«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Las purgas de Stalin y unos ancianos de La Prospe

Fieles que organizan grupos callejeros de oración, antifascistas, pandilleros, ancianos negándose a envejecer y los recuerdos de un pasado convulso. Historias de Madrid.


Prosperidad es un barrio de contrastes. Cualquier zona de Madrid -o del mundo- puede albergar serias diferencias, pero en esta resaltan con más fuerza de lo habitual. Hay una Prospe rica y otra que contradice su propio nombre.
En la esquina de General Zabala y López de Hoyos se alza la Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús, templo donde el padre José María arenga a los fieles y ellos, verdaderos militantes de la causa, salen a tomar las calles con el fin de propagar el Evangelio y convencer al dudoso, al aburguesado y al descreído. Justo al lado descansa, cuando la dejan, una plaza elegida de forma recurrente por movimientos feministas o antifascistas para llevar a cabo sus campañas publicitarias o iniciar marchas contra el Hogar Social Madrid.
Barrio de casas bajas y corralas, o de edificios modernos y distinguidos en -por ejemplo- Clara del Rey o Corazón de María, que dibujan la diferencia entre cierta estrechez y el desahogo. Conviven en La Prospe ancianos de toda la vida con una oleada de inmigrantes hispanoamericanos, o extensas y plácidas zonas verdes con algún edificio ocupado por pandilleros de Dominican Don´t Play que exhiben sin recato su chulería.
Las calles del barrio vivieron un pasado turbulento del que ya no quedan señales. Los asesinos de ETA, sobre todo a principios de siglo, las eligieron para cometer algunos de sus atentados más crueles y sanguinarios. En Clara del Rey, un coronel retirado del Ejército del Aire murió por la explosión del paquete bomba dirigido a su hijo, también coronel. Otras veces, fueron varias las víctimas mortales provocadas por un solo estallido.
Tampoco la movida madrileña podría entenderse sin varios de los locales de Prosperidad que dieron voz a emblemáticos y exitosos grupos musicales. Destacó la discoteca Rock-Ola hasta el gravísimo altercado que acabó con la muerte de un jovencísimo rocker e inmediato cierre del recinto, ya antes en el punto de mira de las autoridades. Funcionaba además el Ateneo, hoy Centro Cultural Nicolás Salmerón, donde solían ensayar las bandas Kaka de Luxe o Paraíso de Fernando Márquez, enemigo de críticos seniles y tiempos asesinos al que una llamativa incorrección política colocaba bajo sospecha. Que si militaba en Falange Auténtica, que si se adscribía a Alianza Popular, que si publicaba una novela titulada Fe Jones… Así, era complicado llegar a lo más alto.
Hace muy pocos días, en una terraza cubierta de López de Hoyos, un hombre y una mujer -los dos por encima de ochenta años- hablaban con cierta emoción. Lo hacía él casi en exclusiva mientras ella lloraba, lloraba y lloraba sin parar.
Cuánto y qué auténtico desconsuelo. Ante tal escena, todo fue un no poder reprimir la curiosidad, acercar la cabeza, aguzar el oído y llevarse la sorpresa de que el llanto se producía porque aquel señor, con precisión e ínfulas de profesor de Oratoria, detallaba las actividades criminales de Stalin: purgas, gulags, crueldades varias. A veces, ella torcía el gesto como implorando el fin del relato pero entonces él volvía a la carga con alguna circunstancia especialmente deleznable, y después con la odisea de la División Azul, y luego con el Semíramis y la excitación del retorno.
En los discursos del genocida -aseguró-, el primero en dejar de aplaudir estaba sentenciado a muerte. Y ella, como si todo aquello hubiera sido ayer, lloraba sin pausa. “Eres sabio, tendrías que escribir un libro”. Cosas de La Prospe. De los ancianos de La Prospe.
El resto de la charla reveló que llevaban mucho tiempo sin verse pero tuvieron, a buen seguro, una especialísima relación. Como la señora crió cinco hijos de cuatro padres distintos, un día se le acercó la mujer del vecino para reprocharle tamaña indecencia y ella, presa de la cólera, restauró su dignidad regalando a la acusica tremendo mordisco en el cuello que casi le deja para siempre sin respiración. El juez decidió no ser demasiado duro y la agresora sólo pasó dos jornadas de calabozo. Otros tiempos.
Él, por su parte, fue también pendenciero y dio algún trabajo a las autoridades. Cuando comenzaron a diseccionar la pestilente actualidad y dar por hecho que todo sería muy distinto si viviera ya sabemos quién, llegó el momento de levantarse, acudir a la barra e invitarles a todo lo que hubieran consumido. Dos minutos después se incorporaron, pidieron la cuenta, buscaron sin suerte a su benefactor y echaron a andar calle abajo con aspecto de ir a conquistar el futuro. Ninguno de los dos se distanciaba del suelo más de un metro con cincuenta centímetros. Y tendrían ochenta y pico, pero esos ancianos habían decidido ignorar la llegada de la vejez.
Poco o nada más puede decirse de los curiosos personajes, que se desdibujaron a paso juvenil entre gentes de otro tiempo. Si acaso, que ella escondía en el fondo de su mirada el recuerdo de cierto ardor, los vestigios de una lujuria traviesa con la que a veces, como disimulando, trataba de salpicar a su amigo del alma.

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