presta refugio.

El premio nacional de Literatura e insigne poeta, Aquilino Duque, trató mucho a Murube desde los años 50 y narra su versión: «Miguel Hernández llegó a Sevilla, donde tenía amigos que lo podían amparar, como Jorge Guillén y Joaquín Romero Murube. Era a últimos de abril de 1939 y Jorge Guillén ya no estaba, pero eso Miguel no podía saberlo. El generalísimo había llegado a Sevilla para el desfile de la Victoria y se alojaba como es natural en el Alcázar, y Miguel, que tampoco lo sabía, al Alcázar que se dirigió en busca de Joaquín. Llegó Miguel al Patio de Banderas y se metió por él como Pedro por su casa. El que hubiera algunas calles acotadas, guardias en algunas azoteas, vigilancia en algunas plazas, reposteros en los balcones y haces de banderas en las farolas es cosa que debió de parecerle bastante normal. En torno al Alcázar los puestos de guardia se escalonaban en profundidad.Había boinas rojas y pistolas, ametralladoras, tricornios y mosquetones, turbantes y lanzas, y a nadie se le ocurrió interpelar a aquel paisano de aire más bien rústico que llegó al apeadero en el mismo momento en que Joaquín, vestido de féretro, con aquel uniforme negro de jerarca, acompañaba a la puerta al general. A Miguel se le iluminó el rostro y procuró llamar la atención de Joaquín. Éste le hizo mudamente señas de que se hiciera a un lado y esperara. Una vez despedido el Caudillo, Joaquín se vino para Miguel, que le dijo: «Oye, ¿ese no es el general Franco? Joaquín le buscó a Miguel un alojamiento en los altos de la lechería Bonilla, que estaba en un pasaje entre la calle Rositas y la calle Santas Patronas y, pasado el jaleo de aquellos días de actos oficiales y vuelta la calma al Alcázar, iba todos los días Miguel a ver a Joaquín, que estudiaba la manera de hacerlo salir de España. Por fin lo mandó a Valverde del Camino en busca de su amigo Diego Romero Pérez. Miguel no lo encontró, siguió su viaje y trató de llegar a Portugal. En Rosal de la Frontera lo detuvieron por indocumentado. De allí lo llevaron a Madrid, a la cárcel de Torrijos, donde pasó el verano y adonde fue a verlo otro sevillano inolvidable, Eduardo Llosent, que llegó acompañado de Diego Romero Pérez, el cual, destinado en la Auditoría de Guerra, se hizo cargo de la defensa de Miguel, que el 14 de septiembre ya estaba en la calle. Eduardo Llosent opinaba que lo más prudente era que saliera de España, y de acuerdo con Sáncho Dávila y Julián Pemartín, jerarcas de Falange, le propuso llevarlo a Gibraltar y de allí al Marruecos francés. Miguel quería a toda costa ver a su mujer y conocer a su hijito, así que sus amigos le proporcionaron un salvoconducto para ir a Orihuela, y eso fue lo que le perdió. Este lance y otros parecidos se proponía relatar Joaquín Romero en unas Cartas a nadie o Cartas perdidas que nunca llegó a escribir y que con su muerte se perdieron para siempre». Eso mismo lo corroboró Duque en vida a este redactor en Sevilla.

¿Llegaron el primer y el segundo plano a coincidir? ¿Se vieron y saludaron el militar y el poeta? Fuera de la anécdota, lo importante son los hechos irrefutables: que nada más acabar la guerra la ayuda a Miguel Hernández era un acto de reconciliación nacional. Este relato, aunque conocido, es poco valorado por los medios de comunicación. Cualquier productora norteamericana, con olfato comercial, ya hubiera hecho de este acontecimiento una película. Pero aquí preferimos rebuscar entre las cenizas de un solo bando la memoria pretendidamente histórica, como si la Historia con mayúsculas tuviera recuerdos o evocaciones. 

Cabe recordar que Romero Murube participó en 1939 en la Antología poética del Alzamiento, preparada por Jorge Guillén. Frente a los poemas exaltados para la ocasión, Murube hizo un canto muy dolido por el asesinato de Federico García Lorca y un alegato para que esos luctuosos hechos no volvieran a ocurrir más. El poema más humanista que triunfalista, decía así:

“No te olvides, hermano, que ha existido un agosto

en que hasta las adelfas se han tornado de sangre…”. 

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