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los ultras recurren a romper aquellos tabús que la sociedad condena sin fisuras

No existen motivos para afirmar que España es un país racista

Vinícius.

A Vinícius, jugador del Real Madrid, le han llamado «mono» un grupo de hinchas valencianos. Los culpables han sido identificados (jóvenes de 19 años) y la grada ha recibido sanciones y multas ejemplares. Los insultos habían sido los mismos que se dieron en el Metropolitano, un caso que archivó la Fiscalía, por entender que aunque eran términos «desagradables» e «irrespetuosos», «duraron unos segundos» y se daban en un contexto de «máxima rivalidad».

Esta vez la situación ha trascendido el campo de fútbol, porque Vinicius, su agencia de representación e incluso el presidente de Brasil han aprovechado para generar un amplio debate social afirmando que España —así, en general— es un país racista.

Una afirmación tan gruesa es fácil de refutar, pero quizá habría que empezar por algo más básico: poner en cuestión que los insultos recibidos por Vinícius sean una muestra representativa de un racismo generalizado. Se da la circunstancia que de los pocos incidentes de este estilo recientemente registrados varios de ellos han implicado concretamente a Vinícius. LaLiga, por ejemplo, ha recogido nueve denuncias por insultos racistas, de las que ocho conciernen a Vinícius (y eso que hay más de 200 jugadores afrodescendientes en más de 40 clubes en distintas categorías).

¿Significan estos datos que Vinícius merezca, por algún motivo, recibir insultos de cualquier tipo? No, en absoluto. Pero lo que parece claro es que, para explicar esta proporción, hacen falta otras variables más allá de un supuesto «racismo de los españoles».

Hay quien dice que las exacerbadas muestras de odio que recibe el futbolista no son por su piel negra, sino por su camiseta blanca. Es decir, las hinchadas rivales utilizan contra él los ataques más bajos, porque utilizan contra todo el Real Madrid los ataques más bajos. No se trataría tanto de un odio anti-negro como de un odio anti-madridista tan furibundo que (en sus cabezas) llega a justificar incluso el odio anti-negro.

Un análisis muy difundido entre los expertos del tema es que el carácter conflictivo del jugador invita al insulto: en este mismo partido fue expulsado tras golpear a un rival y dirigió insultos («hijo de puta») y gestos provocadores al público. Su tendencia a encararse con rivales y público no justifica que se le insulte, en ningún caso, pero sí puede explicar por qué le ocurre a él y no a otros. Además, intentar provocar de las maneras más graves a los jugadores que se consideran estratégicos es una técnica habitual. El objetivo es hacerles perder la concentración y que jueguen mal. Seguramente este es también el motivo de que Vinícius sea el jugador que más faltas ha recibido en el campeonato: ¿son racistas el resto de jugadores (incluyendo a los negros)? ¿o, más bien, saben que hay que intentar obstruir a una pieza clave como es el brasileño?

Lo explicó muy bien, hace unos años, Cristiano Ronaldo, en respuesta a unos cánticos racistas que le dirigieron: «Yo no creo que exista eso del racismo, seguramente la gente lo cantaba para molestarme, para que juegue mal, pero es lo normal, no se puede uno enfadar por lo que digan los demás, tenemos que estar acostumbrados porque somos profesionales».

Cuando se trata de provocar al contrincante, se recurrirá siempre a sus características más visibles, más evidentes, o bien a aquellas cuyo señalamiento sea más hiriente para el mismo. Si el jugador es negro entre una mayoría de blancos, por ahí puede ir el ataque. Igualmente, el ataque irá en la dirección opuesta si el jugador fuese blanco entre una mayoría de negros: un ejemplo reciente es el portero francés Hugo Lloris que, tras perder la final del Mundial contra Argentina, recibió insultos como «sucio blanco» (sale blanc).

Más allá de la cuestión de las razas, a Héctor Bellerín se le acusa de afeminado por llevar el pelo largo. De Guardiola se han burlado por su delgadez, relacionándolo con que sea drogadicto o tenga el sida. A Piqué le atacaban a través de su mediática familia, cuando la afición del Espanyol le gritaba «Shakira es una puta» y «Milan, muérete» (en referencia al primer hijo de la cantante y el futbolista). Se parece a lo que le voceaban en los 90 al serbio Pedja Mijatovic (cuyo hijo estaba gravemente enfermo): «¡Se va a morir, el hijo de Mijatovic!». De un mal gusto semejante a lo que se oyó en el Vicente Calderón en 2011: «Ea, ea, ea, Puerta se marea», cuatro años después del fallecimiento de Antonio Puerta, jugador del Sevilla, por una serie de paros cardiorrespiratorios.

Cuando el Atlético de Madrid se ha enfrentado a equipos vascos, los ultras del Frente Atlético han coreado «No nos engañáis, Aitor Zabaleta era de Jarrai», acusando de etarra al hincha de la Real Sociedad al que los mismos ultras apuñalaron en 1998. Del lado contrario, en San Mamés o El Sadar han sido habituales los cánticos de «ETA, mátalos» o «españoles, hijos de puta». El Celta de Vigo, en su día, se retractó de contratar a Salva Ballesta, hijo de militar y patriota confeso, al oír entre sus “celtarras” aquello de «Salva Ballesta, tiro na testa» (disparo en la cabeza).

En este contexto hooliganero, el insulto racista no está conectado a un supuesto subconsciente racista de todo el país, sino que es una de las muchas muestras y modalidades del lado más deplorable de la psicología de masas que, en ocasiones, se da en las bancadas futbolísticas. Dicho de otra forma, recurrir a vilezas como desear la muerte de niños, celebrar los crímenes de ETA o incurrir en xenofobia no es ningún indicador de que en España y los españoles haya un trasfondo infanticida, terrorista o racista. Más bien todo lo contrario: demuestra que los ultras están recurriendo a romper aquellos tabús que la sociedad condena sin fisuras. Es una prueba de que ni siquiera los ultras suelen tener ideas articuladas o conductas habituales de infanticidio, terrorismo o racismo, sino que almacenan estos recursos en una carpeta mental prohibida que —entienden— sólo puede entreabrirse en una situación de máxima hostilidad y de mínima racionalidad.

En contra de la corriente de la mayoría de los medios de comunicación, no solamente habrá que negar que estos hechos prueben que España sea un país racista, sino que incluso puede ponerse en duda que todos los que han participado de corear barbaridades sean realmente racistas. Y, por supuesto, habrá que rechazar también el resto de mensajes que están intentando colocarnos en el debate público: que un comentario racista (o un chiste sexista) constituya el primer peldaño de una «escalera del odio» que conduce a la violencia física e incluso el genocidio, que la discriminación que pueda sufrir un millonario famoso esté conectada en forma alguna a las que sufran aquellos de una estrato socioeconómico más humilde o que España (cuna del mestizaje) tenga que aceptar lecciones de racismo por parte de gobiernos extranjeros.

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