«Ser es defenderse», RAMIRO DE MAEZTU
La Gaceta de la Iberosfera
Buscar
Cerrar este cuadro de búsqueda.
Abogado. Columnista y analista político en radio y televisión.
Abogado. Columnista y analista político en radio y televisión.

La guerra contra las cruces

28 de julio de 2021

Desde su llegada al poder en 1933, los nazis desarrollaron un sistema de control, encuadramiento y propaganda que denominaron “Gleichschaltung”. Se suele traducir por “consolidación” o “alineamiento”, pero en realidad se trataba de la “nazificación” de la sociedad alemana. En todas las esferas de la vida, desde el deporte hasta las vacaciones, el partido pretendía imponer no sólo qué se debía decir, sino lo que se tenía que pensar. Ese proceso duró hasta, aproximadamente, 1937. En unos cuatro años, los nazis habían “nazificado” Alemania.

En ese contexto, los nazis trataron de controlar a la Iglesia católica.

Desde el Ministerio de Asuntos Eclesiásticos, Hanns Kerrl, trató de ir arrinconando a los cristianos fieles a Roma. No se prohibió la religión, pero se trató de asfixiar socialmente a los creyentes. Se presionaba a la jerarquía para que aceptase el nuevo orden nazi. Se difundía propaganda entre los parroquianos. Se vigilaba la actividad de los sacerdotes, los religiosos y los laicos que se oponían al proceso de “nazificación”. El Ministerio de Asuntos Religiosos recelaba de la independencia de la Iglesia. Entre los evangélicos, los nazis habían apoyado a los “Cristianos alemanes”, un grupo racista y antisemita que resultó decisivo para la fundación de la “Iglesia Evangélica Alemana” y la vertebración de un conjunto de iglesias protestantes afines a las doctrinas del nacionalsocialismo. Con los católicos, no lograban avances similares.

Ya en 1932 la conferencia episcopal de los obispos prusianos había prohibido a los católicos afiliarse al partido nazi. El catolicismo político había sido una de las principales fuerzas de oposición al nazismo durante la República de Weimar. Era evidente que los católicos no se lo iban a poner fácil a Hitler y sus seguidores. Sin embargo, el advenimiento al poder del cabo austriaco en 1933 puso a su servicio todo el aparato del Estado, que se unió al paramilitarismo de las SA. 

Como hijas de la modernidad, las ideologías totalitarias -el comunismo, el fascismo, el nacionalsocialismo- comparten el odio a la cruz y al cristianismo

Desde que, a principios de julio de 1933, el Bayerische Volkspartei y el Zentrumspartei se autodisolvieron, el catolicismo político quedó decapitado. Las autoridades del Reich incumplieron desde el comienzo el concordato entre el Reich y la Santa Sede firmado aquel mismo mes de julio y ratificado en septiembre. Eugenio Pacelli, nuncio apostólico, envió en octubre una nota durísima con la enumeración de los incumplimientos por parte del Reich de las disposiciones que garantizaban la independencia de la Iglesia. A finales de año, el cardenal Faulhaber denunciaba en Munich las teorías nazis. En enero de 1934, Pacelli definió “El mito del siglo XX”, el siniestro libro de Alfred Rosenberg, como “una declaración de guerra abierta a toda religión revelada”. La obra terminó, por cierto, incluida en el Índice de Libros Prohibidos. La oposición de los católicos hablaba por boca de obispos como Bertram (Breslau) y Von Galen (Münster). En 1935, empezaron los procesos contra sacerdotes y religiosos. En abril de 1935, se prohibió la publicación de artículos religiosos en la prensa generalista. Pacelli seguía condenando el nazismo. En 1937, dos encíclicas –“Mir brenneder Sorge” y “Divini redemptoris”- mostraron bien a las claras que los católicos no podían transigir con el nacionalsocialismo.

En ese contexto, los nazis trataron de eliminar los símbolos católicos de la vida pública. Entre 1935 y 1941, fueron promulgando en los distintos territorios del Reich los llamados “Decretos de los crucifijos”. En los colegios, por ejemplo, las cruces debían retirarse y su lugar lo tenían que ocupar retratos de Hitler. Naturalmente, esta imposición laicista tenía una doble finalidad política: diluir la presencia de la fe católica y sustituirla por el culto al líder. En ocasiones, la cruz era reemplazada por otros símbolos nazis -las esvásticas, las águilas, citas del líder, elementos paganos, etc.- pero la finalidad siempre era la misma: había que eliminar la cruz para erradicar la identidad católica de Alemania. 

Allí donde se quiere derribar las cruces es donde hay que hablar con mayor fuerza y donde hay que erigir las cruces más altas

Sin embargo, la Iglesia católica en Alemania reaccionó. Denunció la ofensiva contra la fe. Apoyó a los que protestaban. Intensificó la vida de oración y la práctica del culto. Algunas familias católicas retiraron a sus hijos de los colegios que habían quitado los crucifijos. Otras pusieron al cuello de sus hijos ese símbolo al que tanto temían los nazis. En alguna ocasión, hubo incidentes algo más violentos. En 1935, un grupo de padres se abrió paso a empellones para quitar el retrato de Hitler y volver a poner la cruz en su sitio. Como respuesta a esta oposición que, en distintos frentes, presentaban los católicos, Hermann Goering dictó el “Decreto sobre el catolicismo político” en el que se ordenaba proceder contra los católicos que intentasen inmiscuirse en los asuntos del Estado y se cursaban instrucciones para actuar por vía penal contra “aquel clero que no quisiese aceptar la totalidad política del nacionalsocialismo y que instigase ulteriormente al pueblo contra el Führer y su Estado nacionalsocialista”. Se trataba de depurar los colegios, de excluir al clero de la enseñanza de la religión y de reemplazarlo con profesores afines al partido.

La oposición católica a la retirada de los crucifijos dio sus frutos. A pesar de la represión desatada contra los opositores, los nazis vieron que el descontento crecía. Al igual que sucedió con el plan para eliminar a Von Galen, evitaban indisponerse con la opinión pública. Contra lo que pudiera pensarse, los nazis temían al descontento popular. Algo similar sucedería, después, con la oposición a la Aktion T4, el programa de eutanasia -o más bien de exterminio- del que hablaremos otro día. Hoy nos quedaremos con los crucifijos y con su valor como símbolos de oposición a un régimen totalitario. Como hijas de la modernidad, las ideologías totalitarias -el comunismo, el fascismo, el nacionalsocialismo- comparten el odio a la cruz y al cristianismo; en particular, a la Iglesia católica.

Hay, pues, una lección interesante que aprender para nuestro tiempo. Allí donde se quiere retirar los crucifijos, derribar las cruces y arrinconar la fe, es donde hay que hablar con mayor fuerza y donde hay que erigir las cruces más altas. Al totalitarismo no se lo derrota con la transigencia, sino con la afirmación. Ahí está el ejemplo de Von Galen y de tantos otros que alzaron la voz cuando hubiera sido más cómodo permanecer en silencio.

.
Fondo newsletter