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Sucumben a la estulticia identitaria

El neocolonialismo ‘woke’ pone fin a la misión educativa e histórica de los museos

Museo del Prado. Europa Press

Hace pocos días surgió una controversia alrededor de una pieza del Museo Pitt Rivers de Oxford. Se trata de una máscara creada por la comunidad Igbo de Nigeria que se utilizaba para rituales exclusivamente masculinos. El Museo Pitt Rivers tomó la decisión de no exhibir la máscara ¡para que no la vieran las mujeres en la actualidad! acogiéndose a las nuevas políticas orientadas a la «seguridad cultural» en torno a ceremonias, restos humanos y roles de género. Vale decir que, anacrónica y universalmente, el museo decidió imponer a los visitantes actuales las condiciones originarias en las que se realizó la máscara. El caso se suma a cientos de miles de ejemplos más en el mundo, en los que los museos quedan atrapados en la lógica perversa de la «descolonización» que hace que retiren piezas de su exposición por temor a molestar a algún colectivo étnico ofendido u ofendible. En torno a cuestiones culturales, la narrativa descolonizadora es una herramienta fundamental del ecosistema woke, porque permite desarrollar mecanismos de superioridad moral mezclados con veleidosa condescendencia, un caldo de cultivo ideal para llevar la frivolidad progresista a niveles estratosféricos.

En la misma sintonía, el Great North Museum: Hancock acaba de anunciar que objetos considerados inadecuados para las mujeres en ciertas culturas «no serán exhibidos de ninguna manera que pueda molestar o ofender». A estas decisiones se suma Argentina, que devolvió a Nueva Zelanda una cabeza momificada de un guerrero maorí adquirida por el porteño Antonio Devoto a principios del siglo XX, que se exhibió por casi cien años en el Museo Etnográfico de Buenos Aires. También a principios de este año el Oriel College de la Universidad de Oxford eliminó una obra del siglo XVIII porque mostraba a un sirviente negro y la Wellcome Collection clausuró su tradicional exposición Medicine Man, que reunía más de un millón de objetos antiguos relacionados con la salud y la medicina, porque era «racista, sexista y capacitista».

Esta tendencia museológica creciente está dando la espalda a su misión educativa y conservativa del patrimonio que fue constitutiva del nacimiento de los museos como instituciones abiertas al público. Los museos también han sucumbido a la estulticia identitaria que supone que la importancia de los artefactos culturales sólo puede ser comprendida por un grupo autoidentificado endogámicamente, y que la moralidad, el comportamiento, la ética y la estética de culturas pasadas son ininteligibles para las personas que no pertenezcan a una raza o etnia precalificada. Un sinsentido que no tiene ni pies ni cabeza pero que ha infectado los cerebros de los gestores de museos, dispuestos a impedir que la gente disfrute y aprenda de objetos preciosos y únicos, cosa que va en contra del objetivo general de un museo. La descolonización como guía de políticas culturales, ha resucitado vetustas y odiosas categorías raciales para ponerlas al servicio de pasados mitificados. Esta idea, siempre dialectizante, es también regresiva toda vez que rechaza la evolución histórica de los pueblos, incluyendo sus mecanismos de negociación y adaptación, con la pretensión de un regreso al pasado incontaminado por el hombre blanco y el capitalismo. En los resultados sólo ha servido para sustituir una opresión por otra, bajo el relato que convierte a lo autóctono o atávico, en insurgente y bondadoso.

La anécdota de la máscara africana no es menor, porque por un lado expone la artera y exitosa jugada woke en los tableros culturales, pero por el otro muestra el pertinaz desprecio de occidente hacia su cultura y hacia la forma en la que esa cultura se enseña y se nutre. Pero si el colonialismo fue un ordenamiento político en el que la metrópoli imponía su sistema y estilos de vida sobre las colonias, obstaculizando su participación en la administración de lo propio territorios, cuál sería la diferencia con la imposición de la ética descolonizadora de la izquierda, enarbolando la universalidad de sus designios en política cultural al igual que lo hace con la Agenda 2030, los tratados de pandemias o la agenda bioética. En el siglo XXI no hay nada más occidental que tratar de subvertir a Occidente.

Y no hay nada más occidental que aspirar a purgar el antiguo pecado colonial mediante la deconstrucción del sistema de democracia liberal capitalista visto como único causante del colonialismo. Es como si la opresión, la explotación, y la dominación no hubieran existido jamás en otras culturas. La descolonización misma ha sido el terreno en el que florecieron la teoría crítica de la raza, el indigenismo, el adanismo y todos los subrubros que hoy dominan la cosmogonía progresista. Y en la penetración de estas ideas tienen más responsabilidad estos pequeños ejemplos como los de los museos que la lectura masiva de Fanon o de Foucault. La lógica descolonizadora no es otra cosa que una reversión woke del viejo colonialismo. Algo que podríamos llamar neocolonialismo woke.

Ejemplo del neocolonialismo woke, o sea de esta continuidad funcional del dúo colonización-descolonización es una pieza del acervo intelectual de la eurodiputada de la izquierda española Irene Montero que reza: «Pedimos a la Comisión Europea que actúe para garantizar los derechos del pueblo argentino, especialmente de mujeres y personas LGTBI. Nos preocupa que el PP use las instituciones para premiar a Milei, responsable de políticas de miseria y de criminalizar a las defensoras de DDHH». El exótico texto se inscribe en el marco de una serie de controversias diplomáticas entre los gobiernos español y argentino. Pero lo interesante no es la naturaleza de la disputa sino tratar de comprender los prejuicios ideológicos de una alta funcionaria europea, solicitando a la más alta autoridad del continente europeo que actúe imponiendo su agenda en Argentina que, hasta donde se sabe, no está en Europa. Pero el afán colonialista no se detiene ahí. Lo que la imperialista doña Montero exige es que el poder de la metrópoli intervenga para garantizar sus deseos universalizantes por sobre la institucionalidad democrática de la colonia.

