Hacia 1917 Lenin aseguró que cuando muriera la última vieja de esa generación la religión desaparecería de Rusia. Las siguientes, ya educadas bajo la ortodoxia comunista, sólo podrían aspirar al paraíso terrenal de la URSS. La fe en que la dictadura del proletariado se acabaría imponiendo era solo cuestión de tiempo. El comunismo, por tanto, no se enfrentaba a la Iglesia ni a la cruz, sino al reloj biológico que jugaba a favor.
La realidad, esa tozuda empeñada en desmontar teorías y dogmas, se encargaría de refutar al revolucionario unos años después de su muerte. Durante la invasión alemana de 1941 Stalin reabrió las iglesias al culto al pueblo ruso, que se enfrentó a Hitler espoleado por «la gran guerra patriótica». Reliquias, estandartes y santos volvieron a las calles en procesión para unir al país frente al invasor. No fue la doctrina de Marx o Engels, sino la propia idea de patria y su continuidad en la historia lo que hizo que rusos blancos y rojos -veinte años antes enfrentados en la guerra civil- aparcaran sus diferencias para luchar en la misma trinchera por algo más grande.
Siete décadas después de la revolución de octubre y la caída de los zares el muro de Berlín fue derribado revelando al mundo el evidente atraso material del este respecto al oeste. Ideologías al margen, nuevamente la realidad se impone: los que saltaban siempre lo hacían de Oriente (república democrática alemana) a Occidente (república federal), nunca al revés.
Sin embargo, en contra de lo esperado por los vencedores de la Guerra Fría, treinta años más tarde los pueblos de las naciones al otro lado del telón de acero mantienen una fe más firme y un acusado sentido del patriotismo que ya quisiera Occidente. El comunismo, perseguidor de la religión, habría producido un efecto rebote en las generaciones educadas en el nihilismo. Y las nuevas, ante ese mismo nihilismo que hoy representa Occidente, se han echado en brazos de los viejos valores: Dios, patria y familia.
Entretanto, nuestros decrépitos comunistas tratan de convencernos de que en España no hay una persecución contra la cruz. La pasada semana el secretario general del PCE, Enrique Santiago -hasta hace poco secretario de Estado de la Agenda 2030- negaba los ataques a la religión católica. La entrada en vigor de la ley de memoria histórica -propuesta por el PSOE de Zapatero y respaldada por IU- ha normalizado en apenas década y media el derribo de cruces cuando la coartada de la norma era desenterrar a víctimas del bando perdedor de la guerra civil.
Casi dos décadas en esta dirección hacen que fantasías macabras como dinamitar el Valle de los Caídos ya no sean imposibles. Lo inviable se convierte en probable, de modo que esta voladura no sólo se llevaría por delante la cruz más grande del mundo, sino el monumento a la reconciliación.
Algo parecido sucede con la ideología de género. La aplicación de unas teorías disparatadas en contra de la ciencia y del sentido común encuentran cada vez mayor contestación. El motivo, claro, es que cuando se va contra la naturaleza, ésta se revuelve. Entonces el poder responde con mayor censura e intimidación. ¿Acaso no éste el objetivo de la reforma de la ley del aborto que multa a quienes rezan frente a abortorios? El Estado nunca es más peligroso que cuando está acorralado.
Naturalmente la reacción ante los desvaríos ideológicos no procede de los pastores, sino de las ovejas. Los últimos días confirman en qué momento exacto de la historia estamos. Hemos visto cosas increíbles: a la conferencia episcopal vetar en sus medios a la única alternativa y defender a una ministra que abre la puerta a la pedofilia. Hemos visto al ministerio de Igualdad anunciar en COPE sus delirios más aberrantes y a los obispos vender sus principios -a muy buen precio- por 30 monedas de plata.
Pero tampoco hay que llevarse las manos a la cabeza. La fe se transmite de abuelos a nietos y de padres a hijos. Los revolucionarios de ayer, los traidores de hoy y los entusiastas del mundo global sin fronteras tienen algo en común: la derrota. Perderán porque ya han perdido. Y lo harán por una sencilla razón: nadie puede negar la naturaleza de las cosas. Los excesos revolucionarios -como explica Dostoievski en “Los demonios”- proclaman la ruptura con la tradición como liberación para el ser humano. El resultado, el mito del hombre nuevo, es un monstruo incontrolable sediento de sangre.
Y frente a ello, la verdad. Porque hay realidades que, por mucho que nieguen, son eternas e inmutables. Una de ellas es que las viejas, en Rusia o Albacete, tienen la costumbre de no morirse.