«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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EL PUEBLO ESPAÑOL SE ORGANIZÓ PARA LA GUERRA

Lo que pasó el Dos de Mayo

'Los fusilamientos'. Francisco de Goya. Museo del Prado

En 1808 el pueblo español se levantó contra Napoleón. El pueblo, no la corona. Fue la primera vez que Bonaparte tuvo que hacer frente a algo semejante. Hasta ese momento, el imperio napoleónico se había extendido por el continente europeo con una audaz combinación de guerra y diplomacia. Los Países Bajos, Dinamarca y Noruega, los principados alemanes, la península italiana… Todos cayeron. Prusia y el imperio austriaco, arrinconados por la avalancha, no tardarían en aceptar un pacto. España formaba parte de ese mosaico imperial en condición de reino aliado (en la práctica, vasallo). Esto es importante subrayarlo: a efectos políticos, los franceses no eran una potencia enemiga, sino aliada. Por tanto, todo el aparato del estado, desde la corona hasta el ejército pasando por la administración, tenía órdenes de colaborar con los franceses.

¿Para qué necesitaba Napoleón la colaboración española? Para hacer frente a Inglaterra: España cerraba el continente por el sur a los barcos británicos y, sobre todo, era el lugar de paso imprescindible para entrar en Portugal, el principal aliado de Londres en el continente. Inglaterra seguía manifestándose como una potencia abiertamente hostil hacia España. En 1806 y 1807 había intentado invadir dos veces el Río de la Plata y sólo el ardor de las milicias locales y el genio de Santiago de Liniers consiguieron frustrar la tentativa. Con ese paisaje, Godoy se apresuró a firmar el pacto que Napoleón le proponía: una alianza para invadir Portugal y echar de allí a los ingleses. Fue el Tratado de Fontainebleau, en octubre de 1807. España dejaría pasar al ejército francés hasta Portugal y, a cambio, Portugal quedaría repartido entre España, Francia y el propio Godoy, que se vería convertido en príncipe de El Algarve, la región sur del país. Y los franceses pasaron, en efecto, pero se quedaron; en los meses siguientes van a acantonarse nada menos que 65.000 soldados de Napoleón en España. Así entraron los franceses: una invasión consentida por la propia corona.

La situación, objetivamente humillante, no tardó en despertar resistencias por todas partes. Por ejemplo, entre los partidarios del príncipe Fernando, opuestos a la política de Godoy y Carlos IV. También entre el clero, muy afectado por la política de desamortizaciones de Godoy y abiertamente hostil a las ideas revolucionarias. El pueblo llano, por su parte, consideraba insultante la ocupación francesa y, además, empezaba a sentir los efectos del hambre, porque la ruptura de las líneas con las Indias y la guerra en Europa habían hundido la economía del país. La atmósfera era cada vez más explosiva. El primer aviso fue la Conjura de El Escorial, a finales de 1807: una burda conspiración palaciega de Fernando contra Carlos IV que éste desmanteló con rapidez; Fernando, que nunca fue un espejo de gallardía, delató a sus colaboradores. Quede claro que el heredero no pretendía levantarse contra los franceses, al revés: su movimiento pasaba por ofrecerse en cuerpo y alma a Napoleón. Mientras tanto, los franceses iban ocupando sin oposición Burgos, Salamanca, Pamplona, San Sebastián, Figueras, Barcelona… Y entonces llegó la segunda explosión.

El pueblo entra en escena

Fue en Aranjuez, al sur de Madrid, en marzo de 1808. En el palacio de Aranjuez se había refugiado lo que quedaba de familia real, con Godoy incluido, para no estar demasiado cerca de las tropas francesas. Y así aquel lugar se convirtió en el objetivo de las intrigas políticas y de las iras del pueblo. ¿El pueblo? Detengámonos un momento. Porque los sucesos de Aranjuez van a ser otra maquinación de un sector cortesano, el del príncipe Fernando, pero su protagonista fue el pueblo y, al cabo, el pueblo será el que desde este momento ocupe el primer plano. ¿Y qué pensaba el pueblo?

