Podríamos parafrasear la célebre línea de Casablanca: nosotros dándole vueltas al prisionero de Neumünster mientras el mundo avanza como un zombi hacia la Tercera Guerra Mundial.
Más de veinte países aliados de Estados Unidos han participado en la mayor expulsión de diplomáticos de la historia. Ni siquiera en los momentos más tensos de la Guerra Fría, cuando Estados Unidos y la Unión Soviética representaban dos formas diametralmente opuestas e incompatibles de concebir la civilización humana se dio algo igual.
Nosotros, modestos pero dóciles, nos hemos limitado a dos. Estados Unidos, una sesentena. Gran Bretaña, la supuesta agraviada, 23. Échale la culpa al ‘novichok’, el supuesto compuesto químico con el que se ha atacado al doble espía Skripal en el Reino Unido.
No es que haya ninguna prueba nueva; ni siquiera las autoridades británicas están dispuestas a permitir una investigación internacional sobre el caso, que tiene más agujeros que un Gruyère. Tampoco es que importe: esto último es solo el más reciente gesto de hostilidad occidental hacia la Rusia de Putin, cuando todavía colea -si bien cada día con menor credibilidad- la ‘trama rusa’ en los medios americanos, es decir, la acusación de que el Kremlin se asoció con la campaña de Trump para que este llegara a la Casa Blanca.
Si al final resultara que sí, que Putin lo hizo, puede decirse que el líder ruso hizo un pan con unas tortas y que su fama de astucia no está en absoluto justificada.
De hecho, los dos últimos nombramientos de Trump -precedidos de los habituales ceses fulminantes-, Mike Pompeo y John Bolton, son una clara señal de que Trump se prepara para la guerra. Y la tormenta perfecta se forma con el entusiasta apoyo de los enemigos acérrimos del presidente, convencidos aún de que atacar a Rusia es atacar a Trump. Cuanto más se presente a Rusia como el enemigo, parece ser su demencial razonamiento, más fácil será batir a los republicanos en las próximas legislativas.
Solo que si toda esta escalada desemboca en un ataque a Rusia, no habrá elecciones que celebrar. No habrá nada, porque Putin ha dejado meridianamente claro que responderá a cualquier ataque a Rusia o a sus aliados, y que está sobradamente preparado para hacerlo.
El objetivo inmediato, sin embargo, no sería Rusia, sino Irán. Con el nombramiento de Bolton, uno de los principales animadores de las guerras de Bush que no ha dejado de abogar por nuevas intervenciones militares norteamericanas desde entonces, el General Mattis parece ser la única cabeza fría en el equipo de Trump que no está por bombardear Teherán mañana a esta hora. Porque, salvo él, lo que parece estar reuniendo el presidente es un gabinete de guerra.
Así lo cree el exaspirante a la candidatura republicana a la presidencia Pat Buchanan, quien recuerda que el nuevo jefe de Seguridad Nacional escribió una tribuna titulada «Para detener la bomba de Irán, bombardeemos Irán» y que no ha cesado de agitar en favor de ‘ataques preventivos’ y ‘primaveras’ para los persas.
El primer paso sería repudiar el acuerdo firmado por Obama en nombre de Estados Unidos con la autoridades iraníes para que estas detengan su hipotético programa nuclear. El acuerdo tiene otros cinco signatarios, ¿qué pasará con ellos? ¿Seguirán con el acuerdo -como defienden-, o se plegarán a la voluntad de Washington?
Una de las principales consecuencias de estas balandronadas bélicas es, junto a la guerra comercial declarada a Pekín, arrojar a China y Rusia cada uno en brazos del otro, e Irán por medio.
Para abrir boca, Pekín ha hecho pública su alegría por la victoria de Putin en las últimas elecciones -en las que obtuvo un cuarto mandato-, apoya su postura sobre la necesidad de una investigación internacional imparcial sobre el caso Skripal y anuncia una «Asociación Estratégica» con Moscú.
Es difícil sentirse «aislado internacionalmente» cuando uno tiene a su lado al gigante chino; Estados Unidos y la Unión Europea deberían superar la ilusión de que son «la comunidad internacional».