Apagón. A las 12.33 del 28 de abril de 2025, España se fundió a negro. No fue un recurso cinematográfico, sino un apagón de 15 gigavatios, el 60% de la energía que apuntala nuestra espléndida modernidad. De Madrid a Barcelona, de Sevilla a Vigo, la penumbra dilucidó, una vez más, que a la Historia le gustan las metáforas. En Atocha, viajeros cargados de maletas e impuestos esperaban trenes fantasmas. En un hospital madrileño, una enfermera observó un monitor apagarse, mascullando quizás algo sobre la «transición energética» al tiempo en que debía evitar que su paciente transitara al otro mundo. En La Cañada Real, un hombre con su generador de mercadillo, pudo sonreírse: «¡Ahora todos son como nosotros, para qué vamos a pagar la factura!». El apagón no fue un traspié, fue un espejo. Red Eléctrica, con reflejos marketinianos, restableció el 99% en horas, vendiéndolo a continuación cual milagro. Pero las excusas —fallos solares, tropiezos con Francia, murmullos desde el Magreb— no taparon el bochorno. Sánchez, sonrisa de teletienda, pedía «confianza» mientras la caja negra del sistema seguía cerrada. Abrirla hubiera sido admitir que el rey, a Pedro me refiero, está en cueros. Entretanto, los transistores rugieron con un 71% de audiencia, parecía el buen siglo XX. Sobrevivimos no por fe en el sistema, sino por la costumbre de lidiar con sus fiascos. Hasta Marruecos, en un giro sardónico, nos mandó vatios, que no menas, por el Estrecho. Y Ursula von der Leyen, desde la nube europea, aplaudió nuestra «responsabilidad», no sé bien a qué se refería. Sánchez juró en 2022 que nunca habría apagones, y esa trola se ha convertido hoy en un meme más para la colección patria.
Genuflexiones. El 28 de abril no fue sólo un día sin luz; fue otra jornada que desnudó una gran estafa. Vendieron un futuro de paneles solares y turbinas eólicas y nos dieron un presente de cables pelados. Hablaron de un mundo mejor, malditos cursis, y nos dejaron a oscuras, literal y metafóricamente. Bajo este gobierno, a las condiciones estéticas, ya embarradas, le siguen las condiciones materiales, camino venezolano, o cubano. Si bien el día negro registró una clamorosa prueba de exitoso borreguismo, cuando un grupo de personas atrapadas en un tren saltaron a la vía para grabarse bailando. No sería masoquismo, sino orgullosa imbecilidad.
Primero de mayo. El PCE fue el partido comunista menos intelectual del continente, el menos leído. Incluso los dirigentes albaneses del juche hablaban francés, pues habían estudiado en La Sorbona. Y Stalin despachaba periódicamente con Gorki. Aquí, un personaje como Yolanda Díaz no debería en realidad sorprender. Salió el día ese del trabajador afiliado (tradición tanto hitleriana como soviética, aunque es invento americano del diecinueve) a lucirse por la lucha obrera y tal. Si bien en la España progresista, UGT y CCOO no son sindicatos de clase, son correas. Atados al régimen, los defensores del proletario ladran cuando el amo señala y callan cuando les lanza un hueso, véase el generoso parné. Véase, Pepe, el patrimonio inmobiliario. Y mientras la inflación devora salarios y el apagón dejaba a trabajadores entre tinieblas, ellos, en lugar de rugir, menearon la cola. ¿Huelgas? ¿Protestas? Hay que modular la mala leche para cuando gobierna la derecha. Antaño símbolo de lucha, hoy venden al obrero —si es que existe todavía— no ya por aquel plato de lentejas del sindicalismo barroco, sino por gambas de Huelva y centollas gallegas. En realidad, su servitud, más que cadenas lleva fulares contra las salpicaduras del percebe.
¿Dimitir? La dimisión es un unicornio. Se habla de ella mas nadie la ha visto. Los gobernantes, atrincherados, observan el cargo como un dogma, inmunes al ridículo y al desastre. ¿Dimitir? El apagón, postrero episodio socialista, funcionó cual destello, cosas de la ironía divina: mostró un país a la deriva; y ningún ministro sintió la decencia de asumir la culpa. En otros tiempos, un político caía por un escándalo, aunque opusiera antes una razonable resistencia; hoy, se acumulan fracasos cuales medallas. La dimisión, esa práctica de hombres con cierto decoro, fuera o no sincero, es un fósil. «Preferiría no hacerlo», emulación cutre de Bartleby.
Nuclear, sí. La energía nuclear, joya de la ingeniería humana, languidece bajo el yugo de un ecologismo que prefiere el negocio de los paneles solares a la ganga de los reactores. O incluso a los olivares, menos rentables. La nuclear ofrece electricidad limpia, constante y con residuos que ocupan menos que un vertedero municipal. Los reactores de última generación son además muy seguros. Sobrevive un romanticismo ecologeta sobre este asunto. Sin embargo, más allá de los Pirineos la situación es distinta, ya saben, Spain is different. Francia, con su 70% de energía nuclear, nos observa mendigar gas y cargarnos el terruño sembrándolo de molinos gigantes. Otro sarcasmo: los mismos que demonizan el átomo abrazan la minería para sus baterías «verdes». Apostar por la nuclear no es sólo sensatez, es también curar la miopía ideológica que nos arrastra al colapso. Estos días, al hilo de lo ocurrido, Alfredo García, operador nuclear que ha saltado a los medios lo expresaba así: «El presidente del Gobierno miente sobre las centrales nucleares o demuestra su ignorancia sobre tecnología eléctrica al acusarlas de empeorar el apagón».
¿Pacto a la americana? Zelenski, con la guerra al cuello, ha firmado con Trump un pacto mineral que ilumina el futuro. Litio, titanio, grafito: las venas de Ucrania abiertas al Tío Sam a cambio de un fondo que reconstruirá sus ruinas. No es caridad, es estrategia. Ucrania paga la salvación con sus tesoros. Este acuerdo evoca que la libertad tiene precio, y Kiev, astuta, lo paga. La soberanía se negocia, puede haber esperanza de una paz justa, aunque para algunos maximalistas sin soluciones esto signifique rendirse. Zelenski parece optimista, a tenor de sus declaraciones. La UE sigue aturdida, víctima de vergonzantes e hipócritas políticas respecto al lejano país.