Desarrapados en Waterloo. Las fotografías de Puigdemont reunido con Ortúzar (PNV) en la casa de la república catalana son maravillosas, alta política. Parece que se comunicaron en español y cundió la cordialidad. Nada de pinganillos. Además de la histórica imagen alrededor de una mesa, hay un detalle menos comentado, pero nada baladí: los zapatos y pantalones (de traje) que lucían ambos líderes. Telas arrugadas, se diría incluso sobadas, pésimo corte y perneras hasta el suelo, como de payaso Totó. Y, en aquellas inferioridades, asomaban unos zapatones tristes, de los que no recuerdan el brillo. ¿Cómo fiarse de unos hombres con los zapatos sucios? El procés ha mostrado siempre una estética (como quien dice ética) zarrapastrosa. Sobre su naturaleza sociológica tampoco hay dudas, la fealdad y la política iban de arriba a abajo y viceversa. Retroalimentación del desaliño formal e intelectual.
Milei superstar. «El socialismo impuso una idea que luce atractiva, pero es terrorífica en cuanto al funcionamiento económico, que es la idea de que donde hay una necesidad nace un derecho. Y eso es un problema, porque las necesidades son infinitas y los derechos alguien los tiene que pagar, y los recursos son finitos». Quien ha hecho esta observación no es un español con memoria, aunque podría. Sus palabras me han recordado a los tiempos de Zapatero, cuando el socialismo de verdad comenzó a implantarse en este país. Era aquello tan bonito de ¡derechos para todos! (derechos, que no deberes) con que los políticos trileros encandilaron al personal. Después, nadie se ha atrevido a cuestionar regalía alguna, no sea que el niño mimado y consentido no te vote.
Javier Milei, cabellera alocada, azote del wokismo y candidato a la presidencia de Argentina, hablaba así desde una nación asolada por el peronismo de izquierdas. A esta hora, su entrevista con Tucker Carlson es ya la más vista de la historia, con 359 millones de visualizaciones. El dato podría dar una pista global: el socialismo, inoculado hasta en sociedades tan refractarias como la estadounidense, comienza a generar sus habituales destrozos y miedos.
El beso, un delito. Los que llevan años sacando el espantajo de que “no se puede judicializar la política” se han dedicado estas últimas semanas a judicializar el deporte. El fútbol jugado por las féminas, para más detalle. Que la fiscalía haya pedido orden de alejamiento al dimitido Rubiales por un beso no da risa (que podría darla), sino miedo. Es la prueba definitiva de que el país ha enloquecido y no queda casi nadie que ponga cordura. O sentido común. Incluso citar la presunción de inocencia, como ha hecho el jugador Carvajal, le convierte a uno en fascista, como poco. Tiemblen todos los hombres, también aquellos educados y respetuosos (la inmensa mayoría), pues cualquier desliz -los accidentes, que referían Deneuve y Millet en su manifiesto contra el feminismo radical-, gesto o efusión cariñosa podría convertirlos en delincuentes. En los regímenes tras el telón de acero se llamaba a la cancelación “caer en desgracia”. Quizás seamos hoy más prudentes en el lenguaje, pero el significado viene a ser el mismo. La muerte civil.
Pobre Nicaragua. El que esto escribe tiene familia nica, origen de un bisabuelo que marchó al pequeño país centroamericano y montó empresas. La parentela se ramificó, sufrió los dos sandinismos (el propio del fundador, Augusto César Sandido, y el segundo, en tiempos de la Guerra Fría) y finalmente tuvo que emigrar a Miami. Durante los once años de revolución (1979-1990), le fueron confiscadas tierras y empresas. Y aunque bajo los gobiernos democráticos posteriores se devolvieron algunas cosas, el inesperado retorno de Ortega sumió al país entero en una especie de nueva pesadilla. El que fuera cariñosamente llamado por la izquierda española comandante Daniel, dirige con mano de hierro la nación, habiendo instaurado un régimen despótico en que su mujer cumple el papel de una Elena Ceaucescu elevada a figura religiosa y con línea directa con Dios. Quiero recordar las grandes simpatías y diversas solidaridades que en Barcelona despertaba aquel Frente Sandinista en los años ochenta, una revolución fresca en comparación a la ya anquilosada de Fidel. Los soviéticos estaban contentos y Silvio Rodríguez cantaba “el espectro es Sandino con Bolívar y el Che, porque el mismo camino caminaron los tres”. Desde la capital catalana, se organizaban peregrinaciones a Nicaragua, meca del comunismo combativo. Les cuento todo esto porque el autócrata Ortega ofrece hoy el rostro más puro del cesarismo iberoamericano. Ese que ha llevado a la ruina caracolera a naciones antes prósperas. Daniel, más papista que el Papa, está peleado hasta con Boric, el Iglesias chileno que pretendió aprobar la primera constitución woke del planeta. O con el colombiano Petro, antiguo militante del grupo terrorista M-19. Esta semana, el comandante ha acusado a ambos de ser comparsas de los EUA. Y, a lo Bertold Brecht, les ha espetado: «Hay quienes se mantienen firmes a lo largo de la historia […], otros caminan un día y cuando las condiciones son adversas, entonces la cobardía los hace renegar, la cobardía los hace convertirse en agentes del imperio yanqui y los hace traicionar».
Europa, invadida. Una pequeña isla italiana, Lampedusa, ha visto llegar hasta sus costas a miles de africanos en barcazas. No recalan en Túnez los negreros del siglo XXI (alguno es español) puesto que el destino final es la Unión Europea. Canarias y Baleares han sido otras ínsulas en las que dejar el pasaje de hombres jóvenes sin documentación. A estas alturas, sólo un ingenuo o un imbécil pueden ver con buenos ojos la citada invasión. O un siervo recalcitrante de la correcta opinión. El cinismo lampedusiano sería afirmar que todo está cambiando para que nada cambie. Porque lo que se pretende y consigue es en realidad que nada vuelva a recordarnos lo que fuimos; lo que Europa fue tras la última guerra mundial. Un continente culto, laborioso y liberal. El programa político cuyo lema es Welcome refugees (Bienvenidos, refugiados) tiene como objeto nuestra disolución cultural. Recordando a alguno de sus promotores, como Colau y la tropa podemita, uno no puede sino sospechar de ese carácter perverso. “La propaganda, por inteligente y omnímoda que sea, no le aguanta un pulso a la realidad a largo plazo, y a los franceses, que lo viven, ya no se les puede convencer de que «la diversidad es nuestra fuerza» o de que el Welcome refugees es una buena idea”, escribe Carlos Esteban en este medio.
Breviario semanal (o recuento de caídos). Los movimientos políticos exacerbados acaban devorándolo todo. Y cuando ya no queda nada se devoran a sí mismos. Esta es una pequeña lección que viene de la Revolución Francesa. Como apuntábamos hace unas semanas, el feminismo nuevo está matando el balompié de las mujeres. España logró ganar un mundial, parece que fue un sueño. Es nuestro postrer caído, joven cadáver de una nación dirigida por una pacotilla radical y poblada de autómatas encantados de conocerse.