«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Arabia Saudí o el precio de la conciencia de Occidente

Desde un principio la dinastía saudí aparece íntimamente unida al wahabismo.

El primer fundamentalista islámico moderno fue Muhammad ibn Abd al Wahhab, un tratante de camellos oriundo de un pueblo cercano a La Meca, que predicó durante las postrimerías del siglo XVIII que el imperio otomano había usurpado la labor de custodia de los santos lugares. Frente a los decadentes turcos, Wahhab defendía la purificación de la sociedad islámica a través de las rígidas tradiciones de la escuela jurídica sunni hanbalí. Basaba su movimiento en un literalismo riguroso del Corán, incluso más severo que el de los ulemas tradicionales, en la recuperación del sentido comunitario del islam primitivo y, lo más peligroso, impulsar la yihad. El movimiento wahabí desde un principio pretende unificar la península arábiga bajo un único mando político y poner los santos lugares bajo la custodia de los “auténticos” guardianes de la fe. Para ello proclama la yihad contra los turcos y todas aquellas tribus rivales que seguían apoyando a la Sublime Puerta. También desde un principio la dinastía saudí aparece íntimamente unida al wahabismo. Wahhab se casa con una hija de ibn Saúd, y desde entonces la ecuación político-religiosa formada por el movimiento wahabí y el clan Saúd acompañará al proceso de formación de Arabia Saudita como nación. Tras varios levantamientos militares fracasados durante el siglo XIX, a principios del siglo XX el clan saudí, apoyado por los Ijwan, un ejército de fanáticos wahabíes, consigue derrotar al clan rival Rashid y conquistar Riad, para también imponerse a la dinastía hachemí en la región de Hiyaz y lograr la hegemonía en la península arábiga. En 1934 culmina este proceso y se proclama el Reino de Arabia Saudí con las fronteras actuales, convirtiéndose en el primer estado musulmán fundamentalista. El régimen saudí, más allá de su integrismo islámico, va a caracterizarse por su feudalismo y el poder absoluto de los miembros de la casa reinante.

Hasta aquí lo que no sería más que una cuestión interna de la evolución histórica de un país, un elemento de la identidad árabe y un episodio del pensamiento en el mundo musulmán. Pero el nuevo orden que tras la Segunda Guerra Mundial se impone en el mundo, con el liderazgo en Occidente de EE.UU. y el movimiento anticolonialista y tercermundista enmarcado en la guerra fría, unido a una economía energéticamente dependiente del petróleo, sitúa a Arabia Saudí en un lugar prioritario de las relaciones internacionales. Evidentemente el nuevo reino árabe carecía de los más mínimos conocimientos y tecnología para extraer y explotar los inmensos recursos petrolíferos que poseía su subsuelo. Se encargaran de ello las multinacionales petroleras useñas. Standard Oil de California establece en 1933 una filial en Arabia Saudí, la California Arabian Standard Oil (Casoc), en la que en 1936 entra Texaco como socio y que en 1944 se transforma en la poderosa Aramco, Arabian American Oil Company, que andando el tiempo acabará en manos saudíes en su 100 %.

Estos intereses económicos hacen que la política exterior estadounidense preste especial atención a sus relaciones con la familia real saudí. Primero, inmediatamente terminada la guerra mundial, para consolidar su esfera de influencia en competencia con los británicos y sus compañías petroleras que se apoyaban en las monarquías hachemitas de la zona. Tras el comienzo de la guerra fría y el triunfo de los nacionalismos árabes en Egipto, Siria e Irak, que gozaban del apoyo de los soviéticos, Arabia Saudita se convierte en un aliado esencial en la región. Además de las razones geoestratégicas, Arabia Saudita, tras la crisis del petróleo de los años 70, se convirtió en una potencia económica, alcanzado la astronómica cifra de 115.000 millones de dólares en ingresos anuales procedentes del petróleo en 1981. Esta lluvia de petrodólares posibilitó que la monarquía emprendiese a partir de 1970 una serie de planes de desarrollo para modernizar la economía y conseguir cierta diversificación para no depender totalmente del crudo. Se construyeron plantas petroquímicas y de fertilizantes, hierro, acero y cemento. El país se convirtió en un gran demandante de la experiencia y tecnología de las las grandes empresas estadounidenses y europeas, representando un negocio más que rentable para las mismas. Pero esta abundancia de efectivo también constituía un atractivo irresistible para la banca occidental. El 90 % de inversión saudita en el extranjero se concentra en EEUU, Japón y Europa, creando un considerable nivel de influencia financiera en todo Occidente.

Política de laissez faire

Todas las potencias occidentales mantuvieron una política de laissez faire respecto a la falta de democracia interna del régimen saudí, las violaciones de los derechos humanos, la anacrónica aplicación de la sharia o las prácticas medievales de la mutawa, la policía religiosa wahabí. Con el triunfo de la revolución islámica en Irán en 1979, Arabia Saudí va a quedar como la nación más importante favorable a los intereses occidentales en la zona. La guerra de Afganistán y la guerra contra Irak reforzarían ese papel, añadiendo además los pingues beneficios de la creciente venta de armas al ejercito saudí. La convergencia con los intereses de Occidente parecían estar más claros que nunca, se trataba de defender un régimen que contrarrestaba el radicalismo antioccidental en la región, posibilitaba la estabilidad en el mercado del petróleo y que era, además, una potencia financiera con grandes inversiones en Occidente.

