«Ser es defenderse», RAMIRO DE MAEZTU
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EL TERRENO CEDIDO ES INMENSO

¿Es posible librarse del globalismo y de la ideología ‘woke’ con rentas altas?

Colegio niños. Europa Press

Es moneda común en los grupos de papás de la derecha creer que todo se arregla con dinero, que basta con un colegio privado o concertado de confianza para dejar a sus hijos al margen de cualquier intoxicación ideológica. Se trata de encerrar a los niños en una gigantesca burbuja a salvo de cualquier organismo externo que amenace su sistema inmunitario de valores, a menudo confiado –previo pago– al centro educativo.

Esta es la razón de que los padres respiren aliviados cuando sueltan a los niños cada mañana creyendo que nada malo puede ocurrirles en esos colegios porque –pobres ilusos– la mercancía ideológica progresista no llega hasta allí. Están convencidos de que los muros infranqueables del recinto repelen cualquier atisbo de propaganda rosa, memoria histórica o el comecocos climático. Que, en definitiva, nada de ello influirá lo más mínimo en la formación de sus hijos.

Por supuesto, el plan trazado en casa parece infalible. Los niños sólo deben hacer lo que se espera de ellos: trabar buenas amistades en la escuela y el club social al que asisten el fin de semana, ir a la universidad a estudiar cosas serias para ganar dinero (ADE, derecho o económicas) y, en menos de lo esperado, el título de licenciado cuelga de la pared de la habitación mientras varias multinacionales se rifan a la nueva promesa. Al fin, el niño ya es uno de nosotros.

Ocurre, sin embargo, que esa burbuja feliz es una ficción peligrosísima. No porque la formación recibida en esos centros educativos sea nociva, sino por el planteamiento profundamente individualista que hay detrás de esta mentalidad. No hay un nosotros, hay un sálvese quien pueda. La paradoja es que la cosmovisión del mundo que esos padres desprecian –guste poco o nada– sí proyecta un nosotros. Y eso es una formidable ventaja frente a quienes sólo aspiran a una felicidad intramuros, es decir, volver a las catacumbas.

El terreno cedido es inmenso y creer que pagando se solucionan los problemas de la sociedad es no haber comprendido nuestra época. Si realmente uno está convencido de que sus valores son los mejores porque están cimentados sobre la verdad entonces querrá que éstos salgan de la zona de confort y sean hegemónicos, única manera de cambiar las cosas.

Además, es de justicia que lo mejor para tus hijos lo sea también para los del vecino. Porque, si vives en una sociedad cuyos valores crees tóxicos, ¿de qué sirve que tu hijo reciba otros mejores si luego se enfrenta a ese mundo decadente frente al que sólo muestras apatía?

En el fondo es el mismo esquema egoísta que algunos difunden al hablar de inmigración masiva para que no les tachen de xenofobia: que entren todos los que quieran, si total, a mí no me molestan porque en mi barrio no los hay. Ese mensaje, un lujo sólo al alcance de ricos, condena a los más humildes que no pueden proteger sus casas y barrios con muros ni vallas.

Se trata de una concepción de la vida clasista, aunque en el castigo llevan la penitencia: los hijos se encuentran un mundo a cuya degradación han contribuido sus padres, a veces por acción y casi siempre por omisión, al no defender en público lo que creen en privado. Es la mentalidad del «mientras yo tenga para pagar mi seguro privado no me preocupa el deterioro de la sanidad pública».

Esta estrechez de miras es, por supuesto, un error de bulto que explica que estemos como estamos. Pensar que todo el rodillo ideológico, la ingeniería social y el derrumbe moral no salpicará a los tuyos porque van a un colegio privado es de una bisoñez admirable. En el fondo esos niños son los más vulnerables porque cuando salen de su burbuja se enfrentan a una realidad marciana que no aspiran a cambiar, de ahí que sólo quieran ser banqueros de éxito, afamados hombres de negocios o abogados de bufete famoso. En definitiva, a ganar dinero y pasar de puntillas ante vulgaridades como la enseñanza, la historia, la filosofía y, en general, la cultura.

Los musulmanes, desde luego, lo tienen más claro. Ellos no rehúyen la esfera pública y contraponen su modelo frente al occidental, que consideran una aberración sin paliativos. Lo suyo es lo mejor, creen en ello y lo llevan hasta el final en todos los campos.

Precisamente, por contraste, los musulmanes son quienes más nos advierten de que nuestros valores y la visión antropológica del mundo han cambiado más en los últimos 50 años que en los dos siglos anteriores. La forma de entender la vida de una persona nacida en Europa tras la Segunda Guerra Mundial se parece más, en lo esencial, a la de un hombre del siglo XIX que a la de sus hijos y nietos nacidos a finales del XX. La revolución sexual, la explosión del relativismo, el nihilismo y la destrucción de la familia han impulsado un cambio de paradigma caracterizado por el endiosamiento del yo y sus deseos, esto es, la autodeterminación individual.

Claro que hay quienes reclaman, para que la caída sea más llevadera, que nos adaptemos a la penúltima ocurrencia de nuestro tiempo. La verdad, sin embargo, no puede amoldarse porque si lo hace deja de ser tal, que eso sería como decir que la vida comienza en el consenso y no en la concepción.

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