Es el único día del año con licencia para usar ‘español’ como apellido sin que te llamen facha. Cine español no suena igual que Ejército español o campo español. Lo autóctono es reivindicado con descaro y cierta alegría sin riesgo a que ningún cosmopolita de garrafón (Malasaña-Donosti-Barna) te acuse de chovinista. Los Goya del cine, más que premios, otorgan una patente de corso para promocionar lo que se hace dentro de nuestras fronteras con el orgullo que en otros campos es ridiculizado.
Este proteccionismo del que goza el cine y lo que llaman cultura en una situación de casi monopolio contrasta con el desprecio que recibe el sector primario, al que se le niega el pan y la sal. Nada importa que agricultores, pescadores y ganaderos nos den de comer y sean fundamentales para la vida de los españoles. A ellos se les obliga a sufrir la competencia desleal con productos extranjeros fabricados con mano de obra esclava y condiciones fitosanitarias menos exigentes. A esto algunos lo llaman libre mercado.
Claro que el poder no piensa en términos de rentabilidad económica. Su cálculo es meramente ideológico. Da igual que la industria del cine suponga un agujero en las arcas públicas y rara vez una película española llene las salas. Nada de eso importa. La cuestión es si su actividad favorece el discurso hegemónico de las élites políticas, que utilizan el cine como un gigantesco lobby a su servicio.
Todo ello es posible gracias a las generosas subvenciones gubernamentales, auténtico mecenas de una producción hecha a la medida. Es la razón de que a la cultura oficial se le llame contracultura, tinta de calamar que oculta al impostor que mantiene la ficción de tener un pie en la barricada y el otro en la moqueta. Pura pose, todo es parte del mismo engranaje, una moneda de dos caras creada para blindar al poder.
Igual que cada 8 de marzo la izquierda demuestra que el feminismo es la única bandera que le queda para agitar la calle, los premios Goya son la escenificación del poder absoluto del PSOE, que reparte dádivas y recoge los frutos. Cuarenta años de cambio de paradigma que permiten que cuando el PSOE afloja los actores aprieten, incluso bajen al barro como en aquella campaña de la ceja en favor de Zapatero.
La Academia del cine, por tanto, no es la matriz de actores, cineastas y productores, sino uno de los numerosos tentáculos del sistema, lubricante que engrasa la maquinaria socialista, la gran ubre estatal, que da de mamar a quienes más lloran.
Desde luego, no cabe restar méritos a los promotores. Un logro indudable de los Goya es que nunca se hable -salvo honrosas excepciones- del ruinoso estado del cine patrio y sí de la politización de la gala. Nadie se olvida del ‘no a la guerra’ del 2003, cuando Alberto San Juan, Willy Toledo o el gran Wyoming monopolizaron los titulares contra Aznar.
No ha sido la única ocasión en que el PP ha recibido de lo lindo. Que se lo digan al exministro de Cultura, José Ignacio Wert, que acudió a que le partieran la cara en la edición de 2015. Sin embargo, nunca parece suficiente maltrato al PP, que siempre acude obediente a la próxima edición.
Quizá sea el miedo a quedarse fuera de la foto, a no estar en la pomada en el día en que el sistema se viste de etiqueta. Esto lo entendió a la primera Pablo Iglesias, que al Congreso iba en pantalón vaquero y a los Goya de riguroso esmoquin. Cuestión de prioridades, también para Feijoo, que el mes pasado no fue a la manifestación contra Sánchez en Cibeles y ahora desfila por la misma alfombra roja que el músico proetarra Fermín Muguruza, simpatizante de Bildu, activista por la excarcelación de terroristas presos y candidato en las listas de Euskal Herritarrok. Suponemos, por supuesto, que la foto con VOX es más incómoda.
Claro que también es un alivio para Feijoo que este año no se haya llevado todos los premios una película como Campeones, protagonizada por discapacitados, ahora que proclama sin tapujos que el aborto libre es correcto y muy constitucional.