«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La derrota de los toros y el triunfo del animalismo estatal

El final de la fiesta brava en Colombia

El final de la fiesta brava en Colombia

En este año que termina las élites políticas lograron, por fin, prohibir las corridas de toros en Colombia. Si se mira desde una perspectiva cultural amplia, esta prohibición marca un paso simbólico entre el final de las expresiones supérstites del barroco hispanoamericano y su reemplazo por formas culturales que se imponen desde el Estado. Es un curioso retorno al gobierno absolutista de las academias oficiales, en donde el arte era considerado un medio al servicio del poder (con personajes como Jean Colbert —todo poderoso dueño de la Real Academia de Pintura— proscribiendo las artes indignas para la gloria de Luis XIV).

Aunque se pueda pensar que de Colbert al ministro de cultura, Juan David Correa, pueda haber diferencias de contenido, el propósito de fondo en ambos casos no es tan diferente; se trata de imponer mediante las leyes una agenda cultural autoritaria que engrandezca los valores éticos y estéticos en que se sostiene el Estado, y que prohíba los que no sean de su agrado.  

Una aproximación a la tauromaquia en Colombia necesariamente debe considerarla como expresión típica del barroco hispano en América y de la moribunda etapa en que se encuentra. Los toros, como las procesiones, los carnavales, y en general las manifestaciones folclóricas que se formaron en Hispanoamérica a partir del Siglo XVI, conforman el ethos barroco en que se concibió y forjó la naturaleza misma de nuestra sociedad. Una naturaleza cultural jerarquizada y cristiana, pues nuestro barroco tiene la singularidad tridentina, jesuita y contrareformista que nunca tuvo en Europa, pero también desmesurada, algo confusa y extravagante. Así son los toros, o así eran —pues ya son cosa del pasado colombiano—.   

Una naturaleza teatral y misteriosamente irracional, como son las corridas de toros, resulta necesariamente incomprensible para las élites intelectuales que hoy buscan controlar la cultura con su dogmatismo cartesiano.

Íntimamente ligadas a las fiestas patronales de los pueblos, las corridas eran festejos al santo de la devoción local, antecedidas de procesiones religiosas. Luego venía el sacrificio paganizante del toro, regado con licor y música, pero solemnizado por una dramática y reverente atención a la muerte. El elemento subyacente a toda la fiesta brava es el de una comunidad rural y espiritual, profundamente despreciada por la sociedad actual, urbana y materialista.  

El vacío que va dejando esta cultura barroca que se va, ha tenido que llenarse de alguna forma. Por ello el Estado en Colombia promueve una ética neo pagana, centrada en el culto a la diosa tierra y sus animales, negando la doctrina del génesis que presenta al hombre como depositario y señor de la creación. A esta petro-cultura le tiene que repugnar la tauromaquia. Esto explica la obsesión con el calentamiento global, la guerra contra los hidrocarburos, o que genere más protestas callejeras una foca muerta en la Antártida que miles de niños desnutridos.  Las banderas enarboladas contra la degradación a los animales, nunca salen para protestar contra la degradación humana (degradación a las mujeres en la pornografía, a los bebés en los vientres de sus madres, o a los menores de edad a quienes amputan sus órganos genitales) O para no ir más lejos, la parálisis en las vías públicas al norte de Bogotá porque la Ministra de Ambiente antepone los derechos de unos patos al que millones de bogotanos tienen de movilizarse.

Pero es injusto atribuir el final de la fiesta brava al animalismo estatal. Lo cierto es que, si la tauromaquia fuera un festejo multitudinariamente arraigado, políticos como Juan Carlos Losada no se atreverían a tocarlo por temor a perder votos. Desde que la fiesta brava se aburguesó, fue perdiendo buena parte de la simpatía popular. A finales del Siglo XX, para muchas personas adineradas el gusto por los toros se convirtió en símbolo de estatus social. Se impuso con cada vez más fuerza una tendencia academizante o clasicista, que chocaba en todo con el espíritu espontáneo y popular de las corridas.

Una impostada flema victoriana se apoderó de autoproclamados expertos. Terminologías rebuscadas que nadie entendía, precios desproporcionadamente altos y un desfile estético de grotesco arribismo fue convirtiendo la tauromaquia en una afición para ricos, antipática para las clases populares. Los toros se fueron desligando de las fiestas patronales del pueblo, como las fiestas patronales mismas se desvanecían, y ello redundó en mayor indiferencia popular.

Será interesante ver qué tipo de espectáculos reemplazarán a las corridas de toros en las cientos de plazas que en su día fueron orgullo arquitectónico de pueblos y ciudades. Centros médicos de aborto y eutanasia sería una coherente alternativa para una cultura de Estado que enaltece hasta la idolatría la adoración hacia los animales y reduce al basurero la dignidad humana.

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