La injerencia de gobiernos, actores o instituciones extranjeras en las elecciones de otros países es una práctica antigua y muy documentada. Un trabajo del politólogo Dov Levin de 2016 revela que, entre 1946 y 2000, Estados Unidos y Rusia (o la Unión Soviética, según corresponda) intervinieron en nada menos que 117 elecciones alrededor del mundo. Esto significa que los gobiernos de ambas potencias se inmiscuyeron en al menos una de cada 10 elecciones importantes a lo largo de más de medio siglo, no en el contexto de un movimiento subversivo o golpe de estado, sino en acciones invisibles y subterráneas, destinadas a conseguir un resultado en las urnas.
El estudio de Levin concluye que una intervención en elecciones libres a favor de un candidato beneficia su caudal de votos en un 3% promedio. En un mundo hiperpolarizado, donde la política es un parteaguas en la vida cívica, ese 3% podría ser todo lo que se necesita para cambiar el resultado de una elección reñida. Pero, ¿son las soluciones represivas el mejor camino para evitar las injerencias? Si se trata de acciones que la ley no castiga, usadas ampliamente por todo el espectro ideológico e inevitables en un mundo global ¿cómo evitar las arbitrariedades a la hora de condenarlas?
Una investigación de Corstange y Marinov, de 2012, distingue entre dos tipos de injerencias extranjeras: una postura partidista, donde el extranjero apoya a una candidatura específica, y una postura «de proceso», donde los extranjeros apoyan el proceso democrático. El trabajo se presenta muy aséptico, pero el lector suspicaz entenderá que el hablar a favor del proceso suele llevar aparejado el señalamiento de quienes son «mejores o peores para el proceso». La imparcialidad absoluta es de una ingenuidad impertinente.
Pero concretamente, el estudio sostiene que las injerencias partidistas incrementan la polarización de la sociedad, toda vez que los votantes del candidato favorecido tienden a ver con buenos ojos al país que interviene, mientras que los opositores tienden a rechazarlo. Esto se relaciona con otro estudio, en este caso de Shulman y Bloom de 2011, que teoriza sobre varios factores que inciden en cómo se percibe la injerencia extranjera. Resulta determinante si la fuente de la injerencia tiene cercanías culturales, sobre todo cuando se trata de gobiernos. Cuando el debate tiene por protagonista la soberanía nacional, incluso una injerencia sutil puede generar rechazo. Pero si lo que predomina es un sentido de identidad compartida, esa misma injerencia puede ser beneficiosa.
Shulman y Bloompusieron como ejemplo la reacción del pueblo ucraniano a las injerencias, tanto estadounidense como rusa, en las elecciones presidenciales de 2004 y descubrieron que el ucraniano promedio no valoraba positivamente las acciones de los gobiernos, las organizaciones internacionales y las organizaciones no gubernamentales occidentales, destinadas a influir en el panorama electoral de su país, mientras que la injerencia electoral llevada a cabo por Rusia se percibía inocua o menos negativa, debido a la identidad compartida.
La injerencia extranjera en los procesos democráticos puede tener diversos objetivos: desde mejorar la imagen de un candidato determinado hasta un objetivo más general como aumentar la polarización o la alarma, el famoso «voto miedo». Los involucrados en la injerencia pueden ser gobiernos, políticos o actores que no dependen estructuralmente de un Estado, pero que tienen intereses cercanos a un Estado o están asociados con él.
Las operaciones de injerencia coordinadas, para influir en el debate público con un objetivo estratégico, se basan en diversas tácticas como la microsegmentación: una estrategia de marketing que utiliza los datos de los usuarios para segmentarlos en grupos con el fin de dirigir el contenido. Esta estrategia se ha ampliado cada vez más para dirigir anuncios políticos personalizados. Una herramienta legal y extendida en las campañas electorales, que sin embargo es señalada como maliciosa dependiendo del color político. Los trolls y bots son la vertiente más popular del arte de la injerencia electoral digital: se trata de activos que crean o amplifican contenido en las redes sociales. Las empresas de relaciones públicas y marketing digital también desarrollan acciones similares. Considerarlas ilegales abriría un profundo debate también en la publicidad y promoción de bienes y servicios actual.
El ahora ex candidato presidencial Călin Georgescufue arrestado cuando lideraba holgadamente las encuestas presidenciales. El candidato presidencial favorito había asegurado que se iba a presentar nuevamente, después de que los comicios que le dieran excelentes resultados el año pasado, cuando fueron anulados por supuesta injerencia rusa. Finalmente las autoridades electorales desestimaron su postulación a pesar de que no se le habían probado actos delictivos. El veredicto ha desatado multitudinarias marchas contra la autoridad electoral, el tribunal y el gobierno, además de la indignación de sus aliados políticos y la pérdida de legitimidad de las instituciones. Actualmente George Simion, su virtual reemplazo que calificó la decisión judicial como un golpe de Estado, lidera los sondeos.
