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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

El fin de la libertad de expresión en Gran Bretaña

La primera ministra británica, Theresa May

Si son creyentes, recen un responso por la muerte de la libertad de expresión en el país que la vio nacer y en el resto de nuestros vecinos europeos.


El ‘Speaker’s Corner’ (‘Rincón del Orador’) de Hyde Park, en Londres, lleva casi siglo y medio asistiendo a todo tipo de discursos de espontáneos, desde los más extravagantes a los más sensatos, de los más moderados a los más indignantes. Su fama procede de que, en el país que se precia de haber extendido por el mundo la libertad de expresión, cualquiera tenía derecho a subirse en una caja y dar su opinión, cualquier opinión, sobre cualquier cosa mientras no fuera directamente delictivo.  Por ahí han pasado Orwell, Marx, Lenin.
Hasta esta semana pasada, cuando la policía británica impidió a Tommy Robinson, el activista antiislamización, cuando trataba de dar un discurso -aprecien la ironía- sobre la importancia de la libertad de expresión.
La actuación de la policía, aparentemente, le dio el discurso hecho de forma más eficaz que si lo hubiera pronunciado.
Según el ex líder de la Liga de Defensa Inglesa reconvertido en periodista ciudadano, los agentes le dijeron que no tenía permiso para hablar y le ordenaron a él y a sus cámaras que abandonaran el parque.
Es un apto colofón para una quincena en la que las autoridades británicas se han cubierto de gloria en lo que se refiere a la libertad de opinión: a dos activistas canadienses, Lauren Southern y Brittany Pettibone, -recuérdese: el jefe de Estado de Canadá sigue siendo la Reina de Inglaterra- se les detuvo al llegar al país y se les impidió la entrada por sus ‘mensajes de odio’, al tiempo que vuelven de las guerras de Irak y Siria combatientes del ISIS con pasaporte británico.
Es la constatación de un hecho, no una opinión, que la libertad de expresión vive horas bajas no solo en Gran Bretaña, que presume de ser su cuna, sino en buena parte de Europa Occidental. La introducción, contra toda nuestra tradición jurídica, de los ‘delitos de odio’ -cuyo potencial ofensivo no es objetivo, sino que depende de la subjetividad de la ‘víctima’- ha convertido opinar contra el pensamiento único en una actividad de riesgo que ya ha llevado a ciudadanos a la cárcel.
Basta echar un vistazo a las cuentas en redes sociales de la policía británica -esa misma que no impidió el abuso de millares de niñas durante décadas en Rotherham, Telford y otras ciudades- para leer continuas advertencias de que lo que se diga en ellas puede llevar a prisión y de que van a ser implacables con el ‘odio’.
‘Odio’ que, apenas hay que decirlo, tiende a ser unidireccional.
Si son creyentes, recen un responso por la muerte de la libertad de expresión en el país que la vio nacer y en el resto de nuestros vecinos europeos.

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