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LA GACETA DE LA SEMANA

Del drama freudiano de Cataluña al voto a los dieciséis

Jóvenes con banderas de España. Europa Press

La imagen y el mono. Informa LA GACETA que el Ministerio de Sanidad «reforzará la vacunación» ante la «emergencia» de la viruela del mono. La noticia va acompañada de una fotografía de Mónica García, ministro florero del ramo. La señora parece estar dando una de esas charletas de sintaxis imposible y tono estomagante, pobre público. En cualquier caso, el acto fue patrocinado, entre otros, por Pfizer, de acuerdo al logotipo que que se ve tras la gesticulante García. El diablo está en los detalles. Durante décadas, la izquierda nos dio una inacabable monserga sobre el sector farmacéutico, verdadero mal en la tierra. Aunque, mientras sostenían eso, no faltaran en sus dietas medicinales el celestial lorazepan, el maravilloso ibuprofeno o el recurrente omeprazol. Bien, como el virus chino les encantó por su condición represiva y controladora de conciencias, aquella monserga fue retirada de los discursos políticos, al fin y al cabo el poder necesitaba a la industria farmacéutica para pinchar a todo viviente, conejillos de indias. Ahora anuncian nueva pandemia, del mono, dicen. Yo ya no sé si el nombre es pitorreo, encarnizada burla a este sometido planeta.

Renfe. Cuenta José Luis de Vilallonga en sus memorias autorizadas que el patriarca tunecino Burguiba, allá por los años 1960, tenía dos únicas obsesiones: beber constantemente agua helada y que los trenes llegaran puntuales. No sé si lo consiguió, al segundo propósito me refiero. Estuve en Túnez durante la dictadura de Ben Ali pero no cogí el ferrocarril. Aquí en España, durante el verano, sí lo he hecho repetidamente. Y no ha habido convoy que saliera y llegara con puntualidad. Noticiosas han sido otras vicisitudes, pasajeros encerrados en los vagones durante horas y sin aire acondicionado. Mientras tanto, el ministro Puente se dedicaba a echar balones fuera (la culpa, de Talgo) e intentar un buen putt en un alicantino campo de golf. El veraneo es sagrado, aunque la puntualidad de los trenes parecía, hasta ahora, también serlo. 

Cariño. Hay un elemento sentimental en el nacionalismo catalán. Qué digo, el nacionalismo catalán es todo sentimiento. Y su último héroe, por llamarlo así, Puigdemont, se ha hecho dueño de ese sentimentalismo. Lo sé porque tengo amigos nacionalistas. Frente a tal emoción, todo se perdona, cualquier fuga económica (la pela), porque está por encima el sentido de pertenencia, de hogar catalán. Ya pasó con Pujol, si volviera a presentarse arrasaría. Fue el padre de todos los catalanes (incluso de aquellos no catalanistas) durante más de veinte años. Cataluña tiene una falta histórica de cariño y debe encontrar de nuevo a ese padre que le reconforte. Yo creo que Puigdemont lo ha entendido y está en ese emocionante propósito. Lo de Cataluña es un drama freudiano. 

Votar a los dieciséis. Hay una idea que, entre la izquierda oportunista, discurre cual fantasía recurrente. De vez en cuando la elevan al debate público, a ver si colara. Lo hacen especialmente quienes, aupados por un puñado de crédulos aborregados, consiguieron subirse al carro del poder político. Fue allá por 2015, consecuencia de la gran crisis de 2008. La idea, u ocurrencia, es otorgar derecho a voto a los individuos que hayan cumplido los dieciséis tacos. Es decir, aquello de dejad que los niños se acerquen a mí. Porque llamándolos así, niños o chiquillos, estaremos definiendo bien la naturaleza general del votante español: más allá de contar años, asumimos la edad mental del cotarro democrático. 

El mal cálculo. Uno ha visto a veces a esos señores de Podemos y Sumar, ojos brillantes, entonar el canto de esperanza: ¡que voten ya a los dieciséis! Sin embargo, las estadísticas arrojan ya un dato que debería hacerles dudar. Resulta que a la niñez y adolescencia se le machacado de tal forma con la matraca ideológica woke que, parece, comienza a reaccionar. Pero no tragando esa chatarra, sino despreciándola y colocándose en el lado opuesto. Enfrente, poniéndose la pulserita rojigualda, gustándole VOX y gritando viva España cuando la ocasión lo anima. Hay un componente reactivo generacional muchas veces repetido y estudiado por la historia y la sociología. Aquello de gustarse en lo contrario que el padre, matarlo con la broma y no tan broma de hacer lo que más le jode. Recuerdo, a comienzos de los ochenta, una canción de título Papá, te odio, yo no quiero ir a la India (Estación Victoria) que resumía este fenómeno, el caso de un hijo harto de los rollos paternos de moda en la época. En el caso de este tiempo tan politizado, la rebeldía es hacerse facha, indisimuladamente y con mucha honra. 

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