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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

'Mis siete no predicciones para 2018'

Esta es la época del año en que se espera de los periodistas que hagan sus predicciones para el año que está a punto de empezar. No pienso caer en tamaño error, que solo ha dejado de empañar el historial de analistas mucho más grandes que yo porque el público lector, Dios le bendiga, tiene memoria de pez y las hemerotecas solo se consultan para sacarle los colores a los políticos.

 
¿Quién hubiera podido predecir en enero de 2001 que aquel año se inauguraría la inconclusa e interminable ‘Guerra contra el Terror’ y el comienzo de la pesadilla yijadista? La más documentada de las predicciones no puede tener en cuenta ese suceso, trágico las más de las veces, que aparece para cambiar el curso de los acontecimientos y estropear sesudas profecías.

Pero como tampoco pretendo escaquearme de mis obligaciones con la excusa de que es Navidad, apuntaré a siete áreas geográficas o informativas a las que habrá que estar muy atentos este 2018.
Empezamos con la Unión Europea, que ha terminado un año crítico. El club europeo está en crisis, para unos una saludable crisis de crecimiento, previa al inevitable ‘estirón’; para otros, estamos oyendo el canto del cisne del proyecto europeo.
¿Qué proyecto europeo? Esa es la cuestión. A Polonia la quieren poner de cara a la pared desde Bruselas, formalmente por no respetar la independencia del poder judicial. Si ustedes quieren creer que esta es la verdadera razón, son muy libres, pero les invitaría antes a examinar la relación entre poderes en otros Estados miembros y, sobre todo, la ‘legitimidad democrática’ de esa Comisión que ordena con poderes que hubiera envidiado un sultán y que se ha sometido a las urnas exactamente nunca.
No, Polonia es un grano al final de la espalda porque, siendo miembro entusiasta del club, defiendo un proyecto europeo diametralmente opuesto al que están defendiendo los eurócratas.
Lo que quiere Polonia es lo mismo que quieren sus socios del Grupo de Visegrado -Polonia, Hungría, Chequia y Eslovaquia-, otros países del Este, un sector creciente de la población en casi todos los países y, crucial, desde este año, Austria con la victoria del converso al populismo Sebastian Kurz, es decir: lo que se firmó, lo que se suponía que era, un ‘mercado común’, un espacio económico, una unión comercial sin injerencias políticas y respetando estrictamente la soberanía de los Estados en asuntos internos.
Todo lo contrario a lo que desean los eurócratas al mando. Estos han empezado el año con unas negociaciones del ‘brexit’ a cara de perro en las que están decidido a cobrarse su libra de carne y hacer pagar al Reino Unido su osadía para que a ningún otro Estado se le ocurra imitarles. En la espantada británica han visto, como en el cuento de Dickens, el Fantasma de las Navidades Futuras, la posibilidad de la disolución, y están decididos a impedirlo, hundiendo el pie en el acelerador.
Ya está en marcha el proyecto de ejército paneuropeo -que ya veremos cómo se conjuga con la pertenencia a la OTAN de una mayoría de Estados- y un Superministerio de Hacienda, es decir, con los mimbres para el megaestado en que sueñan. Una vez que lo sean, escaparse va a ser muchísimo más difícil.
El as por el que apuesta Bruselas es la inmigración masiva de Oriente Medio y el Norte de África, nuestro segundo asunto al que estar atento. Estalló el verano de 2015, agravada inmediatamente por el mensaje de la canciller alemana, Angela Merkel, invitando a todos los refugiados a Europa. Porque eso eran originalmente la mayoría, refugiados de la guerra civil siria.
Originalmente, porque casi en seguida la proporción de refugiados legítimos de esa guerra empezó a desplomarse, y ya ni siquiera disimulan los responsables de Bruselas su intención de que esos solicitantes de asilo -una condición que el derecho internacional considera temporal- se queden para siempre en nuestros países.
La razón por la que para los eurócratas esta crisis es su gran oportunidad es evidente. El gran obstáculo a la integración europea, a la desaparición definitiva de fronteras, a esos ‘Estados Unidos de Europa’ con que sueña Albert Rivera, no son los desajustes y desigualdades económicas entre unos países y otros, sino el apego de los ciudadanos a su identidad, a sus raíces, a ser quienes son.
Pero la población recién llegada no tiene ningún apego especial a este suelo, llega con valores, tradiciones y lealtades ajenas, remotas y distintas. Son nuevos europeos sin raíces en Europa, ideales para quebrar ese estúpido arraigo y constituir la vanguardia de la nueva Europa país.
Por eso ha sido esencial estos años emplear a los medios obsequiosos con el poder para presentar la cara más amable o más patética de la inmigración y, sobre todo, ocultar los problemas de toda índole que están ya provocando. En vano, al menos mientras existan redes sociales sin férrea censura.
