«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

De Ricardo Costa a Irene Montero, el patriotismo del PP y las filas podemitas

Ya forma parte del paisaje habitual: personajes corruptos, ligados al Partido Popular, que adornan sus muñecas con pulseras rojigualdas compareciendo ante comisiones de investigación, entrando en los juzgados, portada de informativos. Desde instancias interesadas, una y otra vez se subraya la ostentación que estos imputados hacen de los colores nacionales; lo que tampoco parece casualidad es que, de todas las circunstancias concurrentes, la de adornarse con dichos colores sea la enfatizada.

Esta misma semana

Ha sucedido de nuevo con la declaración de Ricardo Costa ante la Audiencia Nacional, a cuenta de la trama Gürtel de financiación ilegal del Partido Popular. Irene Montero, claro, no ha perdido ocasión de señalar la pulsera en la muñeca izquierda de Costa: «a quien roba, aunque se envuelva en la bandera de España, se le llama ladrón».

Si bien, como se ha dicho, es frecuente que personajes en ocasiones grotescos salten a la luz pública embutidos en la bandera de España, la exhibición de Costa admitiendo sin rebozos esa financiación ilegal del PP ha incorporado un elemento distinto: el reconocimiento de la culpa, lo que puede ser considerado un hecho, hasta cierto punto, positivo.

Incompatibilidad de patriotismo y corrupción

La crítica, sin embargo, no carece de base. En el fondo, quien la ejerce parece asumir que el patriotismo es un sentimiento noble que no debe mancharse con la herrumbre de la corrupción; de otro modo no se entiende su escándalo. O lo que pretenden hacer pasar por tal.

Porque, en el fondo, Podemos no se escandaliza de la prostitución del patriotismo cuando se utiliza para encubrir otros intereses, ya que según su visión del mundo la función del patriotismo es exactamente esa: lo que Podemos hace es utilizar la corrupción para atacar los símbolos nacionales, identificando patriotismo y corrupción.

En la Herriko Taberna

En su momento, Podemos trató de pasar por patriota, aunque nunca se atrevió a ir demasiado lejos en ese camino. Y es que resulta muy difícil jugar a ser patriota (por lo menos de España) desde una Herriko Taberna. En sus fibras más íntimas es algo que les repele.

La evidente reluctancia confesada por el propio Iglesias a la hora incluso de pronunciar el nombre de España, la consideración que le merecen el himno y la bandera….es menos que poco adecuada si se quiere reivindicar el patriotismo desde cualquier perspectiva.

Sabedores de que el patriotismo ha estallado en España, no se les escapa que no es el momento de una enmienda a la totalidad. La exigencia de la hora es la de amoldarse a ese estallido.

Una estrategia de neutralización

El patriotismo, para una organización que parasita el espacio soberanista, debiera ser obligatorio, casi elemental. Pero no es así en Podemos, precisamente porque no se trata de una fuerza soberanista. Sencillamente: quien no defiende el soberanismo no puede ser patriota y, obviamente, Podemos no tiene interés alguno en preservar la identidad nacional.

Llegados a ese punto, lo que Podemos ha intentado, dado que no están dispuestos a oficiar de patriotas, ha sido evitar que los demás lo sean. Tal y como se hizo en la transición, la idea es que nadie ice esa bandera algo que, hace apenas unos meses aún se podía proscribir, pero que hoy es impensable.

En su estrategia de neutralización, Podemos ha intentado dar al patriotismo un nuevo significado, pero sin éxito. De modo que Iglesias ha efectuado todo tipo de quiebros dialécticos para sacar su rédito. Incidiendo en esa línea, asegura que «la patria es lo contrario a un corrupto envuelto en una bandera o a una sede financiada en negro, tapada con una bandera». En otras oportunidades también ha tratado de definir la patria de forma aún más estrambótica.

Significativamente, el último remache del ataúd de Podemos ha sido el “proceso” en Cataluña, destinado a catapultar a la extrema izquierda al poder, pero que ha supuesto justamente lo contrario. Tiene algo de justicia poética el que haya sido una cuestión relacionada con la unidad de España la que haya precipitado la caída de Podemos y del Partido Popular, su contraparte en el guiñol de la política española.

Sin rédito electoral

El rechazo del patriotismo por parte de Podemos, se asienta en un análisis realista de la formación ultraizquierdista: seguros del antiespañolismo esencial de la izquierda en muchas regiones de España, calcularon con acierto que el escaso patriotismo de la izquierda del resto del país jamás compensaría la pérdida que supondría su ausencia en Cataluña, País Vasco y Galicia.

Quiso arreglarlo: La izquierda entiende el amor por la diversidad porque España es mucho más que la institucionalidad de Madrid”, pero cosas así no se terminan de traducir en términos electorales. La clientela podemita en las llamadas “autonomías históricas” o es nacionalista – y en ocasiones, muy radical – o ve el nacionalismo con benevolencia, desde una izquierda extrema cuyo nexo entre autonomías no es otro que la hispanofobia.

Pero esta también tiene sus límites, y hoy parece claro que Podemos pierde a buena velocidad apoyos entre un electorado para el que lo esencial son las cuestiones sociales pero que no está dispuesto a renegar de su identidad. Por eso, Podemos pierde cada vez más voto no ideologizado, replegándose hacia las cifras que en España ha tenido siempre la extrema izquierda.

Para ello inventó – no es broma – un “patriotismo republicano plurinacional” que oponer a los que “se envuelven en banderas para tapar los privilegios de la élite”. Insistiendo en esta misma idea, Pablo Iglesias ha declarado recientemente que “soy patriota, y nadie con cuentas en Suiza me da a dar lecciones de lo que es ser español”.

Una deriva desafortunada

Al poco de su primer éxito electoral, el líder radical comenzó a elaborar un discurso prometedor, en el que incluyó algunas reflexiones plausibles: “Claro que me siento español, y entiendo que hay que arrebatar el término a los patriotas de pulserita rojigualda que luego venden la soberanía y cierran escuelas y hospitales”.

Sin entrar en el sentimiento de españolidad que reclama para sí, lo cierto es que, si se ha empleado a fondo contra la pulserita, del soberanismo no hay ni rastro. De hecho, apenas nadie identificaría hoy a Podemos con una fuerza soberanista, lógico corolario de negar la soberanía nacional del pueblo español, como ha mostrado ante el desafío secesionista catalán.

Parece claro que, quien no defiende la soberanía hacia dentro, mal la puede defender hacia fuera. Por otro lado, sus bien conocidas connivencias con algunos de los principales agentes globalizadores impiden considerar con una mínima seriedad la posibilidad de que Podemos sea una fuerza dotada de un mínimo patriotismo.

Algo que, a fuer de ser sinceros, cada vez parece más extensible al conjunto de fuerzas políticas.

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