La arrogancia ilustrada de los gobiernos norteamericanos y europeos hizo que minimizasen la importancia del factor religioso

Las extravagancias de los príncipes saudíes y sus abusos feudales en el interior del país se pasaban por alto a nivel político en Occidente, con la esperanza de que el creciente nivel de vida y las políticas sociales que hacían que las ciudades saudíes se desarrollasen con una pujante clase media, alumbrasen un nueva época de transformaciones materiales y culturales de carácter aperturista. Este difícil equilibrio entre la modernización y alianza con Occidente con el feudalismo de la monarquía saudí y el integrismo islámico que la ha sustentado, generó descontentos. Sectores religiosos, clases populares, pero también un importante número de profesionales e intelectuales pensaban que la monarquía estaba traicionando la ley islámica. Osama Bin Laden fue el producto más brutal de aquel descontento. Pero lo cierto es que la arrogancia ilustrada de los gobiernos norteamericanos y europeos hizo que minimizasen la importancia del factor religioso, indisolublemente unido en el mundo musulmán al factor político.

La revolución de los ayatollahs iraníes recrudeció la pugna por el liderazgo moral en el mundo islámico entre los sunnís y chiís. Arabia Saudí, como guardiana de los santos lugares y paladín del islam sunnita, se enfrentó al Irán chiita por el predominio en la umma o comunidad de creyentes. Los saudíes iniciaron vastos programas de educación religiosa en el interior y en el exterior. Millonarios fondos se utilizaron en programas de cooperación e inversión regional condicionados por la difusión de la visión wahabí del islam sunnita. Seminarios, fundaciones, periódicos islámicos, obras benéficas, becas para estudiar en Arabia, construcción de mezquitas, escuelas coránicas, incluso universidades, constituyeron los pilares de este programa de expansión religiosa financiado por Arabia, que podemos calificar como una nueva forma de concebir la yihad. La revista norteamericana The Globalist publicaba en febrero de 2017 un informe en el que afirmaba que Arabia ha gastado ya más de 100.000 millones de dólares en esta campaña.

En Asia, Pakistán cuenta con un programa de asistencia educativa saudí que ha prestado más de 6.000 millones de dólares al desarrollo; Bangladesh cuenta con más de 560 mezquitas que han sido financiadas completamente por Riad; en Indonesia han sido más de 150, e incluso se ha instalado una universidad (LIPIA) en cuyo campus no se usa el indonesio, sino el árabe. La India, Filipinas, Daguestán, Azerbaiyán y Chechenia han recibido también la atención de los clérigos wahabíes. En Iberoamérica la inmigración siria y libanesa hace que el chiismo tenga un mayor arraigo, y de momento el radicalismo tan sólo se ha mostrado a través del atentado en Buenos Aires contra la Asociación Mutual Israelita Argentina, siendo el régimen iraní el principal sospechoso de su autoría. Sin embargo el wahabismo está presente en la Organización Islámica para América Latina y el Caribe, financiada también por los saudíes. En el África negra además de la construcción de mezquitas y madrasas, Arabia ha suministrado libros para escuelas, ha llevado sus propios predicadores y maestros y ha repartido miles de becas para cursar estudios en sus universidades. En Malí y Niger la influencia qatarí y saudí ha conseguido crear una conciencia política islámica que está radicalizando a la población, en Nigeria no se puede ignorar que Muhammad Yusuf, fundador de Boko Haram, recibió refugio en el reino saudí en 2004. La nada sospechosa Farah Pandith, enviada especial del Departamento de Estado para las comunidades musulmanes del Gobierno de Obama, estudió la situación en 80 países con presencia significativa de musulmanes y concluyó que: «En cada lugar que visité, la influencia wahabí era una presencia insidiosa, cambiando la identidad local, desplazando las vigentes formas de práctica islámica arraigadas histórica y culturalmente, y sacando de allí a personas que eran pagadas para seguir sus reglas o que se convertían en sus propios vigilantes de la visión wahabí». Las consecuencias de la influencia religiosa y educativa del islamismo wahabí en el tercer mundo se traducen en que sus ideas radicales están calando en amplias capas de la población y lo que es peor, en una élite de líderes con formación universitaria y con proyección política y económica. Por ejemplo, en Indonesia Habib Rizieq, fundador del Frente de Defensores del Islam, y Jafar Umar Thalib, que fundó la milicia anticristiana Laskar Jihad, salieron de instituciones educativas wahabís.

