Es el tipo de patriota del que se ríen en la costa este. Él lo dice claro: no se identifica con los WASP (acrónimo del inglés ‘blanco, anglosajón y protestante’) por algo tan sencillo como que los suyos engrosan las filas de la white trash (basura blanca), los deplorables, que así los llamó Hillary Clinton durante la campaña de 2016. Su gente son los millones de blancos de clase trabajadora que no aparecen nunca en las noticias y, rara vez —la suya—, en una de esas universidades donde se forma la élite estadounidense. Acabó en Yale, pero esa es una historia que aún no desvelaremos.
Todo en la vida de James David Vance es complicado, empezando por su propio nombre, el cual exige una explicación. Nacido en 1984 en Middletown (Ohio, donde hoy es senador) como James Donald Bowman, la marcha de su padre —con el que guarda una relación guadianesca— le hizo tomar el segundo nombre de su padrastro y el apellido de sus abuelos maternos, a los que llama «papaw» y «mamaw», los pilares que evitaron el naufragio.
Que J.D. sea hoy candidato a la vicepresidencia de los Estados Unidos es uno de esos milagros cada vez menos habituales en la tierra del sueño americano. Digamos que la infancia y el ambiente en casa presagiaban una vida adulta condenada a la marginalidad de las ayudas estatales, enganchado —como mamá— a las drogas o, en el mejor de los casos, trabajando en una cadena de comida rápida en cualquier pueblo del medio oeste.
Nada de eso le ocurrió al joven Vance, salvo lo tercero, pues trabajó como cajero en una tienda de alimentación para ayudar en casa y costearse la carrera de Derecho en la Universidad estatal de Ohio. J.D. se abrió paso en un mundo y una cultura, la de los paletos de las montañas Apalaches, en descomposición. En las páginas de Hillbilly, una elegía rural no hay lugar para florituras ni grandes monsergas vacías para politólogos sin alma. Su libro de memorias es más sencillo que todo eso, es un retrato en crudo de su familia y la de millones de compatriotas atrapados entre las dos costas donde viven quienes dirigen el mundo, son los grandes perdedores de la globalización que sufren en carne propia fenómenos como la desindustrialización y el cierre de fábricas motivado por la deslocalización.
Los interminables novios de mamá
Este libro —advierte— va de lo que pasa en la vida de la gente real cuando la economía industrial se hunde. Sabe de lo que habla, es la historia de los Vance y la de sus vecinos. Aunque J.D. vino al mundo en Ohio, su paradigma de la civilización es un pequeño pueblo de Kentucky llamado Jackson. De allí son «papaw» y «mamaw», que huyó cuando quedó embarazada a los 13 años. Después se afincaron en Middletown, en el rust belt (cinturón del óxido), donde «papaw» trabajó en el acero. Sus abuelos encontraron un empleo estable pero jamás se sintieron en casa a pesar de la cantidad de emigrantes de Kentucky instalados allí. Algo tendrán las montañas Apalaches que hasta el propio J.D., muy de niño, detecta en Jackson la arcadia feliz. Hoy, sin embargo, la cosa ha cambiado: Jackson siempre ha sido pobre pero nunca un lugar en el que un hombre temiera dejar sin vigilancia la casa de su madre.
Por si las moscas, «mamaw» guardaba un buen arsenal de armas que, por suerte, jamás empleó en las habituales peleas domésticas con el abuelo o cuando su hija recaía en las drogas. Peor aún, eso dice J.D., fue soportar el interminable carrusel de novios de mamá. «De todas las cosas que odiaba de mi infancia nada es comparable a la puerta giratoria de figuras paternas».
De aquel infierno escapó gracias a los abuelos, a quienes debe más que a nadie. Especialmente a la abuela. Tres años viviendo con «mamaw» durante la adolescencia le salvaron de caer en el pozo al que su entorno parecía condenarle. Aquello forjó su carácter y de su primera experiencia laboral en Dillman’s, la tienda de alimentación, observó cómo la gente que ha trabajado toda su vida vive con lo justo mientras hay una minoría que se contenta con vivir del subsidio del paro. «Nuestro vecino drogadicto se compra las mejores chuletas que yo era demasiado pobre para comprar».
¿Quiere eso decir que J.D. Vance no tenga conciencia de clase? Claro que la tiene. En primer lugar, su experiencia como cajero le ayudó a comprender que las políticas «del partido de los trabajadores» (los mayores damnificados por quienes vivían del Estado sin hacer nada son los currantes) no eran tan buenas como se decía. Y eso que en casa los abuelos votaban a los demócratas y añoraban a Roosevelt. Entonces, ¿de dónde le viene la cosa republicana? Bueno, por un lado está su enrolamiento en los marines con los que va a Irak. El otro factor, quizá el más decisivo, fue vivir en primera persona el aumento de blancos de clase trabajadora en los barrios más pobres. «El centro de Middletown es una reliquia de la gloria industrial americana», escribe con nostalgia.
Un paleto en Yale
A medida que J.D. va creciendo percibe que el sueño americano y el ascensor social se han averiado. «¿Por qué la gente como yo está tan poco representada en las instituciones de élite estadounidense?». Y, sin embargo, Vance está a millones de kilómetros de poner excusas. Acusa a algunos blancos del medio oeste de aprovecharse del ecosistema de abandono como coartada para no salir de allí. Por eso, cuando alguien le pregunta qué es lo que cambiaría de la clase trabajadora blanca, dice: «La sensación de que nuestras decisiones no tienen importancia».
De ello se dio cuenta cuando el instructor senior del cuerpo de marines que les hacía correr le recibió de esta guisa en la línea de meta: «Deja de ser un puto vago, si no estás vomitando es que eres un puto vago». Tras correr los 5 kilómetros reglamentarios le ordenó que esprintara una y otra vez. J.D. obedeció y cuando estaba a punto de desmayarse, casi sin respiración, sólo entonces, su superior le dijo que parase. «¡Así es cómo tienes que estar después de cada carrera!».
En los marines darlo todo era una forma de vida —admite— y sobre esa experiencia cimentó los éxitos que habrían de llegar. Si fue capaz de salir de Ohio y hacerse un hombre en el ejército, ¿por qué no atreverse con Yale?, universidad que «estaba mucho más allá de lo que yo esperaba de mí», confiesa. Algo así debió pensar su padre biológico que, al enterarse de que iba a presentar el formulario, le recomendó con sarcasmo que simulara ser negro o progresista. Y no le faltaba algo de razón, pues cuando J.D. llega a Yale (más del 95% de los estudiantes de Derecho eran de clase media-alta o superior) reconoce que es la primera vez que se ve fuera de lugar en toda su vida. «Me sentía como si mi nave espacial se hubiera estrellado en Oz».
Llegados a 2016 y en plena carrera presidencial Trump-Hillary, al bueno de J.D. se le ocurre llamar al candidato republicano el «Hitler estadounidense». La pregunta no es por qué Trump confía ahora en alguien que pensaba así de él hace unos años, sino por qué un rico de cuna y élite neoyorquina elige como número dos a quien representa su antítesis. Ironías de la vida, Vance, entonces lo ignoraba, es uno de esos millones de compatriotas de clase obrera de los estados del cinturón del óxido a quienes Trump debe la Casa Blanca. Ellos son el trumpismo; Trump es Trump.