En realidad, sabemos muy poco sobre cómo podía ser el espíritu que animaba entonces a la gente, al pueblo llano. Estamos en 1808. La vida pública la protagonizan las elites sociales: los aristócratas, los caballeros, los clérigos de relieve, el burgués ilustrado… Son ellos los que conocen los problemas políticos y las intrigas de la corte, los que se sienten concernidos por la ambición de Godoy, los que conspiran a favor o en contra del príncipe Fernando… El estado llano tiene escasa importancia, incluso menor que con los Austrias. Hay que imaginar que a este pueblo llano –el comerciante, el artesano, el jornalero, el labrador, la costurera- las intrigas de la familia real le quedarían lejísimos. Nada habría impedido poner una u otra constitución, por ejemplo. En cuanto a la influencia de la Iglesia, era grande, pero no homogénea: desde los púlpitos se predicaba contra la Revolución, pero no se movía al pueblo a una u otra actitud política concreta sobre los vaivenes de la Corte.

Lo que sí tenía el pueblo era una idea muy clara, muy natural, de su independencia, y también una idea espontánea del buen y del mal gobierno, como corresponde a quien más sufre las consecuencias de una política funesta. Este pueblo ya no es el doscientos años antes: nada que ver con aquella España de hidalgos y religiosos, tan orgullosos como pobres, que lo mismo fundaban un convento en Japón, buscaban Eldorado en la selva amazónica o asaltaban una fortaleza en Holanda. El pueblo español de ahora, 1808, está hundido. Pero conserva su orgullo. Y ni Napoleón, ni Fernando ni Godoy sabían hasta qué punto.

De Aranjuez a Bayona

Volvamos a Aranjuez. En la noche del 16 de marzo, los partidarios de Fernando empiezan a agitar al pueblo. El motín estalla al día siguiente. Una muchedumbre exasperada se dirige hacia palacio. En cabeza van, camuflados, aristócratas del partido fernandino, pero la situación pronto se les va de las manos: el pueblo entiende poco de querellas dinásticas; lo que quiere es matar a Godoy. La multitud asalta el palacio. Destroza y quema cuanto encuentra a su paso. El motín dura casi dos días. El 19 por la mañana los amotinados hallan a Godoy escondido entre unas esteras. La multitud apresa al valido y lo traslada al cuartel de Guardias de Corps bajo una lluvia de golpes e insultos. Si no lo mataron fue porque el príncipe Fernando, dueño de la situación, intervino para protegerle.

Muy pocas horas después, al mediodía de ese 19 de marzo, Carlos IV abdica y cede la corona a su hijo. Ya es el rey Fernando VII. Carlos IV marchará a Bayona, en Francia, para ponerse bajo la protección de Napoleón. También Godoy sale hacia Francia. Fernando VII se dirige a Madrid. Espera que el poder francés en la capital, empezando por el mariscal Joaquín Murat, jefe de la fuerza militar napoleónica, le reconozca como nuevo soberano. Pero el flamante rey sólo va a encontrar vacío. Aún peor: Murat, que acaba de desplegar 35.000 hombres en torno a Madrid, ordena a Fernando que abandone la capital y se dirija al norte, donde Napoleón le espera. Fernando se encamina hacia Burgos, primero, y después a Vitoria, pero en ninguna parte halla al emperador. Finalmente es conducido a Bayona, en suelo francés. Y aquí, en Bayona, es donde Bonaparte se ha propuesto dar a los Borbones españoles el golpe de gracia.

Consciente tanto de su propia fuerza como de la debilidad española, Napoleón había concebido una formidable encerrona. Primero, animó a Carlos IV a recuperar la corona que había dejado en la cabeza de Fernando. Mientras tanto, dejaba creer a Fernando que él, Napoleón, iba a darle el preceptivo espaldarazo como nuevo rey. Al mismo tiempo, procuraba atraerse también a Godoy. Bonaparte reunió en Bayona a los tres. Fernando, presionado por todos, se vio obligado a devolverle la corona a Carlos. Pero, al mismo tiempo, enviaba una nota a la Junta de Gobierno en Madrid denunciando la operación y declarándose cautivo. En cuanto a Carlos IV, lo primero que hizo fue confirmar como lugarteniente general del Reino de España… al mariscal francés Murat. Napoleón tenía lo que quería: España a sus pies. Pero el cuadro se le iba a romper por donde menos lo esperaba: el pueblo.