La narrativa neocolonial de la izquierda tiene la alocada virtud de permitirles regodearse en su superioridad moral de pretensiones inclusivas, diversas y multiculturales; mientras imponen y censuran a quienes no se ajustan a su extendida agenda hegemónica. Hacen sus principales alianzas con quienes sostienen el poder político elitista, ya sea con la Unión Europea, con Davos o con la Casa Blanca, pero cacarean como cruzados morales de unos mandamientos que no están dispuestos a cumplir. Este mecanismo es evidente en otro sector de la cultura, tal vez el más influyente de este siglo: Hollywood.

Las celebridades de Hollywood son las más notables espadas de la batalla cultural progresista. Sin importar qué película se estrene, que gala se realice, que entrevista den, todo estará destinado a sostener la ideología woke y forzarán hasta el absurdo los guiones y declaraciones para impulsar su paquete ideológico. Y todo se resumirá en una ambigüedad controlada, en la que el señalamiento al sistema opresor se hará con la misma machacona universalidad, de manera de no perder jamás la homogeneidad de pensamiento, aunque sin abandonar su lujoso atrio. El arte no es independiente de la matriz cultural y los actores son las piezas más petulantes de este mecanismo.

En estos días, Emma Thompson encabezó una protesta de Restore Nature Now en la que se le preguntó si apoyaba a Just Stop Oil, días después de que la organización atacara Stonehenge, un monumento megalítico de más de 3000 años. La actriz apoyó a los vándalos por su «extraordinaria batalla» postura que se condice con su larga lucha antisistema, que viene sosteniendo desde la parte más alta de la cadena alimenticia del sistema, sin que esto le parezca contradictorio. Entonces, la misma ideología que sostiene la descolonización de los museos para preservar la originariedad del patrimonio, es la que vandaliza el patrimonio para imponer su ideología. Son las delicias del neocolonialismo woke.

La mayoría de los artistas apoyan las luchas culturales de la izquierda con un manual de opiniones precocidas tan delirantes como prejuiciosas. Difícilmente vayan a encontrar en su cámara de eco alguien que les marque contradicciones y por eso su rol en la expansión del neocolonialismo woke es de vital importancia. Durante una entrevista en la revista GQ George Clooney se despachó con un sermón sobre el «discurso del odio», y acto seguido se puso a desparramar prejuicios sin ninguna base real ni documentada contra dos políticos: Victor Orban y Jair Bolsonaro. Ni un resquicio paradojal atacó al glamoroso George por el hecho de desparramar odio contra políticos democráticos y populares, mientras condenaba el discurso del odio. Con el mismo narcisismo en fase terminal tuvo la osadía de hacer un berrinche en la Casa Blanca porque EEUU no apoyaba un informe israelófobo confeccionado por su esposa, parte del jet set como él. Tan por encima del resto de la humanidad se perciben que llevan a su egolatría a sobrevolar todos los tópicos de la agenda woke con tanta ignorancia como fatuidad les entra en el cuerpo. Pero esta forma de vanidad también es la manera más eficiente de extender valores ideológicos que demandan una penetración más subterfugia, taimada y baladí.

El imperialismo cultural está vivo y su batalla es permanente y en cualquier frente posible. Por ejemplo, un documento del Departamento de Patrimonio canadiense afirma que los museos son «instituciones coloniales» que necesitan volver a centrarse en cuestiones como la «diversidad e inclusión» para educar al público y dar cuenta de los «cambios sociales importantes como la reconciliación con los pueblos indígenas, el tratamiento de cuestiones de equidad». El informe sostiene que coleccionar y exhibir objetos recolectados de todo el mundo es una forma de colonialismo que ha «separado a las personas de su herencia». También el informe se pregunta: «¿Cómo pueden las instituciones patrimoniales apoyar mejor el desarrollo sostenible y abordar el cambio climático?». Este camino argumentativo forma parte de una tendencia de la política cultural occidental a sancionar representaciones artísticas o históricas que no se ajustan a los parámetros ideológicos del sector más poderoso de la sociedad. Curiosa forma de descolonizar.

Los intelectuales poscolonialistas de los 60 afirmaban que el dominio político y económico de la metrópoli iba acompañado de una perspectiva cultural eurocéntrica que menospreciaba injustamente la cultura de la periferia. En Los condenados de la Tierra, Fanon adaptó los antiguos conceptos marxistas de lucha de clases y justicia social al marco del colonialismo racializado. En el centro de este pensamiento hay una visión del mundo que categoriza a las personas en términos de opresores y oprimidos, eclipsando principios fundamentales como los derechos individuales. La culpa poscolonial está asfixiando nuestro sistema de valores y el odio a Occidente está rehaciendo la historia de Occidente como si debiéramos deshacernos no sólo de cuadros, máscaras y momias sino de nuestra cultura por completo.

El neocolonialismo woke ofrece un atajo para esa culpa. Brinda una experiencia purgatoria al permitir al racista, al engreído, al resentido, identificarse como antirracista, como antifa, como justiciero social; que combate el mal a través de su lugar de activista, de maestro de eurodiputado o de disertador apostólico en la ceremonia de los premios Oscar. Esta es la música de fondo que tenemos en todo lugar y momento. No es necesariamente lo que queremos, pero es lo que el neocolonialismo woke tiene para nosotros. Una llovizna ideológica permanente, pertinaz, que llega espontáneamente un domingo por la tarde cuando vamos a un museo, en una caricatura que le ponemos a los chicos para que se entretengan, en una película taquillera que vemos cuando llega la noche y estamos cansados y sin ganas de pensar.

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