Lo curioso es que la Administración Biden, había emitido una llamativa comunicación, que ya señalaba la narrativa que el tribunal adoptaría después, al hablar sobre «actores extranjeros que buscan desviar la política exterior de Rumania de sus alianzas occidentales». Eso se parece bastante a una injerencia, y ni que hablar de las declaraciones del secretario de Estado de Joe Biden, Antony Blinken, que sostuvo que «Las autoridades rumanas están descubriendo un plan ruso, a gran escala y bien financiado, para influir en las recientes elecciones presidenciales». ¿Acaso el uso de Blinken de esa información confidencial, en medio de una campaña presidencial no se ajustaba exactamente a la definición de injerencia? La cuestión es que, luego de estas declaraciones de Blinken, el Tribunal Constitucional de Bucarest, canceló abruptamente las elecciones presidenciales rumanas.
El expediente de inteligencia contra Georgescu no aporta pruebas claras de injerencia extranjera, y Georgescu ha negado tener vínculos con Rusia, lo cual puede o no ser real, pero esto no hace al fondo de la cuestión porque tener relaciones con EEUU, Rusia o cualquier otro país no es un delito electoral y no constituye un fraude. Si en adelante se dictaminara lo contrario, los alcances para una democracia serían letales. El desprecio hacia la elección del pueblo fue la acción electoral más insultante. ¿Era eso lo que demandaban los rumanos? ¿Fue peor el remedio que la enfermedad?
Los ejemplos de injerencias extranjeras pueden resultar antipáticos pero su remedio es realmente peligroso para la libertad y la voluntad popular. Pero, sobre todas las cosas, es un ostentoso acto de hipocresía.
En 2019, la Unión Europea publicó una resolución del Parlamento Europeo que enmarcó la noción de injerencia extranjera como parte de una estrategia de guerra híbrida que afecta el derecho de los ciudadanos para elegir su gobierno. Pero fue la misma Ursula von der Leyen quien, en 2022, amenazó abiertamente a los italianos en la víspera de las elecciones diciendo: «Si las cosas se ponen difíciles, tenemos herramientas, como se ha visto en Polonia y en Hungría», buscando influir en el voto con amenazas de cortar los fondos europeos si no votan como Bruselas pretendía.
Durante la campaña en la que el ex primer ministro canadiense, Justin Trudeau, se presentaba para su reelección, el ex presidente estadounidense Barack Obama intervino en la elección abiertamente. Obama posteó en sus redes sociales que «el mundo necesita su liderazgo (de Trudeau) progresista ahora». La injerencia fue más lejos, dijo que esperaba que los canadienses respaldaran al Partido Liberal de Trudeau. Las quejas se alzaron rápidamente, debido ala tradición de no intervención que se sostiene en el desequilibrio de poder entre estos vecinos. Sin embargo, nadie anuló la reelección de Trudeau alegando la injerencia y presión de Obama.
En 2016 la progresía mundial se escandalizaba porque las agencias federales estadounidenses afirmaban que Rusia se había inmiscuido en las elecciones presidenciales. Un informe de 2019, del fiscal especial Robert Mueller, afirmaba que el Estado ruso había interferido en las elecciones presidenciales de 2016 de manera sistemática, aunque no se presentaron «pruebas suficientes» de lo denunciado. En 2023, un reporte del fiscal especial John Durham, concluyó que la investigación del FBI sobre la presunta injerencia rusa en aquellos comicios partió de «información de inteligencia que no había sido analizada ni corroborada». Sin embargo, sí fue corroborable que en 2016, Joe Biden pidió, en una conferencia de prensa, la destitución del fiscal ucraniano Viktor Shokin, que investigaba a Burisma Holdings por corrupción. Burisma era la empresa de la que su hijo, el inefable Hunter, formaba parte de la junta directiva. Esa injerencia real y evidente no pareció escandalizar a nadie.
Sorprende lo útil que está siendo la acusación de injerencia extranjera como excusa para cancelar ideas, políticos y opiniones. Como excusa para salvar la democracia, una acusación de injerencia extranjera puede dejar fuera de juego a un candidato político, aun cuando éste cuente con un gran apoyo popular. Es más, resulta especialmente útil si el candidato posee gran apoyo popular.
La expresión «injerencia electoral» puede abarcar realidades muy diversas, por eso mismo es muy versátil para quienes pretenden usarla como ariete judicial. Los tribunales actúan como herramientas del statu quo, no sólo en las elecciones, sino también en leyes y políticas contrarias al establishment progresista. El impacto real de una injerencia es difícil de evaluar, pero la percepción de dicha injerencia por parte de los votantes es un indicador clave, especialmente cuando existen operaciones de injerencia extranjera en competencia.
La injerencia es un hecho ineludible, salvo que se impidiera que los ciudadanos de un país tuvieran contacto alguno con el exterior, así como con la producción de mensajes y contenidos de índole política en otros soportes como el arte, el periodismo o el intercambio académico. Pero como esta alocada posibilidad daría por tierra con cualquier democracia, va de suyo que en democracia no pueden censurarse los intercambios entre personas y menos con la excusa de salvar la democracia. La pregunta, en consecuencia, no es si hay injerencias sino de quiénes y en qué formato. Y, fundamentalmente, si existen injerencias buenas e injerencias malas. Tal vez porque no es sencillo admitir hasta qué punto la línea entre «apoyo democrático» y «manipulación política» es más delgada de lo que la polarización nos permite aceptar.