Francia ha prohibido las manifestaciones a favor de Hamás y Reino Unido ha advertido que incluso la ostentación de banderas palestinas pueden considerarse un delito y llevar a una detención. Ha dado igual: en ambos países, igual que en Estados Unidos, España, Holanda, Bélgica, Italia, Alemania y otros países de Occidente se han producido manifestaciones masivas en contra del Estado de Israel.
Ciertamente, una mayoría abrumadora de los asistentes a estas manifestaciones despliegan, simplemente, su lealtad étnica o religiosa, una de las desafortunadas consecuencias de las más que laxas políticas migratorias en nuestros países. Pero también son prueba de la extraña alianza entre activistas de izquierda y grupos islámicos.
En muchas de estas manifestaciones, como cualquiera puede comprobar por los vídeos y fotos que circulan por las redes sociales, las banderas palestinas se alternaban con la bandera roja e, incluso, en algunos casos con la bandera arcoíris, tan conspicuamente ausente de los países musulmanes, incluyendo Gaza.
De pronto, los europeos han visto su futuro. Pero también ha visto qué ideología nos lo ha servido en bandeja.
La pregunta ahora es, cómo es posible que se dé una alianza entre movimientos tan perfectamente contrarios. Lo que es blanco para los unos es negro para los otros. Si la izquierda apoya el feminismo más radical, los musulmanes se oponen incluso al más tímido y modesto; si la izquierda es partidaria de convertir en cuota protegida y promocionada a toda la gama de «inclinaciones» sexuales, los islamistas cuelgan de las grúas a los homosexuales y proscriben cualquier expresión de «sexualidad alternativa»; la izquierda es radicalmente laica y frecuentemente antirreligiosa, y el Islam es una religión que prevé en su propia esencia una teocracia y ordena matar a los apóstatas.
Nada, en fin, parecen tener en común en ideas y fines la izquierda y el islam político y, sin embargo, es un hecho comprobable que están unidos en una alianza, como lo prueban las declaraciones de la podemita Ione Belarra y muchos de sus correligionarios. Entonces, ¿qué les une? Lo mismo que a todas las «tribus» —LGTBI, ecologistas, animalistas, feministas, indigenistas, inmigracionistas…— que pastorea la élite woke: un enemigo común, la civilización cristiana occidental.
Los islamistas son, para la izquierda, un «proletariado de sustitución», una nueva clase oprimida en su monótono esquema marxista. El islamismo exterior, en el extranjero, viene a ser una revuelta marxista de los desheredados con un pintoresco disfraz religioso; el interior, es la reacción contra la opresión xenófoba. Los musulmanes son, en fin, una potente internacional proletaria que aún no tiene la conciencia correcta, pero es sólo cuestión de tiempo.
Lo explica perfectamente el periodista y autor británico Peter Hitchens: «La hostilidad de la izquierda hacia el cristianismo es específica, porque el cristianismo es la religión de sus propios hogares y de su tierra. El Islam ha sido un credo distante y exótico que nunca se les ha enseñado como una fe viva y probablemente nunca se les ha propuesto en la práctica como opción de vida. Por tanto pueden simpatizar con él porque es el enemigo de su monocultura y como un factor anticolonialista y, por tanto, progresista. Algunos marxistas formaron alianzas con los musulmanes británicos pese a sus muy reaccionarias actitudes con respecto a las mujeres y los homosexuales. Otros prefieren vivir en un estado de doblepensar no resuelto».
En Occidente, el Islam se deja querer. Vota a esa misma izquierda sin dios porque es votar concesiones, sin más. Es un aliado táctico, un «tonto útil» del que deshacerse llegado el momento, como el Ayatolá Jomeini se deshizo de los comunistas y los liberales que le ayudaron a derrocar al Sha. Es una carrera, pero la izquierda occidental acabará dándose cuenta, probablemente demasiado tarde, de que sólo la demografía dará la victoria a su extraño aliado.