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El postureo de demócrata le duró menos de un año

Baja popularidad y colección de fracasos en los casi nueve meses de Petro en el Palacio de Nariño

El presidente de Colombia, Gustavo Petro. Europa Press

Pensábamos que Petro tenía vía libre. Los partidos, apenas se juramentó, se pusieron a disposición de su Gobierno. El Liberal y el Conservador, las dos fuerzas tradicionales más importantes de Colombia, le estaban dando carte blanche a quien llegaba con la voluntad de acabar con todo. Colombia estaba perdida.

Pero no. Petro no la ha tenido fácil. La realidad es que, hasta hoy, con menos de nueve meses de presidencia, el Gobierno socialista de Gustavo Petro ha sido un completo desastre. Fracaso tras fracaso, el presidente no ha logrado domar al establishment político como, decían, lo iba a hacer sin fatiga.

La popularidad de Petro está por el piso, en reacción a la poca astucia política. De arrancar con 50% de apoyo, según varias encuestas, hoy apenas tiene el respaldo del 34% de los colombianos, frente a más del 50% de repudio. El último sondeo de Invamer también reveló que, aunque la popularidad de Petro hoy es del 34%, sólo el 29% de los colombianos considera que el país va por «buen camino«. En contraste, el 59% dice que Colombia va mal.

Los sondeos, al final, son sólo el reflejo de lo que para todos ha sido evidente. Quizá para bien, Petro es, hoy por hoy, un terrible presidente. Para bien porque no ha sido eficiente y, en consecuencia, no ha podido imponer su modelo, que pretende dispersar por Colombia el hambre y la miseria.

En campaña, Petro planteó como eje de la transformación que busca varias reformas. Respaldadas por sus electores radicales, las reformas se han convertido en el catalizador de las movilizaciones opositoras, masivas todas, que ha habido desde agosto del año pasado. La oposición a Petro les teme a las reformas porque entiende lo que hay detrás.

Una de las más polémicas y la que le generó la última crisis ministerial fue la reforma de Salud, que busca desmontar completamente el sistema actual —reconocido nacional e internacionalmente por su eficiencia— para sustituirlo por un aparato controlado plenamente por el Estado. Luego, la reforma laboral plantea acabar con la vida nocturna de las ciudades y el sábado como día de trabajo. Asimismo, la reforma laboral obstaculiza tremendamente la contratación, así como el despido. La reforma pensional también acabaría con los fondos privados y le daría el control total a un grupo de burócratas. Por último, está planteada la peligrosísima reforma política, que modificaría el código electoral, empedrando el camino hacia una dictadura.

Para que sus reformas pasen, Petro necesitaba de una mayoría en el Congreso, que logró gracias al apoyo de los partidos Liberal y Conservador. Las fuerzas políticas, que armaron la coalición con Petro, lo hicieron porque el Gobierno los había premiado con cargos decisivos y estratégicos dentro del gabinete.

Muchos de los nombramientos ministeriales más moderados, que de hecho lograron calmar los mercados con la asunción de Petro, eran cuota de los diferentes partidos. Pero la coalición apenas le duró.

En febrero de este año, poco más de cinco meses de Gobierno, Petro tuvo su primera y gran crisis ministerial. Una de las vacas sagradas de su Gobierno, el entonces ministro de Educación Alejandro Gaviria, moderado y respetado, salió del cargo luego de que el presidente le pidiera la renuncia. Se supo que Gaviria disentía de las pretensiones políticas de Petro y que a Petro no le gusta el disenso. 

Las reformas no pasaban los debates del Congreso, donde los parlamentarios de su coalición, demasiado quisquillosos para el presidente, exigían enmiendas o que fueran suavizadas. De la boca del presidente salían con un extremismo socialista muy peligroso que en los pasillos del Parlamento se diluían con endulzante light. No pasaban. Ni una. 

En paralelo al entumecimiento legislativo le estallaba al presidente el primer gran escándalo de corrupción de su Gobierno: su hijito mayor, Nicolás Petro, había recibido millones de pesos colombianos, que presuntamente iban para la campaña del papá, de grandes capos de la mafia. El temblor lo generó la revista Semana cuando la exnovia de Nicolás contó todo en una entrevista. Fue, entonces, un proyectil preciso contra el Gobierno, e hizo temblar la estabilidad.

Finalmente, hace apenas unos días llegó la segunda gran crisis ministerial de Petro. Ante la incapacidad de imponer sus reformas y el letargo de un Gobierno que llegó con ambiciones revolucionarias, Gustavo Petro anunció que ya era imposible mantener la coalición y buscar consensos y que, en consecuencia, exigía la renuncia a todos sus ministros.

De ellos, sacó a los más moderados —como el reconocido economista keynesiano José Antonio Ocampo, que ocupaba el cargo de jefe de Hacienda—, para nombrar a un grupito de militantes y activistas radicales, que no gruñirán a capricho alguno del Gobierno.

Y así, murió la coalición. Y así murió el consenso. También la voluntad de que las reformas sean aprobadas a través del debate civilizado. Lo dijo Petro: no hay posibilidad de coalición. Muere, entonces, el amague institucional que mantuvo cuarteado por ocho meses. Menos de un año le duró el postureo de demócrata. Lo anunció esta semana desde el balcón de Nariño, en un clarísimo guiño a su referente Hugo Chávez: o reformas o revolución. Y como no hubo reformas, habrá revolución. 

Y la revolución, sabemos, porque lo vimos en Cuba, en Venezuela y en Nicaragua, es hambre, muerte y exilio. Pero al final, que la simulación le haya durado tan poco es, también, un gran fracaso. Ahora los colombianos saben qué eligieron y saben qué enfrentan. Ahora el mundo sabe con qué deben lidiar. Y ahora Petro ha quedado expuesto como lo que siempre fue: un autócrata en potencia, que no teme en alzar las armas o matar para conseguir lo que quiere. Ya lo hizo en sus días de guerrillero.

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