La vuelta al poder en Brasil de Luiz Inácio Lula da Silva a partir de enero próximo, más que ser simplemente una victoria de la izquierda, deja entrever el triunfo de la impunidad en el país sudamericano. Aunque ya parezcan lejanos los días en los que el líder del Partido de los Trabajadores (PT) salió de la “complicación” legal en la que estuvo metido por varios meses, es bueno recordar cómo en su momento la justicia brasileña lo señaló y condenó por ser parte de una extensa trama de corrupción que comprometió a buena parte del sistema político.
“Lava Jato” significa lavado de coches, y es que precisamente en un establecimiento de este tipo ubicado en Brasilia fue donde, en 2014, la Policía Federal de Brasil realizó las primeras pesquisas sobre una operación de blanqueo de capitales que a la postre se descubrió descansaba sobre una intrincada red de sobornos a políticos, fundamentalmente articulados desde la estatal petrolera Petrobras y el gigante privado de la construcción Odebrecht.
Lo que había comenzado como una simple investigación en una gasolinera luego se transformó en un mega caso de corrupción que comprometió no solamente al estamento político brasileño, sino a gobiernos y figuras de hasta 12 países de América. Se estima que nada más la constructora Odebrecht repartió cerca de 800 millones de euros en sobornos en más de una decena de naciones en la región, amparándose en una metodología en la que daba dinero a actores políticos de distinto signo ideológico para controlarlos, bien a través de la obtención de contratos para realizar obras civiles (que en muchos casos nunca se culminaban), o bien simplemente para tener poder de chantaje sobre ellos.
En medio de todo aquello, Lula -quien fungió como presidente de Brasil entre 2003 y 2011- terminó siendo señalado, investigado y luego condenado. Un asunto de sentido común: luce muy difícil que quien fue presidente del país mientras se cimentó esta trama de corrupción que salpicó a todo el establecimiento político local, quedase fuera de la misma. Sobre todo porque se trató de uno de los casos de corrupción política más gigantescos que se han visto en Iberoamérica en los últimos 30 años, solo superado quizá por el desfalco chavista en Venezuela.
En septiembre de 2017 Lula fue condenado a nueve años y seis meses de cárcel por dos acusaciones: la primera radicada en un tribunal de Brasilia -donde comenzó toda la investigación- y donde se alegó “obstrucción a la justicia”, y la segunda encabezada por el fiscal Sergio Moro en Curitiba, por los delitos de “corrupción pasiva” y “lavado de dinero”. Durante el procesó se señaló a Lula, entre otras cosas, por haberse beneficiado con un lujoso tríplex en Sao Paulo valorado en cerca de 600.000 euros, que fue obtenido por el exmandatario como soborno de la constructora OAS por haber utilizado su poder para asignarle contratos a ésta con Petrobras.
De hecho dicha condena fue elevada en segunda instancia: en enero 2018 además de ser confirmada, se añadieron dos años y medio a la misma. Así las cosas, Lula debía pasar en total 12 años y 11 meses privado de su libertad.
Sin embargo, no fue sino hasta el 7 de abril de 2018 que el expresidente se entregó a la justicia. Antes de eso había afrontado todo el proceso en libertad. En Curitiba, donde estuvo detenido, Lula apenas cumplió 580 días de su sentencia hasta que, en noviembre de 2019, una polémica decisión del Supremo Tribunal Federal de Brasil determinó que todos los acusados por el caso Lava Jato podían estar en libertad hasta estuviesen agotados todos los mecanismos de su defensa. Con ello muchos de los responsables de esta trama volvieron a sus casas.
En los meses siguientes Lula centró sus acciones en crearse una imagen de víctima, y para ello eligió cargar directamente contra el fiscal Moro, quien años antes lo había llevado a la cárcel. El expresidente incluso llegó a demandar al funcionario, a quien acusó de haberle causado daños irreparables durante su estadía de casi 600 días en prisión.
Para 2021 la suerte estaba echada: en marzo el magistrado Edson Fachin, un juez que había sido apuntado por el propio Lula para ocupar una banca en el Supremo Tribunal Federal, decidió anular la sentencia judicial contra el mandatario por corrupción y blanqueo. Para validar su decisión simplemente Fachin señaló que el tribunal que había juzgado al líder izquierdista en Curitiba no tenía facultades para llevar adelante un proceso de esa naturaleza y que el trámite debía comenzar de cero en el Tribunal Federal. Esta decisión fue ratificada por tres de los cinco integrantes de la máxima corte brasileña.
Posteriormente, en enero 2022, la campaña de victimización del expresidente rindió frutos: el juzgado federal de Brasilia que inicialmente había condenado a Lula por recibir el lujoso apartamento de Sao Paulo como soborno decidió archivar el caso, arguyendo que durante el proceso el fiscal Sergio Moro había demostrado no ser imparcial.
De este modo, en medio de un clima de situaciones en el que Lula ni siquiera probó su inocencia nunca, se dejó la puerta abierta a su regreso a la política. Al día de hoy todavía vale la pena destacar al menos dos cosas en lo referente a los procesos judiciales que se le siguieron al también fundador del Foro de Sao Paulo: el peligroso clima de absoluta impunidad generado a partir de unas decisiones judiciales que revirtieron los castigos derivados de participar en la trama del Lava Jato y, además, la politización de la justicia al nivel de convertirse esta en el conducto que hizo posible una nueva postulación de Lula da Silva a la presidencia de Brasil. Un nefasto precedente para los tiempos por venir…