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Ponerse de perfil va pareciendo más peligroso que dar la cara

Zapatero, Sánchez y Podemos: el proceso constituyente que está en marcha 

El expresidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero y el presidente Pedro Sánchez. Europa Press
El expresidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero y el presidente Pedro Sánchez. Europa Press

La degradación va muy deprisa, tanto que a este ritmo es probable que alguno no llegue a tiempo al Congreso. Los partidos del Gobierno tensan la cuerda hasta límites peligrosísimos, convirtiendo cada pleno en un campo minado para la oposición (la única que hay) y la cámara en un apéndice de Ferraz. El objetivo, claro, es que alguna de sus provocaciones encuentre una respuesta bravucona, airada, con la que sus medios hagan picadillo durante días. 

Basta muy poco para dramatizar, y a estas alturas nadie debería sorprenderse de que quienes se gastaron cinco millones de euros en propaganda («salimos más fuertes») al principio de la epidemia, tengan ahora reparos en coartar la libertad de expresión a la oposición o conviertan una alusión personal irrefutable en una declaración de guerra.

Claro que este proceso de asalto a las instituciones no se explica sin Zapatero, que llegó al poder a lomos de la agitación y la propaganda tras un atentado que mató a 200 españoles, que es el padre de Podemos y del nuevo Frente Popular, que susurró a Gabilondo «nos conviene que haya tensión», voló por los aires la transición y desenterró viejos odios. Sin él, habría sido imposible el sanchismo. ¿Conoceremos algún día todas las coordenadas del puente aéreo Madrid-Caracas?

Mientras, el modelo chavista, mal que bien, se impone con la legitimidad del PSOE, partido hegemónico del régimen al que todo se permite. Incluso tres sentencias desfavorables del Constitucional: dos estados de alarma y el cierre del Congreso, el primer gran asalto del Ejecutivo al Legislativo. Precisamente esos poderes extraordinarios acumulados durante la epidemia son el inicio del proceso constituyente, como se le escapó a Juan Carlos Campo durante una sesión de control. Muy pronto, por cierto, será nombrado magistrado del Constitucional, primer exministro en ingresar en el tribunal en 40 años. 

A este ritmo de cacicadas ya han caído desde 2020 el TC, la Fiscalía con Dolores Delgado (otra exministra), el CIS, el Tribunal de Cuentas, TVE y, a punto de ello, el CGPJ. A excepción de la monarquía, el Congreso era hasta ahora la última institución a salvo de la voracidad gubernamental. Durante los últimos tres años han insultado a VOX en sede parlamentaria (ultraderecha, fascistas, parásitos, inmundicia, maltratadores o racistas) sin que la Mesa hiciera nada.

Uno de los que más ha contribuido a esta degradación es el vicepresidente de la cámara, Alfonso Rodríguez Gómez de Celis, que defiende abiertamente a Bildu, al que no permite que se le llame filoetarra. Su proceder, paradigma de la arbitrariedad y el sectarismo, es la confirmación de que no estamos ante una legislatura más.

A mitad de camino entre el tenebrismo sevillano y un personaje de Rinconete y Cortadillo, Gómez de Celis es un trilero de la calle Sierpes, un bandolero sin escrúpulos, un tipo capaz de promover por la mañana la primera peña futbolística del Congreso para «fomentar el diálogo y el consenso más allá de diferentes sensibilidades políticas» y por la tarde negarle la palabra al oponente.

Sin embargo, no convendría despistarse con el jueguecito poli-bueno poli-malo que Batet y Gómez de Celis interpretan. Ambos pertenecen al PSOE y acatan órdenes de Pedro Sánchez, que convoca plenos con nocturnidad –como el de la sedición– demostrando el sometimiento de la cámara a sus intereses.

Más de uno se preguntará dónde queda exactamente el PP en estas aguas revueltas. Bueno, antes permitió que en la Mesa hubiera dos miembros de Podemos y uno de VOX, despreciando la aritmética parlamentaria. Ahora Doña Cuca, por si hubiera dudas, hace el don Tancredo excepto cuando Podemos se victimiza, que entonces muestra la sororidad más generosa con la hermana Irene. La moderación, no hacer nada, frenará la degradación. Es la doctrina Feijóo, que dice que este proceso prerrevolucionario se neutraliza con desayunos informativos en el Ritz y una reunión con los sindicatos. 

Enfrente, Sánchez proclama que pasará a la historia, aunque es probable que no lo haga -como él cree- por la heroicidad de desenterrar a Franco, sino por fulminar la convivencia entre los españoles. Ayer quitaron la palabra a VOX en el Parlamento y hace unos días 30 alumnos de un colegio de Mallorca fueron expulsados por colgar la bandera de España. Esto es lo que viene. Ponerse de perfil va pareciendo más peligroso que dar la cara. La historia juzgará. 

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