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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Una lección china para la Hispanidad

Lejos de esa visión oscurantista que difunden los enemigos de España, su papel entre los siglos XV a XVII resulta fundamental en la construcción de Europa y la civilización Occidental.

Solemos pensar en China únicamente en términos económicos: su explosión productiva o su influencia en los mercados internacionales nos hace olvidar que China, ante todo, es una civilización y la Nación más antigua de la humanidad. La diversidad que encierra, con 56 etnias diferentes, una infinidad de lenguas además de la común, el chino mandarín, entre las que destacan el idioma wu (77 millones de hablantes), el idioma min (70 millones) y el idioma cantonés (55 millones), además de otras múltiples lenguas minoritarias; las religiones que conviven en su territorio, que van desde el budismo, el taoísmo hasta el islam o el cristianismo, sin olvidar a los seguidores de las enseñanzas de Confucio o las variadas tradiciones de sus regiones, sin que la unidad nacional sea puesta en duda, debería hacernos sonrojar de vergüenza cuando prestamos oídos a las minúsculas anécdotas diferenciales que esgrimen nuestros separatistas para socavar una Nación como la española, bastante más homogénea que la china.

Pero la lección que debemos aprender de China es el profundo respeto que allí profesan por su pasado y el orgullo que sienten de su aportación como civilización a la historia de la humanidad. Un respeto capaz de superar los oscuros días de la Revolución Cultural maoísta que renegaba del pasado. Bajo la consigna de acabar con las viejas costumbres, los viejos hábitos, la vieja cultura y los viejos modos de pensar, los guardias rojos arrasaron con el patrimonio cultural chino y purgaron a cualquier intelectual que guardase la memoria de aquellos designios históricos y los hombres que los realizaron, considerados una vergüenza para la nueva China maoísta. Al final resultó que lo nuevo era menos satisfactorio y lo viejo más duradero y seguro, porque, aún bajo la dictadura comunista, las tradiciones, el respeto por los ancestros, los valores familiares y el orgullo por la historia nacional se conservaron y han sido renovados por el pueblo chino en cuanto ha tenido oportunidad.

Al igual que sucede con Roma en Occidente, Oriente es incomprensible sin reconocer la labor civilizacional de China. Pero como prontamente adivinó Polibio, la historia viene a ser un todo orgánico y los acontecimientos protagonizados por una u otra civilización convergen en la evolución de toda la humanidad. Por ello, cuando conmemoramos el día de la Hispanidad debemos ser capaces de ver, no sólo ese conjunto de regiones, de naciones, de pueblos, incluso de razas, que llevan quinientos años compartiendo una misma lengua y una misma raíz cultural. La Hispanidad es ante todo una aportación imprescindible a la conformación de Occidente de la que debemos estar orgullosos.
Muy al contrario de aquellos que pretenden maldecir nuestro pasado, negando el prestigio de nuestra historia o repudiando a nuestros antepasados acusándoles falsamente de genocidio, deberíamos estar fascinados por las gestas que un puñado de españoles fue capaz de materializar en América, Asia y Europa.

La civilización católica no se puede entender sin España

Por supuesto que hay luces y sombras, errores y aciertos en nuestra historia, pero lejos de esa visión oscurantista que difunden los enemigos de España, su papel entre los siglos XV a XVII resulta fundamental en la construcción de Europa y la civilización Occidental. Con los Reyes Católicos, España se convierte en la adelantada de Europa al abolir cualquier atisbo de la servidumbre del feudalismo. Nuestras Cortes también son pioneras en la incorporación del tercer Estado y en la división de poderes como limite del poder del Rey. La Escuela de Salamanca, sin necesidad de arrasar con la tradición cristiana, afirma mucho antes que los enciclopedistas que todos los seres humanos, con independencia de su origen, se encuentran dotados en su naturaleza de derechos inalienables, como la vida, la libertad y la propiedad. Y nuestro imperialismo ultramarino, lejos del colonialismo extractivo anglosajón, siempre fue constructivo.

Pero, ante todo, la civilización católica no se puede entender sin España. Desde que en el III Concilio de Toledo el arrianismo fue sustituido por el catolicismo, la Hispanidad nunca se ha separado de la cultura católica. Lo que llamamos Reconquista no es más que el devenir de los reinos cristianos que invocan la vieja herencia de unidad política y religiosa del Rex Hispaniarum Visigothorum. El descubrimiento de América y el Imperio Español están indisolublemente unidos a la evangelización de aquellas tierras a donde el Viejo Continente lleva su civilización. Pero la defensa de la fe católica es sostenida en Europa también por España. El vigor de la Contrarreforma frente al protestantismo desde luego no habría sido el mismo sin el respaldo de la monarquía hispánica y el papel preponderante que los teólogos españoles tuvieron en el concilio de Trento, gracias a la vitalidad que el pensamiento católico tenía en España. La guerra de los 30 años, que durante el siglo XVII desangra España y Europa, acaba con nuestra derrota y marca nuestro declive como potencia política y militar, pero también inicia una desvalorización de los principios esgrimidos por las escuelas de pensamiento españolas. El triunfo militar del protestantismo parece deslegitimar de alguna forma la ideológia hispánica, al quedar relegada nuestra Nación como primera potencia europea. Esta decadencia política, que se prolonga durante más de dos siglos, lleva a los intelectuales del siglo de las luces a entender que de ningún valor pueden considerarse las aportaciones españolas. Aun entonces, el padre Feijoo, Jovellanos o Campomanes, se niegan a renunciar a la herencia del pasado y a la trascendencia del pensamiento católico, preconizando una fórmula distinta e hispánica para la Ilustración.

En esta confrontación entre la civilización católica y la modernidad, que se agudiza tras la Revolución Francesa, la ideológia liberal aceptó como prueba irrefutable de la inferioridad del pensamiento católico la postración de España. Carecíamos de las cualidades que habían conseguido que nuestros rivales desarrollasen la industrialización, el capitalismo y el comercio, mientras la civilización hispánica, prisionera de sus raíces católicas, permanecía estancada. Y así nos persuadimos de que, si un día fuimos capaces de crear descubridores, navegantes, conquistadores y pensadores, no fuimos capaces de crear capitanes de empresa ni científicos, problema que sólo tendría solución abandonando nuestras tradiciones, adquiriendo las virtudes de otros pueblos y otras concepciones ideológicas.

Con ello nos cerrábamos al entendimiento de lo nuestro, prescindiendo de nuestras propias fuentes creadoras para simplemente emular lo que se pensaba por Europa. El marxismo no hizo más que aplicar con más rabia la piqueta demoledora a nuestro pasado y denigrar nuestras aportaciones al pensamiento Occidental, negando que fuimos una potencia civilizadora de primera categoría.

Al igual que sucedió con la Revolución Cultural china, sepultada por el propio partido comunista chino, va siendo hora de desembarazarnos de nuestros complejos y de esa animadversión hacía el pensamiento, la cultura y la historia de la Hispanidad. Dar la espalda a nuestro pasado y a nuestras tradiciones intelectuales no es herramienta alguna de progreso, es garantía de aculturación, desarraigo y servidumbre.

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