Grecia e Italia, los países más afectados por el desembarco, están al borde del colapso. Nadie sabe a ciencia cierta cuántos son o dónde están, porque en cuanto llegan se pierden y las autoridades no pueden seguirles la pista. La logística de acogida es una pesadilla, los problemas de seguridad son inocultables y epidémicos, el coste económico es inasumible (nadie les ha debido contar que vienen «a pagar nuestras pensiones»), los problemas de convivencia (por darles un nombre suave) se multiplican, el choque cultural se agudiza por días.
Esta situación nos lleva al tercer fenómeno que hay que vigilar en 2018: el auge de los nuevos partidos soberanistas. Ya saben, los famosos, ‘populismos’, nombre que se evita definir con precisión y que se usa con alegría para designar a un puñado de grupos políticos, a menudo muy alejados entre sí en todo lo demás, que están cuestionando la hegemonía de los tradicionales.
Es lo que hemos hablado muchas veces aquí, la crisis del consenso socialdemócrata de posguerra, por el que desde 1945 se han alternado en el poder dos partidos hegemónicos que variaban en retórica al tiempo que aplicaban políticas básicamente idénticas: laboristas y conservadores, socialistas y gaullistas, CDU y socialdemócratas, demócratas y republicanos…
Pero en los últimos años, al ritmo de la inmigración masiva, por un lado, y de la integración europea, por otro, hemos visto el surgimiento de partidos que, pese a ser de recentísima creación, despuntan en las elecciones y amenazan el monopolio de los dos grandes.
El Frente Nacional de Le Pen es el gran pionero, siendo ya desde hace tiempo el partido con más militantes de Fracia. Su líder ha pasado ya dos veces a la segunda vuelta de las presidenciales francesas, la última, este año pasado, frente a un Emmanuel Macron que se presentaba también al margen de los partidos convencionales.
Pero está también Alternativa para Alemania, que ha crecido como ningún otro partido en las últimas elecciones al Bundestag, el Movimiento Cinco Estrellas (más euroescéptico que soberanista), los Demócratas Suecos…
Y, por supuesto, el FPÖ austriaco, que se quedó a unos pocos miles de votos de conseguir la Presidencia. Pero de Austria hablaremos en seguida.
Su avance no es en absoluto imparable, y tampoco es regular, como han demostrado parones y crisis en su avance a lo largo de este año.
Razonablemente, el electorado se resiste a votar a estos nuevos partidos, y no solo por la propaganda incesante y omnímoda en contra o porque carezcan de experiencia política, sino porque a menudo exhiben rasgos que parecen dar la razón a sus críticos.
Lo que de verdad, creo, desearía el electorado europeo crítico es seguir votando a su partido de siempre, pero con el contenido patriótico y el sentido común en su política migatoria que se daba por descontado en él hace solo veinte años. De dar este pequeño paso, los partidos de toda la vida podrían, en mi opinión, neutralizar el peligro del ‘populismo’.
La prueba más reciente es la victoria en las recientes parlamentarias austriacas del Partido Popular Austriaco (ÖVP) de Sebastian Kurz.
En Austria, como hemos dicho, es especialmente fuerte su ‘populismo’ local, el FPÖ, que parecía listo para arrasar en estas legislativas. ¿Cómo logró batirle el viejo ÖVP, equivalente en todo a nuestro PP, que siempre que ha gobernado en coalición lo ha hecho con sus rivales socialistas?  Sencillo: ‘robándoles’ el programa antiinmigracionista al FPÖ, suavizándolo ligeramente y formando gobierno con ellos.
Otro caso es el de Donald Trump, que ya ha pasado su primer año en la Casa Blanca sin que se haya hundido el mundo. El excéntrico y populista por excelencia llegó el poder, después de todo, como candidato de uno de los dos grandes partidos, no al modo en que lo intentara Ross Perot en su día.
Lo que pase en Estados Unidos, el hegemón mundial, es cualquier año punto de interés, pero este especialmente bajo la batuta del universalmente odiado Donald Trump.
Pese a las muchas promesas electorales que lleva cumplidas, hay que reconocer que se ha saltado las que más enardecieron a sus partidarios y alertaron a todos los demás, empezando por su famoso muro con México.
Para la economía, no ha resultado malo en absoluto, pero su primer año de mandato lo ha pasado esquivando los intentos de sus innumerables enemigos por desalojarle de la Casa Blanca. El más insidioso y constante es la infame ‘trama rusa’, el supuesto contubernio entre la campaña del entonces candidato Trump con el Kremlin para darle la victoria sobre Hillary con amaños indefinidos.
Tiene incluso un ex responsable del FBI, Robert Mueller, llevando una investigación al respecto de la que todos los medios de peso -principal oposición visible de Trump- esperan a cada momento material para poder cesar a Trump mediante ‘impeachment’. Pero, por el momento, la dichosa trama está resultando un monstruo de Frankenstein que se vuelve contra su creador, y está dejando la credibilidad de los medios por los suelos.
