Termina el año y las candidaturas «de derecha» que se esforzarán por reemplazar a Petro resultan, con notables excepciones, aspiraciones que en cualquier otro país parecerían liberales de centro.
Quizás una de las múltiples razones que explican la «extrema tibieza» de la derecha colombiana tenga que ver con la desastrosa división que 70 años atrás se produjo entre el laureanismo y el ospinismo, y que en los años ochenta y noventa se tradujo entre alvaristas (los herederos de Laureano) y pastranistas (los herederos de Ospina).
Tras la victoria de los aliados en la Segunda Guerra, los Estados Unidos promulgaron en los dos hemisferios gobiernos democráticos y liberales. Con las excepciones de España y Portugal, las derechas europeas hicieron de tripas corazón y procuraron disfrazar su conservadurismo con ropajes liberales para agradar a Eisenhower y beneficiarse del plan Marshall. Inspirados en Maritain, líderes como Adenauer, Alcide De Gasperi y Robert Schuman invitaron a las sociedades europeas a abrazar la democracia como fundamento —y no simple forma— de gobierno, aceptando como telón de fondo el liberalismo, en ese fracaso rotundo y a la postre anticristiano que resultó ser la democracia cristiana (un oxímoron).
Pero como Laureano Gómez no gustaba del liberalismo ni de la democracia, tomó la audaz y poco pragmática decisión de no alinearse con la doctrina democrática liberal que buscaban imponer los gringos. El desafiante mensaje de Gómez a los norteamericanos fue más o menos este «lucha contra el comunismo sí, pero no desde la democracia, sino desde el antiliberalismo católico». ¡Una santa testarudez! Lo anterior se verificó en la intervención de Colombia en la Guerra de Corea —único país hispanoamericano en participar en el conflicto— y el intento por parte de Gómez de instaurar un régimen corporativista que, sin lugar a dudas, precipitó su derrocamiento el 13 de junio de 1953.
Tras la caída del presidente Gómez, la derecha en Colombia quedó dividida en dos: los que fraguaron el Golpe de Estado en su contra, —el ospinismo—, y el minoritario sector del mismo partido que mantuvo su lealtad al presidente derrocado, —el laueranismo—.
De estos dos sectores conservadores, se terminó imponiendo el de Mariano Ospina. Así fue con las presidencias de Guillermo Valencia (1962-1966) y sobre todo con la de Misael Pastrana, (1970-1974). Tanto fue así, que el laureanismo —ahora liderado por Álvaro Gómez Hurtado— tuvo muchos más espacios políticos en los gobiernos liberales que en los gobiernos conservadores de Betancur o los dos Pastrana.
Quizás por el talante intelectual de sus líderes, el Ospinismo carecía de la solidez doctrinaria necesaria para diferenciarse del laureanismo. Entonces Misael Pastrana, imitando a los partidos conservadores alemanes y franceses, inyectó a la derecha colombiana ingredientes demócrata cristianos e incluso llegó a rebautizar su partido como el Partido Social Conservador.
Si los Gómez eran de derecha «dura», los Pastrana serían «moderados». Esa consigna diferenciadora triunfó en favor de los segundos durante tres mandatos conservadores presidenciales, forjando inevitablemente la impronta de la derecha en Colombia, irremediablemente inclinada a la «extrema tibieza»: Mezcla tímida de liberalismo con progresismo taimado, en donde los pozos de doctrina los constituyen, ya no digamos Adenauer o Schuman, sino Belisario Betancur y el padre Giraldo —la versión colombiana del padre Arrupe—.
Así que no es de extrañar que la «derecha» colombiana esté a punto de presentarse con candidatos que, como Miguel Uribe o Vicky Dávila, beben del confuso manantial doctrinario del uribismo —mezcla de Julio Cesar Turbay, (¡ese ideólogo!), con José Obdulio Gaviria— y del pastranismo trasnochado que se forjó en los setentas y que nos condujo una y otra vez —primero con Belisario, después con Andrés Pastrana, Santos y hoy Petro— a obsesivos delirios de negociación con las guerrillas. Que entre Uribe y escoja.