El Dos de Mayo

En Madrid, Murat, investido de nuevos poderes, anula a la Junta de Gobierno, que había quedado en la capital como representante de Fernando VII, y se convierte en una especie de dictador militar. La situación del poder en España es, en ese momento, de absoluto caos. El Gobierno –la Junta- no existe. El Ejército espera órdenes del Rey. Pero el Rey está dejando de ser Fernando VII para ser Carlos IV. El Ejército no puede actuar sin órdenes del Rey o del Gobierno, pero el Rey ya no manda y el Gobierno ya no gobierna. Entonces ocurre algo aparentemente trivial, pero que va a desencadenar una matanza y, al cabo, el principio de la guerra.

Es el 27 de abril de 1808. Murat, al parecer por indicación de Carlos IV, solicita a Palacio el traslado a Francia de dos hijos del rey: la reina de Etruria y el infante Fernando de Paula. La Junta de Gobierno, que ya sólo tiene poder sobre lo que pasa dentro de Palacio, se niega al traslado y pide instrucciones a Fernando VII. Pasan tres días. La tensión crece. El 1 de mayo llega una nota de Fernando: aunque se declara cautivo, ordena «conservar la paz y armonía con los franceses». En la noche del 1 al 2 de mayo, la Junta se reúne y accede a la petición de Murat. Pero, mientras tanto, el exterior de palacio ha ido llenándose de gente.

Madrid es un hervidero de rumores. El pueblo, que ya está soliviantado, se concentra frente a los balcones de la familia real. El rumor resulta cierto: soldados franceses se llevan en un carruaje a la reina de Etruria. Eso no molesta a nadie, pero todo cambia cuando el gentío ve llegar otro coche: el destinado a Francisco de Paula. Lo que se produce entonces es una pura reacción sentimental: «¡Que nos lo llevan, que nos lo llevan!», grita la muchedumbre. El pueblo invade el palacio. El infante aparece en un balcón; la muchedumbre hierve. Y Murat, dispuesto a aplastar cualquier alboroto, manda a palacio un batallón de granaderos que dispara contra la multitud. Una escabechina. Pero la sorpresa de los franceses es que el gentío no se retira, sino que comienza a pelear.

En muy pocas horas, la lucha se extiende a todo Madrid. Es un paisaje aterrador: navajas y cuchillos contra sables y cañones. Los madrileños intentan cerrar las puertas de la ciudad para que no entre el grueso de las tropas francesas, pero Murat ya ha introducido en las calles de la capital a 30.000 soldados. A partir de ese momento, por toda la ciudad se repite lo mismo: los franceses cargan, la multitud se desangra, pero los madrileños vuelven a atacar para vengar a sus muertos. Se acentúa la resistencia en la Puerta de Toledo, en la Puerta del Sol, en el parque de Artillería de Monteleón… La jornada del 2 de Mayo empieza a entrar en la Historia.

Murat no está inquieto. En Madrid no hay rey. No hay Gobierno. Napoleón se ha adueñado de España sin pegar un tiro. España no tiene más Gobierno que él, Murat. Nuestro ejército —en Madrid, apenas 3.000 hombres— tiene órdenes de cooperar con los franceses. Lo que hay en las calles no es más que una turbamulta de paisanos armados con navajas, mujeres con tijeras y algún trabuco de lance. La caballería francesa embiste. Pero los madrileños aguantan e incluso contraatacan; se ensañan con los mamelucos, jinetes egipcios que forman la guardia personal de Murat. Aún así, la victoria francesa es inevitable. Hasta que ocurre algo imprevisto: una parte del ejército español rompe la disciplina y se subleva.

