Las iniciativas que proponen o demandan la unificación de las fuerzas políticas de derecha son una constante en diferentes contextos internacionales. El fenómeno recurrente responde paralelamente a llamados electorales y a objetivos estratégicos, ambos en el marco del avance del marco ideológico de la izquierda radical sobre las estructuras institucionales de las democracias liberales.
Mayormente, en las guerras, el que pide «la tregua» es el que va perdiendo, de manera tal que resulta necesario entender a qué obedecen realmente estas convocatorias a negociaciones y, desde ya, a quién benefician. Por lo pronto, el simplismo sumatorio pocas veces se ha demostrado exitoso y difícilmente logre superar la coyuntura, lo que hace que esas «uniones de la derecha» resulten un mero parche que, lejos de solucionar el problema, lo consolida.
Las representaciones partidistas tradicionales son el resultado de patrones de partidismo de larga data, que no dan cuenta de los actuales cambios demográficos, económicos y culturales que han trastocado las lealtades de grupos de votantes clave. Vivimos en una época de caos político en donde los partidos tradicionales están decayendo. Este mal lo ha sufrido la centroizquierda socialdemócrata, que se vio colonizada por la izquierda identitaria, hecho reflejado en el auge del fenómeno woke, cuyo marco teórico fue abrazado sin tapujos. Pero la crisis también afectó al centroderecha convencional, que mira atónito el éxito de nuevas fuerzas insurgentes, a las que, en un intento de insulto, describe como «populistas», o en gracioso abuso de los prefijos «ultraderecha».
Esto peca de una confortable superficialidad. La realidad es que la mayoría de las democracias liberales se encuentran atravesando un realineamiento político determinado por el cambio de prioridades y demandas en el debate público, lo que determina a su vez la crisis de los perfiles partidistas. En consecuencia, se rompen patrones de voto, dando paso a cambios en los intereses y sentimientos en la sociedad, lo que trastoca o pone en evidencia desequilibrios en la representación del poder. Se trata simplemente de un reacomodamiento que refleja el divorcio latente entre la política y la vida real de los votantes.
Nos encontramos en medio de una transición hacia una nueva alineación política en la que las demandas que se asocian con «el populismo» se apoderaron del debate político. En momentos de estabilidad, la política suele presentarse con dos bandos de amplio espectro que reflejan dos formas de pensar la administración del Estado. Uno está en el poder y otro fuera del poder, y, más allá de desacuerdos y divisiones, un gran número de personas sostiene la postura de alguno de estos bandos en función de sus opiniones sobre los temas que consideran prioritarios y que definen a los partidos de cada bando.
Los bandos discrepan en cuestiones menores, pero desestiman esos desacuerdos porque comparten una postura sobre las cuestiones principales que los alinean. Cuando surge un nuevo alineamiento, se alteran las divisiones previas, las alianzas políticas y los patrones de voto. En estos realineamientos es natural la aparición de nuevos partidos y la decadencia o transformación radical de los viejos.
Del surgimiento de la crisis de temas prioritarios en el debate público surge la decadencia de los dos bandos que dominan la escena de la política democrática mundial de las últimas décadas: el centroizquierda y el centroderecha, que con los años han difuminado sus fronteras hasta transformarse en una hegemónica socialdemocracia universal. Esta hegemonía, presente en la mayoría de las democracias liberales, se está desvaneciendo.
Surgen así grupos de nuevos votantes atomizados alrededor de nuevas cuestiones que la socialdemocracia no consideraba o consideraba marginalmente. Hay nuevos colectivismos internacionalistas o nacionalistas, con puntos en común y en conflicto. Hay nuevos grupos promercado que se diferencian entre sí por los acuerdos con países democráticos o totalitarios; hay defensores del Estado de Bienestar que chocan por el alcance del mismo a escala nacional o internacional. Hay identitarismos tradicionales enfrentados a identitarismos woke. La oferta en el caos tiende al infinito. Resulta muy difícil, en este contexto caótico, definir dos bandos que pudieran darle estabilidad a un orden político.
Los partidos socialdemócratas, que son el establishment mundial, se encuentran ahora en dificultades para establecer una coalición de intereses electoral y están perdiendo votantes a manos de los partidos emergentes. Hoy la situación es convulsa, y un conjunto de profundas preocupaciones sobre la soberanía, la identidad y el rol de las instituciones está cambiando velozmente. Siempre en el marco de las democracias liberales, estas preocupaciones pueden requerir cambios inaceptables para muchos, lo que reconfigura la organización de bandos políticos, y ni qué hablar de perfiles político-partidarios.
El debate sobre la unificación de la derecha se enfrenta a la propia dinámica de realineamiento de fuerzas del sector. Por ejemplo, el llamado a «unir a la derecha» ha resonado con particular fuerza entre diversos sectores del espectro conservador británico como respuesta directa a la fragmentación electoral determinante en la derrota del 2024.
