Hagamos cuentas. Por de pronto, Trump es un bálsamo para quienes, como yo y seguramente muchos otros, deseaban algún reactivo al estercolero mediático dominante, ese que despuntó con la pandemia. La memoria es frágil, dicen; aunque también vengativa. Desde aquella cárcel llamada confinamiento, el Occidente acomodaticio se sumió en una erótica postcientífica. Luego le colaron un ramillete de boñigas intelectuales: su sexualización, la identidad derivada de eso (entrepierna mediante) y una lucha de cartón piedra e iphone en mano para comunistizar el capitalismo. Parece que en Estados Unidos, donde nació lo woke, despertaron del letargo penitenciario. Y aquí está Trump, el hombre del momento.
Terremoto Trump. Aunque no sabemos en qué quedará el trumpismo, la sola comprobación de lo que su gobierno provoca en los grandes medios es pura felicidad, de aquella contenida durante demasiado tiempo. «¡Está loco!» sería el titular global de periodistas, columnistas y titiriteros de la opinión. A la legendaria inopia hispana sobre asuntos internacionales, y no me refiero sólo a Pepe, el de los sol y sombras en el bar, se pega un idealismo antitrumpiano, unas ganas de señalar al malo desde la virtud. Claro, las cosas, como siempre, son más complejas. Desconocemos si comprará Groenlandia antes de que chinos y rusos se queden con sus recursos; si hará que Europa deje de comportarse como la niña mimada e irresponsable que es; o si desmantelará definitivamente Gaza, ese Estado terrorista. Ojalá sea así. Luego hay un detalle no menor: si Sánchez va contra algo (Trump, en el caso), ese algo debe ser, por fuerza, bueno.
Inmigrantes. La llegada a España de pateras rebosantes de varones africanos comienza a registrar consecuencias. Las estéticas se resumen en el generoso ímpetu de acogida por parte de Cruz Roja y diversas oenegés. Hemos sabido que por cada —presunto— menor amparado esas organizaciones reciben una apetitosa suma de dinero. De dinero público, por supuesto. Así que ya podemos afirmar que el español, tan colmado de riquezas y ajeno a la escasez, es sin embargo un fervoroso caritativo, aunque no se entere del todo. Rondan videos de inmigrantes alojados a pensión completa en hoteles y, esta semana, ha sido noticia que una oenegé está comprando pisos para alojar a sus muchachos. Y eso que, según parece, la vivienda está por la nubes y los jóvenes autóctonos lo tienen crudo para acceder a ella.
Mutilación. Sobre la inmigración ilegal, y soslayando que España no tiene ya fronteras ni soberanía que proteger, hay varias preguntas insidiosas y un cómputo por resolver. Por ejemplo, cuántos de los llegados a España estudian o trabajan, o las dos cosas. Y cuántos de ellos, en vaga y algo onírica expresión, se han finalmente «integrado». O para qué cantidad de esos extranjeros la delincuencia es una de las opciones de vida aquí. Traía LA GACETA esta semana que, en Canarias, se han registrado 72 nuevos casos de mutilación genital femenina durante el último año, citando datos de la organización Medicus Mundi. En un mundo ideal, tanto dicha noticia como las preguntas arriba formuladas generarían un debate público. Quede testimonio de la orfandad y sus multiplicadoras derivaciones, que las habrán.
Simbólico y reconfortante. Se dirá populista, o fascista incluso, la decisión de acabar con las pajitas de papel. Este, como el irritante tapón de las botellas de agua, es uno de los detalles con que el gobierno mundial salva el planeta, además de hacernos la vida más triste y anodina. A alguna siniestra mente de la OMS se le debió ocurrir un día que el papel era lo más adecuado para sorber líquidos y, desde entonces, hemos visto cómo el delgado tubo se reblandecía hasta quebrarse por efecto de una reacción que hasta un niño podría prever. Con tales detalles, quizás pequeños y funestos, la agenda climática va carcomiendo la cotidianidad, haciéndola absurda pero heroica. Chupar la pajita de papel y que, como el tiempo, el líquido se pierda en el viaje hacia la boca es melancolía proustiana. Pero hay novedades y, cáspita, vienen también de Donald: «Firmaré una orden ejecutiva la próxima semana para poner fin al ridículo impulso de Biden por las pajitas de papel, que no funcionan. ¡DE VUELTA AL PLÁSTICO!», ha anunciado el presidente americano en la mejor tradición del feliz siglo XX.