El Parque de Monteleón

Eso es lo que ocurre en el Parque de Artillería de Monteleón. Los madrileños sublevados acuden a proveerse de armas. Allí, como en todas partes, había un destacamento francés: unos setenta soldados. La primera reacción de los franceses es abrir fuego contra los paisanos. Un oficial español, el teniente Arango, se presenta en el lugar y lo impide. En torno a esa hora empiezan a llegar oficiales de Artillería al Parque. ¿Por qué? Desde varias semanas atrás, un grupo de oficiales, especialmente artilleros, había hecho planes de insurrección. Entre ellos hay dos que se convertirán en protagonistas épicos de la jornada: Daoiz y Velarde. Ambos acudieron esa mañana al Parque de Monteleón. Daoiz se presenta a las ocho de la mañana. Arango le da novedades y le entrega las órdenes de la superioridad: ningún movimiento. Al mismo tiempo, Velarde despacha con sus superiores. Por orden de éstos o por iniciativa propia, coge un fusil y se dirige al Parque. Por el camino se le unen paisanos que asedian la puerta del cuartel: piden armas.

Dentro del Parque la tensión es extrema. Daoiz es el jefe del puesto. Arango le ha entregado la orden: nada de formar causa común con el pueblo. Daoiz pasea por el patio, crispado, con el papel de la orden en la mano. Al otro lado de la puerta, la multitud vitorea al Rey, a España, a la Artillería. Llega un momento en que Daoiz no puede más. Coge la orden, la rompe, desenvaina el sable y manda abrir las puertas; que entre el pueblo. Manda a Velarde que encierre al destacamento francés. Todo es cosa de minutos. Daoiz y Velarde organizan la defensa con apenas un centenar de paisanos, tres cañones y dieciséis artilleros. Hay otros nombres: Cónsul, Carpegna, Ruiz, Osma, Areco, Novella, entre los militares. Y junto a ellos, decenas de hombres y mujeres ardiendo de indignación.

Casi inmediatamente aparecen los franceses: la división westfaliana del general Lefranc, con orden de tomar el Parque. Los franceses encuentran las puertas cerradas; no saben qué pasa dentro. Daoiz deja que se acerquen. Cuando los franceses fuerzan las puertas, Daoiz da la orden de fuego. Nuestros cañones lanzan una descarga mientras los paisanos disparan desde las casas colindantes. Los franceses huyen en desbandada. Ha sido sólo el primer asalto. Daoiz saca tres cañones fuera del Parque. Los defensores, soldados, hombres y mujeres, toman posiciones. Los franceses cañonean a su vez. Segundo asalto: el mismo resultado. Lefranc, el general francés, herido en su orgullo, decide ponerse él mismo en cabeza de la nueva acometida. Los franceses vuelven a cañonear. La metralla mata a una de las defensoras, Clara del Rey, que cae junto a su marido. A los españoles se les acaba la munición. Abrazada a un cañón muere otra de las nuestras, Benita Pastrana. Se combate ya a la bayoneta. Velarde cae muerto de un balazo. En la puerta del Parque se amontonan defensores y atacantes. Daoiz aguanta como puede, apoyado en un cañón: un pedazo de metralla le ha destrozado una pierna. Los franceses rompen la línea. Todo está perdido. El mismísimo general Lefranc se acerca a Daoiz y le insulta, golpeándole en la cabeza. Daoiz, moribundo, aún tiene fuerzas para blandir su espada y herir al general. Las bayonetas francesas acaban con el artillero.

La epopeya del Parque de Monteleón duró tres horas. A los franceses no les salió gratis: entre muertos y heridos, se baraja la cifra de unos 60 oficiales y 900 soldados de Napoleón que fueron baja en aquella jornada; la mayoría, en este episodio del Parque de Artillería. De inmediato los franceses se lanzaron a la persecución de los defensores. En una de esas operaciones de rastreo encuentran a una muchacha de quince años, Manuela Malasaña, bordadora. Manuela se defiende con unas tijeras. La fusilan en el mismo acto. Habrá muchos centenares más.

