Mari Carmen, una pensionista de Tarragona con un 65% de discapacidad reconocida, vive un auténtico calvario por culpa del fenómeno que el Gobierno prefiere seguir ignorando: la inquiokupación. No es una gran tenedora ni un fondo buitre. Es una mujer enferma, con vértigos, fibromialgia y ansiedad, que sobrevive con una pensión mínima y que, como tantos otros españoles, se ve atrapada en un sistema que ampara al que no paga y abandona al que trabaja.
El piso que heredó de sus padres en Cardona, y que pensó que podría ayudarle a aliviar sus cargas económicas, se ha convertido en una pesadilla. Mientras ella paga un alquiler en otra zona más barata para poder subsistir junto a su marido —también discapacitado por un tumor y una lesión inoperable en la espalda—, unos inquilinos morosos se niegan a abandonar su única propiedad. La situación es insostenible. «Si yo no recupero mi vivienda, haré lo mismo, porque ya no puedo más», advierte.
Los okupas no son delincuentes comunes, sino una joven pareja con tres hijos que, tras quedarse —según ellos— sin empleo, han decidido permanecer en la vivienda sin pagar ni un euro. La inmobiliaria que gestionó el alquiler colocó a esta familia utilizando la nómina del padre de la chica como garantía, una persona que ni vive allí ni da señales de vida. Hoy, Mari Carmen y su hijo Omar asumen los costes judiciales, los impuestos, la basura y los honorarios del abogado: 350 euros al mes que les exprimen unas pensiones que ya no alcanzan para vivir.
«Yo he trabajado en lo que ha hecho falta, hasta con mi hijo pequeño y discapacitado. Si he tenido que limpiar, lo he hecho; si he tenido que ir a un matadero, también. Ellos pueden hacer lo mismo o irse a buscar otra cosa. Pero yo no puedo mantenerles», denuncia la propietaria a Libremercado, que recoge su historia. Su estado de salud ha empeorado: más dolores, nuevas pastillas, y un encierro forzado en su propia casa por la ansiedad.
Pero el drama no acaba ahí. La trampa de la inmobiliaria fue decisiva. Tras años sin encontrar comprador para el piso, una vecina alertó de que había gente dentro. La agencia había entregado las llaves sin contrato ni aviso previo. Mari Carmen acabó firmando a regañadientes, engañada por la promesa de que no habría problemas. Dos meses después, los pagos ya llegaban tarde y mal. Desde enero, no ha ingresado nada.
El seguro, que también se apoyaba en la falsa solvencia del padre de la inquilina, tampoco da soluciones. Mari Carmen y su hijo descubren con indignación que la agencia había «metido con calzador» al padre en el contrato para que las cuentas cuadraran y así forzar su aprobación.
«Nosotros venimos de muchas desgracias», lamenta. «Mi hijo fue atropellado de niño y cobra 500 euros. Este piso era nuestro pequeño salvavidas, y nos lo han quitado«, añade.
El mensaje de Mari Carmen al Gobierno es claro: «¿Dónde queda el derecho a la propiedad privada? Si estas personas son vulnerables, que las ayuden ustedes. No somos los pequeños propietarios quienes tenemos que pagar el precio de sus políticas».