Gregorio Ordóñez había nacido en Venezuela, que es un sitio magnífico para que nazca un español, como en ese tiempo en que nacían españoles en varios continentes y en los dos hemisferios, y que pone de relieve algo de lo absurdo y lo miserable que tiene el separatismo. Su familia se había ido hasta Caracas por culpa de una epidemia de odio peninsular, porque a su abuelo lo habían asesinado los socialistas de los años treinta. No es algo que sepamos porque Gregorio Ordóñez lo fuera pregonando, qué va. Él estaba muy lejos de vivir obsesionado por guerras antiguas, pero es que resulta que su hermana Consuelo no pudo contenerse cuando el presidente Zapatero recibió a las víctimas de ETA en la Moncloa y les espetó ese estúpido y famoso “a mí me mataron al abuelo”, como si así justificara su rendición. Consuelo Ordóñez supo sobreponerse al estupor del auditorio para replicar: “y a mí también al mío, pero los rojos”. Y si ZP hubiese tenido un mínimo de decencia habría pedido perdón. En vez de eso, metió a los asesinos en los ayuntamientos.
La madre de Gregorio Ordóñez, por tanto, ha perdido a su padre y a su hijo en el panteón gigantesco del odio socialista. Y aunque en esas lápidas todos son merecedores de memoria dignidad y justicia, algunos sobresalen porque no fueron objetivos elegidos al azar, ni víctimas colaterales, sino auténticos héroes que se jugaban el tipo para dificultar los movimientos de la bestia. Por eso, porque les molestaba mucho, a Goyo Ordoñez lo asesinaron.
Había llegado a la política después de un paso muy corto por la prensa, en un periódico fallido por llevar una línea editorial sin complejos. Después se afilió a Alianza Popular, en el peor momento, cuando muy pocos se atrevían a oponerse al camino de sangre con el que los separatistas estaban cimentando su mito nacional. En 1983, con apenas 24 años, ya ocupaba un sillón de concejal en Donosti. Desde entonces se convirtió en un incordio permanente, porque llamaba a las cosas por su nombre, sobre todo basura a la basura, algo extremadamente peligroso cuando se vive en una ciudad en la que opera la mayor mafia de Europa.
Quizá le hubiesen soportado si la fuerza de Gregorio se acabase en sus palabras, pero es que al discurso romántico -heroico- de “esta tierra es mía”, era capaz de sumarle una magnífica gestión, crear equipos, ocuparse de verdad de los problemas de la gente, que es lo que debe hacer un político en vez de tratar de desarrollar sus paranoias ideológicas. Su trayectoria fue en ascenso tanto en el partido como en las urnas, y llegó a ser teniente de alcalde. En 1994, la lista del Partido Popular fue la más votada en San Sebastián, y algunas encuestas pronosticaban un triunfo de Ordóñez en las municipales que se avecinaban.
El 23 de enero del 95 le siguieron hasta La cepa, un conocido restaurante de lo viejo, donde por supuesto no hay una mísera placa que le recuerde. Allí lo mataron a balazos, por la espalda, delante de sus colaboradores. Después han destrozado su tumba en varias ocasiones, como si quisieran matarle más veces. Pero la verdadera profanación la hicieron los magistrados del Tribunal Constitucional, amparando a sus asesinos para que ocupen el sillón en el que él se sentaba. Y por supuesto los votantes, todos esos que metieron en la urna la papeleta del odio, y que piensan que pueden construir su nación criminal con la sangre heroica de los nuestros. Al ver ahora a los mercaderes del plomo más fanfarrones que nunca, volando en aviones militares a Venezuela, casi parece que la muerte de Gregorio Ordóñez no ha servido para nada. Pero no es cierto, porque su lápida, y la de centenares de víctimas, son las piedras sobre las que se reconstruirá la unidad nacional.