El bando de Móstoles

En Madrid la resistencia ha terminado, pero ahora la historia cambia de escenario: Móstoles, en las afueras de la capital. Allí se había retirado, buscando refugio, un personaje importante: Juan Pérez Villamil, fiscal militar, secretario del Almirantazgo, académico, miembro de la Junta, político conservador, partidario del Antiguo Régimen. Ya es el mediodía del 2 de mayo cuando Pérez Villamil recibe una visita inesperada: otro importante caballero, Esteban Fernández de León, consultor de la Corona para asuntos de las Indias, que estaba abandonando Madrid con su familia cuando le sorprende el levantamiento. Ante la gravedad de los hechos, Fernández de León altera su ruta y acude a ver a Pérez Villamil para contarle lo que está pasando. Villamil, jurista como es, reflexiona sobre el mejor modo de tomar alguna medida que, por un lado, sea efectiva, y por otro, no ponga en peligro a nadie que se halle en aquel momento en Madrid. Decide entonces promover un bando municipal.

¿Por qué un bando municipal? Por una cuestión de competencias: un bando municipal destinado a movilizar milicias ciudadanas era una iniciativa que dejaba al margen tanto a la Junta —al Gobierno— como al Ejército, ambos formalmente bajo control francés, pero era también un documento oficial firmado por una autoridad, de manera que debía ser obedecido. La antigua tradición municipal española no había desaparecido del todo. Así que Pérez Villamil redacta un texto y se lo lleva a los alcaldes de Móstoles, que eran dos: uno designado por el estamento noble, Andrés Torrejón, y otro por el estamento general (“de hombres buenos”, se llamaba), y que era Simón Hernández. Dos ancianos labradores que ocupaban aquellos cargos y que, naturalmente, obedecieron las instrucciones del influyente Pérez Villamil. Aquel bando, en su redacción original, decía así:

Señores Justicias de los pueblos a quienes se presentase este oficio, de mí el Alcalde de la villa de Móstoles: Es notorio que los Franceses apostados en las cercanías de Madrid y dentro de la Corte, han tomado la defensa, sobre este pueblo capital y las tropas españolas; de manera que en Madrid está corriendo a esta hora mucha sangre. Como Españoles es necesario que muramos por el Rey y por la Patria, armándonos contra unos pérfidos que so color de amistad y alianza nos quieren imponer un pesado yugo, después de haberse apoderado de la Augusta persona del Rey; procedamos pues, a tomar las activas providencias para escarmentar tanta perfidia, acudiendo al socorro de Madrid y demás pueblos y alentándonos, pues no hay fuerzas que prevalezcan contra quien es leal y valiente, como los Españoles lo son. Dios guarde a Ustedes muchos años. Móstoles, a dos de Mayo de mil ochocientos y ocho. Andrés Torrejón. Simón Hernández”.

Esto no era exactamente una declaración de guerra: sólo la protesta desesperada de dos alcaldes, en un pueblo entonces minúsculo de la geografía española. Pero será este aviso el que encienda la mecha. Aquí aparece otro de esos gigantescos personajes secundarios que tantas veces surgen en la Historia: un postillón, es decir, un jinete de postas, que se ganaba la vida guiando a los carruajes por los caminos. Se llamaba Pedro Serrano, era andaluz y había llegado a Móstoles por puro azar, guiando la diligencia en la que viajaba Fernández de León. Hacía falta que alguien transmitiera el bando de Móstoles para alertar a los ejércitos españoles en Extremadura y Andalucía. Serrano se ofrece para ejercer de mensajero. A las siete de la tarde, el postillón andaluz toma la carretera de Extremadura. Llega a Navalcarnero y enseña el documento al alcalde. Sigue camino. Son las tres de la madrugada cuando alcanza Talavera de la Reina, en Toledo, e informa al corregidor. No descansa: galopará toda la noche hasta Casas del Puerto (hoy, de Miravete), en Cáceres. Allí se derrumba: ha cabalgado 200 kilómetros sin tregua. Cae extenuado. Enfermo, Pedro Serrano desaparece de la escena. Es el 3 de mayo.