Figuras del Partido Conservador comienzan a demandar una coalición con Reform UK ante la inoperancia de Kemi Badenoch, que inicialmente había descartado la idea, pero que pide «unirse de alguna forma» porque esto sería «lo mejor para el país». Esta potencial herejía electoral pone de manifiesto un axioma que las formaciones emergentes deberían tatuarse en la frente: la derecha tradicional pide la unión sólo si ve peligrar su subsistencia.
Pero una de las características de esta etapa de realineamiento es que las derechas tradicionales traicionan sistemáticamente a las formaciones emergentes y a sus votantes una vez que se aseguran un nuevo período al calor del poder. Esto puede ser visto como una perversión (difícil decir lo contrario), pero es un hecho que no pueden implementar innovaciones ideológicas ni una mínima autocrítica sin ir contra su propio sistema operativo. Vale decir que es ridículo exigir que se comporten de una forma que pondría en riesgo su propia entidad. Es enojarse con el olmo por la mala cosecha de peras.
La principal consecuencia de este fenómeno es la fragmentación del sector en una derecha convencional y una insurgente con consignas que hasta hace poco eran tabú. Esta derecha «ultra», «populista», «soberanista», etc., ha desafiado al sistema de partidos, obteniendo significativos resultados electorales, aun cuando su ascenso no necesariamente coincide con un giro ideológico del electorado. Es, en realidad, el resultado inexorable de adecuación de las prioridades. Desde Reino Unido hasta Rumanía, pasando por Francia, Hungría, Italia o Alemania, los resultados electorales muestran que millones de votantes están decididos a deshacerse del viejo orden partidista que no refleja sus prioridades, sin que les tiemble el pulso.
Hasta hace dos años, la oferta electoral argentina estaba dominada por dos coaliciones: el peronismo, que en su versión woke se llamó kirchnerismo; y la alianza de centroderecha, a cargo del expresidente Macri, llamada PRO. Fue el pésimo desempeño de Mauricio Macri en implementar sus promesas programáticas y la eclosión de todo el ecosistema peronista a manos de Alberto Fernández lo que abrió la ventana de oportunidad para que Milei llegara a las presidenciales de 2023. En 2012, Nayib Bukele era alcalde de un pequeño municipio de El Salvador y se definía de izquierda radical. Sin embargo, se ganó un lugar preponderante entre los líderes conservadores de nuevo cuño, gracias a la decadencia del sistema bipartidista entre ARENA y el FMLN, que le permitió realinear demandas populares en una representación partidaria cuya popularidad era impensable para estos dos viejos partidos.
El surgimiento en Chile de una derecha emergente es también la respuesta a la convergencia programática de las coaliciones que gobernaron el país después de Pinochet: el centroizquierda y el centroderecha. El segundo gobierno de Piñera traicionó los principios programáticos de su formación, al igual que lo hizo Macri, Lacalle Pou, Duque o Rajoy. Porque, más allá de las jugadas arteras, es la única movida que tienen en la manga. Recientemente, Esperanza Aguirre confirmó esta tesis en una entrevista en la que declaró: «La derecha se jodió cuando decidimos no cumplir el programa electoral».
El consabido divorcio entre la «política oficial2, imaginada por el establishment, y la real, donde millones de personas votan, es la clave de la revuelta plebeya que, en mayor o menor medida, viven todas las democracias liberales en este período de realineamiento, mientras los partidos tradicionales hacen equilibrio al borde de una tumba en la que caerán tarde o temprano. ¿Cómo responden los partidos del establishment a esta crisis existencial? Pidiendo que se les unan los partidos emergentes para enfrentar al «enemigo común». Esta coartada busca contener a los votantes indignados, insinuando que con la unión se incorporarán las preocupaciones públicas que son la causa del realineamiento. Pero, una vez logrado el objetivo de permanecer en el poder, la traición está garantizada.
Son los partidos del consenso socialdemócrata los que corrompieron la separación de poderes y la neutralidad institucional, los que implementaron sistemas de protección a la delincuencia y de condena al mérito. Son los que degradaron los contrapesos y politizaron a la justicia, y se empeñaron en invadir la vida privada con competencias que no soñaron jamás los reyes absolutos. Están atados a la degradación de su modelo político socialdemócrata y no hay salvación posible. Por eso, con la excusa de salvar a la democracia y a la institucionalidad, han pervertido el Estado de derecho, atacado a la propiedad privada, a la libertad de expresión y a la igualdad ante la ley.
Llevan años gobernando con el esquema ideológico progresista y han adaptado todo su modelo de activismo, de negocios, de privilegios y de subsistencia a ese esquema. No importa que la escala de valores progresista ya no interese al votante, es en esa escala en donde se inscriben observatorios, parlamentos varios, licitaciones, etc. El progresismo es una forma empresarial de Estado de la que viven los partidos tradicionales. Por eso no es sólo la falta de coherencia ideológica lo que dificulta un proyecto común; es que, para la unificación, necesariamente hay que enterrar la misión de alguno de los dos «unificados». Unir a la derecha no es una estrategia: es un epitafio.