«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

El 'espejismo catalán' de la derecha soberanista internacional

En el caso europeo, la razón es predominantemente táctica. En los partidos soberanistas, criticar la postura del Gobierno español -sobre todo, la reacción policial del 1-O- es una forma indirecta de atacar a la Unión Europea.


El esperpéntico epílogo del ‘procés’ catalán hace extraños compañeros de cama a escala internacional, en un momento de realineamiento ideológico que en todo Occidente está alterando el sencillo consenso socialdemócrata de izquierda y derecha.
De las reacciones oficiales nos hemos cansado de hablar, y todas parecen ir en la misma dirección: desde la ONU a la UE, pasando por los mandatarios de todos los países menos los más aislados internacionalmente, como Venezuela, no hay voz autorizada que no se haya decantado por condenar el ‘procés’ y hacer votos por la unidad de España. Incluso Israel y Rusia, de quienes tanto esperaban los secesionistas, han acabado declarando oficialmente lo que dicta el sentido común y las buenas relaciones.
Los medios, en general, cayeron un primer momento en la trampa de la hábil propaganda que ha urdido el aparato procesista, con su sencillo guion de pueblo que solo pide urnas y libertad y gobierno ocupante y represor. Pero no puede decirse que aquello durara mucho; los medios más serios acabaron viendo la trampa y podría decirse que se sintieron engañados, haciendo algunos de ellos la crónica de ‘fake news’ que les habían colado, y en los últimos capítulos del periplo belga de Puigdemont se han hartado de presentar al ex president como un Gandhi de pacotilla.
Pero la nueva fuerza emergente en el espectro, eso que los medios, con una deplorable pereza y falta de originalidad, llaman ‘populismo’, como si careciera de un contenido ideológico; la derecha soberanista aún no consolidada ni definida con precisión, ha reaccionado fuertemente divida al desafío catalán.
Para la derecha nacional española, que ha visto con simpatía el surgimiento y expansión de estos movimientos en Europa y Estados Unidos, la perplejidad ante el apoyo de sus supuestos aliados a los que quieren destruir la unidad de España es creciente, aunque el fenómeno es fácilmente explicable.
De hecho, los medios del consenso han destacado con indisimulado regodeo que prácticamente todos los políticos que apoyan, en todo o en parte, la postura secesionista pertenecen a esta incómoda amalgama soberanista: Nigel Farage, del Ukip, el holandés Geert Wilders, Heinz-Christian Strache, del FPÖ austriaco, o Jens Eckleben, del alemán Alternativa para Alemania, por no hablar de los nacionalistas flamencos.
En el caso europeo, la razón es predominantemente táctica. En los partidos soberanistas, criticar la postura del Gobierno español -sobre todo, la reacción policial del 1-O- es una forma indirecta de atacar a la Unión Europea, igual que apoyar la secesión es un modo evidente de oponerse a los planes de Bruselas para construir un monolítico megaestado europeo.
Aún más interesante es la reacción en Estados Unidos. No la oficial, que ya está dada, en apoyo del Gobierno de Rajoy, sino la de quienes en su día apoyaron al candidato Donald Trump por su postura abiertamente antiglobalista en campaña.
Aquí la incomprensión es absoluta. Porque si en la Europa de posguerra los separatismos han tendido a definirse de izquierdas y han contado con la ‘comprensión’ de las fuerzas más progresistas, en Estados Unidos sucede lo contrario. Allí hubo un intento muy real de secesión que llevó a la guerra en la que más soldados americanos han muerto en su historia, y quienes todavía ven con nostálgico romanticismo la causa de los perdedores son, precisamente, los más tradicionalistas en política.
Para la derecha alternativa o soberanista, que aborrece el globalismo y la pérdida de identidad de las naciones de Occidente, se trata de una sociedad más o menos homogénea que quiere crear un país propio en oposición a un Estado miembro de la UE, globalista y sumiso a toda la vulgata progresista que constituye hoy el dogma occidental.
La elección, pues, es fácil.
Lo que pasa lejos es siempre fácil de simplificar y difícil de desentrañar. Los movimientos de liberación nacional son cada uno de su padre y de su madre, y exige un conocimiento dedicado y en profundidad de cada situación para advertir las diferencias, así que es comprensible que, con respecto a lo remoto, reaccionemos con categorizaciones y esquemas simplistas. Dicho de otro modo, tendemos a tener la misma opinión sobre fenómenos que tienen la misma apariencia, de modo que nos decantamos a favor o en contra de cualquier movimiento secesionista.
Esto es, en buena medida, lo que está sucediendo en buena parte de la derecha soberanista, muy especialmente de la americana. Es, simplificado al máximo, una lucha entre ‘nacionalismo’ y globalismo. Por otra parte, no es como si tuvieran muchas causas que apoyar en la situación mundial actual.
Es difícil, para el que ve la situación desde fuera, entender que los ‘procesistas’, lejos de querer una nación homogénea al estilo de la Comarca de los hobbits, son la máxima expresión en todo lo demás del ‘pensamiento único’, fieles a todos los mantras progresistas hasta el detalle.
Es difícil, por ejemplo, que sepan que los nacionalistas catalanes han abanderado el movimiento de acogida de musulmanes en España; que, lejos de comulgar con la visión soberanista de sus ilusos defensores americanos en la cuestión de la inmigración masiva, son en su mayor parte entusiastas del ‘Welcome Refugees’.
En cualquier caso, la confusión es doblemente comprensible porque, al otro lado, apenas hay nación; porque no se ve al Gobierno español oponiendo al patriotismo catalán un patriotismo español sino, todo lo más, un patriotismo constitucional artificial y sin sangre y una constante apelación a Europa, como si quedar fuera de la UE significara desaparecer del continente.
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