Antes de desflorar las miserias y fortunas de la semana, quiero dejar aquí mis condolencias a familiares y amigos de los fallecidos, en la esperanza también de que los desaparecidos sigan con vida.
Milenios. En la noche del jueves, cuarenta y ocho horas desde el comienzo de la tragedia, el Ministerio de Defensa no había movilizado apenas personal y recursos para socorrer a quienes estaban atrapados en sus coches, a la población hambrienta, sedienta, sin luz ni medicamentos. La ministra daba la clave de semejante despropósito: en 5.000 años no llovía de esa manera.
Autonosuyas. La calamitosa gestión de las riadas ha demostrado, con toda su crudeza, lo inoperante y pernicioso que es el Estado de las autonomías. Sistema carísimo de compartimentos estancos, duplicidades institucionales, gigantismo funcionarial, vanidades cantonales y gozosos privilegios.
Viles. El Gobierno de Sánchez, siguiendo un cálculo político, mostró una pereza inaudita a la hora de declarar el estado de emergencia nacional. De hecho, no lo hizo y le pasó la patata caliente a Mazón, quien sería acusado en adelante de todo el desastre y sus muertos. Mientras los dos cacareaban, la gente se ahogaba en el fango, y no es una metáfora. Del mismo modo, Marlaska no parecía tener ninguna prisa en enviar a los pueblos efectivos de policía y Guardia Civil. Se ha sabido que el ministro del Interior francés, Bruno Retailleau, ofreció al español 200 bomberos y éste lo rechazó. Tampoco Margarita Robles mandaba al ejército a ayudar. Tres días después de las inundaciones, el pueblo no tenía agua para beber, los cadáveres seguían en garajes y el Estado había cogido vacaciones, exceptuando a la UME, que no daba abasto. Si hay justicia, deberían marcharse todos a su casa, sin excepción. Y, tras el recuento de fallecidos que pudieron salvarse, chupar celda unos buenos años.
Nobleza. El español es un pueblo caritativo, vigoroso y noble ante situaciones como la vivida estos días en el Levante. Hablo de la gente normal, del ciudadano medio, no de los sujetos que gobiernan sus destinos. También es el español un pueblo de memoria frágil, olvidadizo, quizás algo perezoso y ablandado, tampoco quiero ponerme muy pesimista. Ha despertado esta semana de un cierto letargo, o así lo parece. Las imágenes muestran a miles de ciudadanos acudiendo a los pueblos a pie, con palas y buenos sentimientos. Ocupando el lugar de los militares, acuartelados por decisión del gobierno.
Los ahogados y la casta. Mientras cientos de compatriotas morían bajo el agua, el jefe y su esposa, presidenta del gobierno, se daban un hortera baño de masas en India. Sin solución de continuidad, la coalición vergonzante amarraba en el Congreso el control político de la televisión pública. Hubo reparto de suculentos cromos (100.000 euros al año). En el nuevo consejo de comisarios de la tele están, ejemplaridad, el indepe forrado Mikimoto, la mujer que le agenda las mentiras al ministro Bolaños o el heavy podemita Muniesa.
Calor. Eso del «desastre humanitario» es otro retorcimiento neosecular del lenguaje. Debe decirse «desastre humano». Y no confundirlo con la humanidad, con la compasión. Si bien, para el caso de la gota fría y la respuesta del gobierno, podría valer. Desastre. Uno repasa las imágenes de un Sánchez que pasaba desganado por Valencia o las de Robles sonriente y no percibe ni rastro de humanidad. No digamos ya calor, acompañamiento. Iluso sería esperarlo de individuos instalados en la degradación moral, en los intereses espurios.
Sinvergüenzas. La extrema izquierda (PSOE, Sumar, Podemos, ERC, Bildu) está con el pie cambiado. Como si la realidad, tremenda, le hubiera dado un pescozón. Ella, tan habituada ya a retozar en el estercolero ideológico y trincar de lo público. De esto, del pescozón, tiene la culpa un tal Iker Jiménez, quien se plantó antes que nadie en las zonas cero para ver y mostrar el desamparo de los pueblos arrasados. Naturalmente, el zurderío comienza a reaccionar, no sea que la realidad le desmonte el relato. Espinar, cavernoso expodemita, identificaba a los que tratan de informar y denunciar con «magufada neonazi». Idéntica desvergüenza es la de un puñado de chiringuitos que ha convocado ya una manifestación contra el presidente de la Generalidad. No les veremos preocupados excepto por lo suyo; tampoco meterse en el barro con una pala.
Garzón. Fue ministro fantasmagórico. De su mandato apenas podemos recordar un par de cosas: una fotografía suya luciendo camiseta de la RDA y un recetario para una dieta, también, comunista. Esta semana deja en redes un comentario que le retrata, me recuerda a aquel Ceaucescu temeroso del pueblo: «Ahora mismo hay miles y miles de personas asumiendo acríticamente una versión conspiranoica y anticientífica de lo sucedido con la DANA. Están cada vez más fanatizadas».
Tercermundismo. Hubo un tiempo en que, cuando conocíamos catástrofes en países lejanos como Haití, nos sorprendían los saqueos posteriores. Esta circunstancia responde a dos factores: la ausencia de fuerzas del orden y la degradación social. En Valencia han campado a sus anchas bandas de delincuentes que incluso entraban con total impunidad en los domicilios de personas mayores. Ya lo pronosticó Alfonso Guerra: «A España no la va a conocer ni la madre que la parió». Socialismo, se llama.
Miseria. Hay un personaje al que le pagamos 115.104,24 euros anuales por calentar escaño en Madrid y decir cosas como esta: «Hay gente que ha muerto porque fue a trabajar y hay gente que ha muerto porque hay quien no quiso tener unidades de emergencia dignas». Se llama Gabriel Rufián. Algún asesor debió comentarle que el PP desmanteló la Unidad Valenciana de Emergencias —inoperativa y rechazada en su día tanto por bomberos como por sindicatos— y él encendió el ventilador de mierda.
Pissing. Así llaman los anglosajones, más pervertidos incluso que los franceses, a la práctica de miccionar en la cara de alguien. No pregunten el porqué, pero al resumir la actuación de los políticos durante esta semana negra me ha venido a la mente la imagen.