En Madrid, mientras tanto, todo se tiñe de sangre. Murat ha amagado un gesto de gracia: que todo el mundo vuelva a sus casas y el incidente quedará olvidado. Pero sólo es un truco. Murat quiere dar un escarmiento, poner todo bajo su control y demostrar que en Madrid sólo manda él. Declara la ley marcial, lo cual permite tratar a los madrileños como a una fuerza enemiga, y dicta órdenes que van a disparar una represión brutal. La matanza comienza en la misma noche del 2 de mayo, ocupa toda la madrugada del día 3 y dura hasta el mediodía. Goya inmortalizó aquellos hechos en su célebre cuadro «Los fusilamientos». Caen patriotas que han participado en el levantamiento popular, pero también muchos otros que han sido detenidos con cualquier pretexto. La cifra de víctimas de la represión francesa en aquella jornada se calcula en torno al millar.

«…Y no os llaméis sino españoles»

Todo parecía perdido: Madrid, sojuzgado a fuego; Pedro Serrano, el postillón, desaparecido en acto de servicio. Pero no: otros han tomado el relevo. Los alcaldes que han ido recibiendo el bando de Móstoles lo remiten a su vez a cada cabeza de partido, desde donde se extiende por todas partes. Es el 4 de mayo cuando llega a Badajoz. Allí lo recibe el comandante general de Extremadura, que lo transmite a su vez a las autoridades militares de Sevilla y Cádiz. Son fundamentalmente los nobles del partido fernandino los que agitan las conciencias. La estructura del Estado permanece junto a los franceses, pero ya no cuenta nada: el bando de Móstoles se ha convertido en una especie de orden de movilización general. La voz de guerra se propaga de punta a punta del país.

Las noticias de Madrid llegaron a Bayona en la tarde del 5 de mayo. Napoleón montó en cólera. Reunió de nuevo a la familia real, culpó a Fernando de «la muerte de doscientos soldados franceses» y puso a Carlos IV en la tesitura de resignar la corona, a lo cual el rey, condicionado por Godoy, no puso gran reparo. Bonaparte se ocupó de alojar a los ex reyes en palacios dignos de su alcurnia, con la correspondiente asignación económica. Con la corona de España en sus manos, Napoleón la transfirió pocos días después a su hermano José. Era el plan concebido de antemano, aunque precipitado por los acontecimientos de Madrid. Aún no sabía el emperador que aquella sublevación del «populacho», como la había definido Murat, se estaba convirtiendo en otra cosa.

En efecto, para sorpresa de Napoleón, el pueblo español estaba recogiendo la soberanía del suelo, donde los reyes la habían arrojado, y se organizaba para la guerra. Toda Extremadura se levanta. Luego, Andalucía. Por todas partes se forman Juntas Provinciales. En Sevilla se constituye una Junta de Regencia. Oviedo se subleva el 9 de mayo. El día 25 de mayo, la Junta General de Asturias se rebela contra José Bonaparte, se proclama soberana y declara la guerra a Francia. Le siguen Santander, La Coruña, Cádiz. La Junta de Vizcaya proclama: «Españoles: somos hermanos, un mismo espíritu nos anima a todos. Aragoneses, valencianos, catalanes, andaluces, gallegos, leoneses, castellanos, olvidad por un momento estos mismos nombres de eterna armonía y no os llaméis sino españoles». ¿Qué está pasando? Karl Marx lo explicó muy bien en un artículo publicado en 1854: «Napoleón, que, como todos sus contemporáneos, consideraba a España como un cadáver exánime, tuvo una sorpresa fatal al descubrir que, si el Estado español estaba muerto, la sociedad española estaba llena de vida y repleta, en todas sus partes, de fuerza de resistencia».

El 6 de junio, la Junta Suprema Central, desde Sevilla, declara la guerra a Napoléon. Los catalanes rechazan al ejército francés en el Bruc. En julio se producirá la decisiva batalla de Bailén. En agosto de 1808 el Consejo de Castilla invalida las abdicaciones de Bayona y proclama rey in absentia a Fernando VII. Ya toda España está en guerra. Serán seis largos años de sangre.

Extracto del libro Te voy a contar tu historia, de José Javier Esparza, reciente editado por La Esfera.

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