Contra todo pronóstico y a pesar de las presiones externas, Polonia eligió este domingo a su nuevo presidente en una segunda vuelta que deja herido al establishment y complica los planes de Bruselas y Berlín. Karol Nawrocki, exboxeador, historiador y defensor de la memoria nacional, será el sucesor de Andrzej Duda a partir de agosto.
La victoria de Nawrocki sobre el liberal Rafał Trzaskowski, alcalde de Varsovia, fue estrecha pero contundente en su significado político. Con un 50,9% frente al 49,1% de su rival, el nuevo presidente ha roto con las previsiones de las encuestas, que hasta el último momento daban por hecho un triunfo globalista. Algunas incluso se atrevieron a declarar ganador de forma prematura al candidato de Donald Tusk. No fue así.
La conmoción se ha sentido con especial fuerza en Alemania, donde Trzaskowski era poco menos que un héroe europeo. Berlín confiaba en que su victoria allanaría el camino para borrar el legado de Ley y Justicia (PiS). Pero Polonia ha demostrado que no vota al dictado de la Unión Europea ni de sus socios occidentales.
Un presidente que habla el idioma del pueblo
A sus 42 años, Nawrocki representa el perfil opuesto al de un burócrata. Fue boxeador profesional, portero de discoteca, capitán de un equipo de fútbol… y también doctor en historia, director del Museo de la Segunda Guerra Mundial y del Instituto de la Memoria Nacional. Ha escrito sobre los crímenes del comunismo, ha defendido la demolición de monumentos soviéticos y ha denunciado la manipulación ideológica desde el poder.
La suya fue una campaña marcada por una idea clara: «Polonia primero«. Nawrocki promete poner por delante a los ciudadanos polacos en el acceso a la sanidad, la educación y a las ayudas sociales. Rechaza la ideología de género en las escuelas, defiende la identidad cristiana de Polonia y combate el discurso de culpabilización nacional promovido desde Bruselas.
Su respaldo no proviene de las élites urbanas, sino del corazón del país: agricultores, trabajadores y familias de provincias. No es casualidad que el mapa electoral muestre una clara división entre la Polonia rural, patriótica y conservadora, y la Varsovia liberal y cosmopolita.
Críticas sin fundamento y el fantasma de Putin
La reacción de los grandes medios occidentales ha sido inmediata: lo etiquetan como «ultraderechista», «populista» y «pro-Putin». Y eso que Nawrocki ha sido una de las voces más firmes contra el comunismo ruso, está en la lista negra del Kremlin desde febrero de 2024, y mantiene estrechas relaciones con el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y con la primera ministra italiana, Giorgia Meloni.
Lo que incomoda no es su supuesta cercanía con Moscú, sino su escepticismo hacia la expansión sin control de la OTAN, su rechazo al pacto migratorio de la UE, y su defensa de unas fronteras firmes. «Una Polonia sin inmigrantes ilegales«, dijo el domingo por la noche; es la promesa que más ha calado en una ciudadanía cansada de imposiciones externas.
El freno al Gobierno de Tusk ya tiene nombre
Hasta ahora, Tusk culpaba al presidente saliente, Andrzej Duda, de bloquear sus reformas. Esperaba deshacerse de ese freno a partir de agosto.
La Constitución polaca otorga al presidente poder de veto sobre las leyes del Sejm —la Cámara Baja del Parlamento de Polonia—. Tusk necesitaría una mayoría de tres quintos para anularlo, y no la tiene. Nawrocki ya ha advertido de que usará ese poder para presionar y, si es necesario, forzar elecciones anticipadas.
El programa del nuevo presidente incluye rebajas fiscales, incremento del gasto militar hasta el 5% del PIB y una reforma constitucional para blindar la herencia libre de impuestos. Pero más allá de las medidas concretas, lo que representa es un cambio de rumbo: el regreso de una Polonia soberana, anclada en su historia, sus valores y su pueblo.
Las elecciones parlamentarias están previstas para 2027. Pero tras la derrota de Trzaskowski y la creciente impopularidad de Tusk, ya se especula con un posible voto de confianza. El equilibrio de fuerzas ha cambiado.
Polonia ha tomado una decisión que no encaja en los planes de Bruselas, pero sí en los anhelos de millones de ciudadanos que no quieren seguir siendo súbditos del consenso globalista.