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Un cuento de Navidad: ‘Pamplona, de gris y plomo’

Calle Mayor, Pamplona. Fotografía de Rufino Lasaosa.
Calle Mayor, Pamplona. Fotografía de Rufino Lasaosa.

-No se veía correr a un gudari tan rápido desde la rendición de Santoña.

Antonio lo soltó entre risas, no demasiado fuerte pero tampoco con el tono de voz que se usa cuando hay peligro, mientras hundía la cuchara en el guiso de pochas que incluía el menú del lunes. Enfrente le escuchaban dos compañeros, siempre de cara a la puerta del bar donde comían una vez a la semana. Las instrucciones del Ministerio del Interior eran claras: no conviene repetir en los mismos lugares salvo que sean de confianza. Y este lo era, aunque no había sitio, ni siquiera en casa, donde se estuviera a salvo.

Ninguno olvidaba que un año antes estuvieron a punto de morir junto a muchos de sus compañeros en la cafetería que está frente al edificio del Gobierno Civil. Sí falleció su dueño cuando accionó accidentalmente la bomba que los terroristas colocaron la noche antes para aniquilar a los policías que acuden cada mañana a desayunar. De no encontrarla, horas después se habría producido una masacre.

Pamplona había amanecido con una niebla espesa que prácticamente se difuminaba con el ambiente gris y plomizo propio del mes de diciembre. El cielo panza de burra y un frío intenso hacían que el día no rompiese a abrir y la hora del almuerzo pareciera la del desayuno, y a eso no se acostumbraba Antonio por mucho que llevara dos años viviendo en la ciudad, tan lejos del sol andaluz que le vio nacer. Apenas le dio tiempo a saborear la alegría cuando aprobó las oposiciones a inspector de policía nacional, en unos meses fue enviado a su nuevo destino donde comprobó que las pistolas no sólo se usan en la academia. Su bautismo de fuego no tardó en llegar, inmerso como estaba en operaciones antiterroristas, labores de seguimiento y desarticulación de comandos.

Claro que Antonio, recién casado, no llegó solo, lo hizo junto a su mujer con la que se instaló en un cuarto piso de un edificio de seis plantas en el barrio de San Juan. Una casa de lo más normal, con dos dormitorios y ascensor, excepto porque antes vivieron en ella varios guardias civiles, y no estaban las cosas para llamar mucho la atención. Antonio pensaba que Interior no se tomaba muy en serio la seguridad de sus hombres, por eso prefirió omitir ese detalle a su esposa, que ya tenía suficiente con la atmósfera opresiva del entorno.

Pamplona, desde luego, no parecía el mejor destino para un policía secreta de 29 años recién ingresado en el cuerpo. Los días se hacían interminables, y no precisamente por el clima. El estrés le había provocado insomnio y la pérdida de más de diez kilos desde su llegada al norte. Estaba a punto de finalizar 1980 y ETA había asesinado a 93 personas, casi dos a la semana, nueve más que el año anterior. El último se llamaba Ángel, al que ametrallaron mientras montaba en su coche después de visitar a su abuela. Enterrar a compañeros se había convertido en una rutina insoportable. Había curas que se negaban a celebrar el funeral, obispos que hablaban con la boca pequeña y a veces hasta justificaban ‘la lucha’ de los criminales. Que además tuvieran que esconderse para despedir a los suyos suscitaba una mezcla de vergüenza y rabia entre los policías, a los que les asaltaban pensamientos contradictorios: a veces querían dejarlo todo y otras tomarse la justicia por su mano.

-Al final siempre tomamos el camino de en medio-, dijo Antonio a sus compañeros rememorando aquella noche que detuvieron a tiros a un comando escondido en un caserío en el monte, cerca de Lecumberri, a las dos de madrugada en pleno invierno.

-Estábamos acojonaos-, confesó Manuel, también con perfecto deje andaluz, recordando otro de los grandes enigmas sin resolver por esa generación de policías: ¿por qué reclutaban a tantos secretas en el sur? Era un milagro que el acento no les delatara en cada misión.  

Fernando, tercero en la mesa, acababa de pedir los cafés.

-Por cierto, Antonio, nos tienes que acabar de contar lo del gudari.