Según la organización Human Rights Watch, los textos educativos utilizados por el gobierno saudí incluyen pasajes que incitan al odio religioso, con especial énfasis en cristianos y judíos que son descritos como kufirs o infieles, por mucho que sean considerados gentes del libro. En un informe de julio de 2017, la organización británica Henry Jackson Society acusaba al gobierno saudí de financiar programas educativos en escuelas islámicas, en el Reino Unido, que usan los mismos libros que la educación rigorista wahabí. El contenido de estos libros de texto es tan radical que en 2014 el Estado Islámico los adoptó como libros de texto oficiales para las escuelas del califato islámico. Por supuesto en el resto de Europa sucede exactamente lo mismo, porque el wahabismo se ha acabado por imponer como la nueva ortodoxia sunní a nivel mundial, exponiendo a la radicalización a cualquier comunidad musulmana. Su contrapeso, el islam chií, patrocinado más modestamente por Irán, no se queda a la zaga en radicalismo, por tanto las influencias político-religiosas que predominantemente vienen recibiendo los creyentes musulmanes no se caracterizan precisamente por la moderación.

No obstante, la autoridad del islam chií entre el colectivo de inmigrantes musulmanes en Europa es muy limitada y no son precisamente sus mezquitas y madrasas donde se forman los futuros yihadistas. En cuanto a la influencia política iraní en la sociedad Occidental queda reducida a los grupos de ultraizquierda como Podemos, que actúan en sus críticas contra Arabia Saudí y EE.UU, por un lado, como peones a sueldo en el tablero en que se enfrentan chiíes y sunnitas, y por otro, movidos por sus propios intereses anticapitalistas, sin olvidar que su alineación proislámica tan sólo se entiende en su guerra marxista contra la identidad cultural cristiana de Europa.

Riad ha financiado más de 1.300 mezquitas en territorio europeo y norteamericano, así como unos 2.000 centros islámicos

La influencia política de Arabia Saudí en Occidente resulta más problemática. Se calcula que más de 25 millones de inmigrantes musulmanes viven legalmente dentro de la Unión Europea, a los que habría que añadir el número indeterminado de ilegales, y aquellos que han obtenido la nacionalidad de algún país europeo, de los cuales el 90 % pertenece al islam sunnita. Sus condiciones sociales, especialmente en ghettos como Molenbeek, sin duda constituyen un caldo de cultivo para que el radicalismo islámico vaya calando a través de la cuidada estrategia de influencia religiosa y cultural wahabí.

Riad ha financiado más de 1.300 mezquitas en territorio europeo y norteamericano, así como unos 2.000 centros islámicos, dentro de su proyecto multimillonario para exportar el islam wahabí por todo el mundo islámico, incluidas las comunidades musulmanas de Occidente. Más de 5.000 musulmanes procedentes de Europa se han unido a las filas del yihadismo en Oriente Próximo y hasta la fecha cerca de 700 personas han muerto dentro de nuestras fronteras a consecuencia de los atentados islamistas. Sin embargo Occidente, a pesar de pagar la factura en términos de radicalismo y terrorismo en su propio territorio, prosigue su política de laissez faire con Arabia Saudí.

Los saudíes están comprometidos en comprar influencia política a través de la inversión estratégica en los países occidentales, lo que ha convertido en rehenes de los intereses económicos a los gobiernos occidentales. El caso Khashoggi es un ejemplo más de ello, pero enmarcado única y exclusivamente dentro del conocimiento de causa de la represión interna del régimen saudí, no de su política religiosa.

Lo auténticamente escandaloso es la tolerancia con el proselitismo wahabita, pese a que las autoridades políticas occidentales conocen perfectamente que constituye una estrategia a largo plazo para influir en Europa y en el resto del mundo y forma parte de la política exterior de Arabia Saudí y los países del Golfo, como puso de manifiesto el diario alemán Süddeutscher Zeitung, citando fuentes de los servicios secretos alemanes. En este conglomerado curiosamente ignoramos el alcance que tiene la inversión saudita en medios de comunicación occidentales y redes sociales, pero sería propio de ilusos no presentir que las mismas tienen que ser millonarias. Así podemos entender la censura de Twitter a cualquier crítica persistente contra el islam, o el empeño en blanquear la imagen del islamismo en medios “progresistas” (y no tanto), como la BBC o CNN, que sin ningún rubor sostienen que la yihad es un concepto de defensa y no de ataque, tal y como malinterpreta una minoría salafista. Tan de defensa, que el propio Ibn Saud tuvo que hacer frente en 1932 a la rebelión de los ikhwan, quienes no estaban de acuerdo con su forma de gobernar y querían expandir el wahabismo más allá de las fronteras de la península arábiga.

No nos equivocaríamos mucho en sospechar que los saudíes compran influencia política e ideológica a través de una red de partidarios occidentales bien pagados y situados estratégicamente para defender sus intereses, pero tampoco erraríamos si pensásemos que a los intereses económicos para hacer la vista gorda se le suma la pinza del mundialismo, empeñado en crear una sociedad multicultural que prescinda de la identidad europea, en la que el islamismo no debe considerarse ajeno ni contemplarse con recelo, tildando de islamofobia cualquier desconfianza y crítica contra el mismo.

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