Lejos de encontrar material incriminatorio contra Trump, cada día crecen los indicios que permitirían encausar a su antigua rival -muy por debajo del presidente ya en las encuestas de popularidad- por extraños manejos con, precisamente, la Rusia de Putin.
Por lo demás, la política exterior de Trump, frente a lo que se proclamó en campaña, no está siendo ese devolver las tropas a casa, olvidar las aventuras exteriores y dejar que el mundo se las apañe. Hace ya décadas que la política exterior norteamericana parece ir en piloto automático, indiferente a quién ocupe la Casa Blanca en cada momento.
El último gran revuelo, el que vuelve a convertir, por enésima vez, a Trump en el Hitler del Mes, es la decisión de reconocer a Jerusalén como capital del Estado de Israel y trasladar a ella la embajada americana, algo que ya se aprobó hace más de 22 años por algo parecido a la unanimidad en el Congreso.
Pese a lo revolucionario que parece el gesto, parece responder a un realineamiento crucial en toda la zona. El mundo árabe, máximo valedor de sus hermanos palestinos, parece haberse hartado de sus reivindicaciones y miran con buenos ojos al Estado de Israel, empeñados en una rivalidad a muerte con la gran potencia chií al otro lado del Mar Rojo, Irán.
Pero Irán tiene buenas cartas en esta pugna aparentemente desigual. Ha convertido a Irak, sobre el papel aliado de Estados Unidos, en algo parecido a una sucursal, y su aliado en la zona, el Gobierno sirio de Bashar al Assad, acaba de limpiar de restos de ISIS todo su territorio. La guerra de Siria, a todos los efectos, ha terminado con la victoria de una de las bestias negras de Washington… Y aliado de Moscú.
Casi simultáneamente, las tropas gubernamentales de Irak hacían otro tanto con la presencia del Estado Islámico en su territorio, con lo que el ISIS pierde por completo su base territorial.
Esto, por supuesto, no significa el fin de la gran multinacional yijadista que, según numerosos comentaristas, recrudecerá sus ataques en Occidente para compensar y vengar la pérdida de su territorio. Necesita un objetivo claro, y esa América que acaba de reconocer la ciudad santa de Jerusalén como capital judía parece el objetivo perfecto.
Pero el verdadero pulso a la hegemonía global de Estados Unidos no viene de la mano del Islam, menos aún de una banda terrorista, por poderosa que sea, sino de dos verdaderos agentes nacionales, como ha dejado recientemente claro el propio Trump: China y Rusia.
Perdida (por el momento) Siria, el pulso con Moscú se mantiene en Ucrania, el patio trasero de Rusia, donde el Gobierno aupado por Washington trata de imponerse a los separatistas prorrusos del Donbas.
Pero es escenario verdaderamente clave está lejos de ahí, en el Mar de China. Por ahí pasa una enorme proporción del comercio mundial de mercancías físicas y su subsuelo alberga todo tipo de recursos que todas las potencias ambicionan.
China quiere dejar claro que ese mar que lleva su nombre es su zona de influencia, ha empezado a reivindicar islotes disputados y, sobre todo, a convertido muchos de ellos en verdaderas fortalezas flotantes.
También busca atraerse aliados tradicionales de Washington en la zona, y lo ha conseguido al menos con el filipino Duterte, un socio clave.
Pero el centro del interés en el área está en Corea del Norte, donde el tercero de los Kim, Jong-un, se ha pasado la segunda mitad del año poniendo a prueba la paciencia de Washington con sus bravatas en forma de lanzamiento de misiles.
Trump ha hablado de borrar del mapa Corea del Norte, pero es una opción altamente improbable, teniendo en cuenta a) la enorme cantidad de tropas norteamericanas estaciones en Corea del Sur, b) la millonaria cantidad de bajas que cualquier acción seria contra Pyongyang causaría con toda probabilidad y, no menos importante, c) China.
En teoría, China, su único aliado, está harta de las ‘salidas’ de Kim; en teoría, y siguiendo ‘instrucciones’ de Washington, ha llamado al orden a Pyongyang, amenazándole de cortar el grifo si sigue con su actitud de ‘perro loco’.
En teoría, subrayamos. En la práctica, China difícilmente puede permitirse perder Corea del Norte. Tiene pocos aliados bélicos en la zona, y la peor pesadilla de Beijing sería encontrarse con tropas americanas en su misma frontera, algo que sucedería en caso de unificación de la península.
La crisis se nos antoja como una larga y tensa partida del poker del mentiroso. Por ahora, China prefiere jugar al desgaste, dejar que Washinton siga desgastándose en sus guerras imperiales en Oriente Medio, mientras ellos le ponen patas al espectacular proyecto de la nueva Ruta de la Seda para unir China con sus principales mercados europeos con una impresionante red de carreteras y vías férreas.
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