Una nube de humo envolvía el rincón escogido para comer, beber y fumar. Lo hacían a diario, como una válvula de escape, frente a una realidad demasiado áspera. Entre ellos se reconocían con facilidad, policías y guardias de la secreta, todos con pobladísimas barbas o bigote, y vestidos de paisanos con camisas de estampados con cuellos grandes muy abiertos, jerseys de lana, chaquetas de pana o cuero y los pantalones vaqueros que empezaban a imponerse.

El dueño del bar, Txomin, se acercó a servirles los cafés y, como era de confianza, siempre soltaba algo:

-He leído en el periódico que ETA prepara un gran atentado antes de Navidad.

Este tipo de noticias mellaba la moral de la población, a la que le habían contado que los terroristas ya no matarían, y mucho menos a civiles, una vez llegada la democracia. La realidad, sin embargo, era bien distinta, como sabían las familias de los dos amigos asesinados el último 1 de mayo mientras paseaban a medianoche por el casco viejo.

Para un policía del servicio secreto el miedo era parte del paisaje. Tener un poco de miedo -eso les decían los psicólogos- era bueno porque les ayudaba a estar alerta, que lo mejor era enfrentarse a los demonios de frente y por derecho y no tenerlos en la mente, pues el cerebro casi siempre juega peores pasadas que la realidad.

Antonio cantó:

-Hace semanas el vecino de arriba comenzó a darnos golpes en el suelo. Al principio no le di importancia, pero ante la insistencia devolví los porrazos con el palo de la escoba. Y así estuvimos varios días.

El vecino siempre elegía la madrugada para atacar, una sucesión de zapatillazos rompía la calma tensa de la noche, hasta ese momento, el único respiro tras todo un día con la parca aguardando en cada esquina. La pistola, siempre cargada, era un objeto más en la mesita de noche.

-¿Quién nos hace eso?-, le preguntó su mujer aterrada.

-No te preocupes, ya me enteraré.

Antonio adquirió el hábito de no tener hábito al salir de casa cada mañana. Seguía rutas diferentes y siempre a horas distintas. Lo único que repetía era llevar la pistola en una bolsa, simulando ser la comida, camino del trabajo. Llegó a la jefatura y antes del primer café pidió a un compañero de la comisaría general de información que le contara todo sobre su vecino.

-Mírame quién vive en el quinto, justo encima de mi piso.

El resultado no fue una sorpresa: se trataba de un concejal de Herri Batasuna que había concurrido a las elecciones con su nombre de pila en español, aunque en su buzón aparecía rebautizado como ‘Josu’.

Una noche, volviendo del trabajo, se produjo el encuentro en el ascensor.

-Mira, Jesús, como le pase algo a mi mujer, te mato. Si me ocurriera a mí, mis compañeros vendrán a por ti.

El concejal no se lo esperaba y puso cara de póker, quién sabe si ofendido por lo de “Jesús”.

Una semana después, la víspera de Nochebuena, un camión de la mudanza aparcaba frente al portal.

Antonio esbozó una media sonrisa al verlo, miró hacia ambos lados de la calle, que estaba desierta a esas horas, y se apresuró a subir para contárselo a su mujer. Traspasó la puerta de casa y sintió un gran alivio cuando la cerró dando doble vuelta a la cerradura. Enseguida se echó la mano a la pierna, por dentro del pantalón, para quitarse la pistola que llevaba encajada en una funda. Llegó a la cocina, el reloj marcaba la una de la madrugada, se calentó en un cazo la merluza rebozada que su mujer -a la que hacía ya dormida- le había preparado. Comió con ansiedad y bebió dos copas de vino precipitadamente que acompañó, finalmente, de un trozo de turrón. Al acabar, encendió un cigarro y se sirvió un pacharán que le sentó como el descanso del guerrero.

De camino al dormitorio, ya sin los molestos golpes del vecino, observó desde el pasillo algo extraño en el portal de Belén: un objeto rompía la armonía del conjunto. El salón estaba apagado, las únicas luces las emitían unas guirnaldas en cadena dentro del portal, así que se acercó y comprobó que era el retrato de la patrona de su pueblo que su madre le regaló el día que aprobó la oposición a policía.

Una voz se coló en la estancia:

-Feliz Navidad, hijo.

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